EL PAíS › EL DEBATE SOBRE LA CREACIóN DEL INSTITUTO DE REVISIONISMO HISTóRICO
› Por Ricardo Forster
“La historia que mostraba las cosas ‘como propiamente han sido‘fue el más potente narcótico del siglo.”
Walter Benjamin
1 Extraordinarias son las épocas en las que lo que parecía olvidado regresa como si fueran, sus figuras, espectros de un pasado que se agitan incomodando la conciencia de los vivos. Dignas de encomio son las épocas que no eluden hacerse cargo de lo no resuelto reabriendo expedientes que habían sido cerrados por la virulencia de un discurso del fin de la historia y de la muerte de las ideologías. Más inquietantes son las épocas que muestran, con intensidad inusitada, que ninguna narración puede arrogarse el derecho a ofrecerse como única y verdadera desterrando a las otras al silencio y la deslegitimación. Quizá sea por algo de todo esto que no deje de sorprender la virulenta reacción que suscitó entre algunos prestigiosos historiadores la decisión de crear un instituto de historia signado por la matriz del revisionismo; una reacción tan desmedida como desconcertante proviniendo de quienes supuestamente debieran defender y reivindicar la proliferación de ámbitos de debate y discusión de una materia tan escurridiza, compleja y apasionante como lo es la que se dedica a dilucidar las tramas laberínticas del pasado. ¿No es digno de celebrar que se multipliquen los ámbitos y las voces que buscan hacerse cargo de nuestra historia y que sea el Estado nacional el que ampare esas posibilidades, aunque se pueda estar en desacuerdo con tal o cual concepción, como lo viene haciendo sistemáticamente con nuestras universidades públicas y con las agencias de investigación en las que todos los que actualmente se indignan por las “desmesuradas atribuciones” de ese mismo Estado desarrollan con plena libertad y con recursos hasta hace poco inimaginados, sus trabajos?
Resulta al menos contradictorio lanzar una furibunda campaña contra la decisión gubernamental cuando, en general, se guardó silencio o se declamó retóricamente durante la mayor parte de la vida democrática reinaugurada en 1983 respecto de los recurrentes abandonos de la inversión educativa y el sostenimiento de la investigación académica, al mismo tiempo que se lanzan dardos envenenados contra un proyecto político que recuperó esos ámbitos fundamentales de la vida argentina sin pedir ningún alineamiento y que dio sobradas pruebas de respeto a la autonomía universitaria y al pluralismo ideológico. Y más contradictorio resulta vociferar sus críticas desde aquellos medios de comunicación que han sido históricamente los cómplices de las censuras, las persecuciones, la devastación educativa y universitaria y dejar incontaminada de toda puesta en cuestión a una ideología liberal conservadora responsable, entre otras muchas cosas, de una hegemonía cultural que buscó invisibilizar una parte caudalosa de nuestra historia.
¿A qué le temen? ¿Contra qué se indignan? ¿Qué defienden? ¿Creen, acaso, que la “sombra de Facundo” se escurrirá de su dimensión literaria para ofrecerse como la voz de la revancha plebeya y salvaje de los ninguneados de la historia hegemónica? ¿Sospechan que nos adentramos en un tiempo de oscuridades y neobarbarie equivalentes a las que combatió el insigne sanjuanino? ¿Alucinan con la construcción abrumadora de una inquisición estatal dedicada a perseguir historiadores heterodoxos y a quemar herejes mientras se defiende, con la espada más que con la pluma, a Rosas y sus secuaces? ¿Tanta seriedad y rigurosidad científico-académica para llegar a estas concienzudas conclusiones que se parecen mucho a las opiniones que podríamos escuchar en lugares como La Biela o en las columnas dominicales de algunos “prestigiosos” periodistas de La Nación? ¿Le temen a la repetición en la historia? Pero ¿a qué repetición? ¿Tanta polvareda por un decreto que dice en su artículo primero que la “finalidad primordial será el estudio, la ponderación y la enseñanza de la vida y obra de las personalidades de nuestra historia y de la historia iberoamericana, que obligan a revisar el lugar y el sentido que les fuera adjudicado por la historia oficial, escrita por los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX”? ¿No los indignó la continuidad, en democracia, de todos esos institutos, también solventados por dinero público y amparados por el Estado, que defendieron y defienden una historia que se quiso oficial y que se construyó convirtiendo en polvo a los vencidos? ¿No será tal vez mejor celebrar la proliferación y afilar mejor las argumentaciones críticas que lanzarse a una cruzada contra el supuesto totalitarismo que se desprendería de tamaña decisión gubernamental?
2 La historia no se repite. O al menos, y más allá de los dichos canónicos de ciertos historiadores inclinados a ofrecer una visión simplificada, casi nada de lo que aconteció en el pasado regresa en el presente manteniendo su lozanía ni manifiesta tendencias continuas, agazapadas desde el fondo de los tiempos esperando, siempre, la hora de su retorno triunfal. Cada época, en este sentido, reinicia la marcha de la sociedad sabiendo, sin embargo, que lo nuevo lleva en su interior, lo sepa o no, lo quiera o no, marcas profundamente talladas en su cuerpo. Que en la historia la repetición implica necesariamente la diferencia, el giro inesperado, la ruptura con algunos de los núcleos decisivos de esos otros tiempos que han quedado a las espaldas, incluso de aquellos que constituyeron momentos fundamentales y que acabaron por transformarse en mitos. Para decirlo de otro modo: cada presente se inventa su propio pasado, lo adapta a sus necesidades, lo inscribe en los imaginarios que atraviesan las formas de visión y comprensión que dominan la trama de sus dispositivos. Aunque lo deseemos con fervor, con una nostalgia que a veces nos arrasa el alma, es imposible regresar al pasado del mismo modo que nuestra infancia ha quedado para siempre encerrada, en el mejor de los casos, en una dulce melancolía o en un alivio nacido de saber que ya no podrá seguir mortificándonos del mismo modo.
Que la historia no se repita, y que ni siquiera sea verdadera en toda su extensión aquella frase tallada por Marx al comienzo del Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, frase tantas veces citada como si fuera la verdad revelada, y que el propio Marx decía haber leído en algún libro de Hegel, aquello de que la historia primero se da como tragedia y luego como farsa, no significa, por supuesto, que uno no vaya a la búsqueda, para intentar entender su época, de aquellos otros momentos de la historia que pueden servir de espejo invertido. Ni tampoco que perdamos de vista que ese giro interpretativo que se lanza hacia el pasado constituye, siempre, una política, es decir, una querella que atraviesa el presente y que denuncia que nada de aquello que ha quedado a nuestras espaldas carece de significación a la hora de buscar dirimir aquellas cosas que siguen insistiendo en la actualidad y que nos llevan, una y otra vez, a abandonar la idea de que el pasado es un campo muerto y neutral sobre el que operan los cirujanos formados con preciosismo técnico en las academias de la historia “científica”. Nada más reaccionario que tratar a la historia como si fuera una pieza de museo a la que simplemente contemplamos desde la lejanía infranqueable que se establece entre un objeto arqueológico y el visitante de un tiempo distante. Nada más saludable para una sociedad que interpelar su pasado abriendo esa zona litigiosa que no puede ser cerrada por ninguna aduana: sea la del Estado nacional o sea la de una parte de la corporación académica.
La vitalidad de lo acontecido es proporcional a la intensidad con la que el presente de esa misma sociedad se discute a sí mismo. Este es un punto central, tal vez la inflexión que nos permite entender qué es lo que verdaderamente está en juego en el debate suscitado por la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego, a partir de una decisión del Estado nacional que hizo suyo el reclamo de una corriente historiográfica que siente llegado “su” momento, no excluyente de otras concepciones, miradas y perspectivas, para tallar fuerte en la escena pública utilizando, como no podía ser de otro modo, los recursos emanados de una disciplina de la que nadie se puede reclamar como árbitro último y legítimo de lo señalado como verdadero. ¿No resulta acaso inverosímil que sean los mismos historiadores, al menos un grupo académicamente relevante e influyente, los que se rebelen contra la posibilidad de enriquecer todavía más el campo de la investigación histórica que, eso nadie lo niega, es un campo atravesado por las marcas de interminables litigios hermenéuticos? ¿No es extraño que reaccionen de ese modo tan intempestivo y salgan, en general, utilizando los medios de comunicación del liberal conservadurismo argentino, a defenestrar la iniciativa oficial? ¿Qué privilegios, materiales y discursivos, defienden? ¿Qué sistema de legitimaciones y de influencias ven amenazado ante la llegada del instituto o ante la multiplicación de divulgadores de una historia que siempre imaginaron bien protegida por las aduanas de lo académicamente aceptado y respetado?
Lo que resulta llamativo es que un sector de la corporación de historiadores –la que ocupa lugares centrales en el ámbito universitario y en los institutos de investigación que, eso es importante recordar, son en su inmensa mayoría públicos y han visto florecer sus recursos por iniciativa del mismo gobierno al que muchos de esos historiadores acusan de querer imponer un “relato único” y casi totalitario mientras lo que acontece en la realidad es que proliferan las distintas corrientes– se desgarre las vestiduras ante la “insólita” creación de un instituto que buscará, entre otras cosas, abrir todavía más el debate o, para utilizar las magníficas palabras del gran historiador francés Lucien Febvre, el combate por la historia. Resulta, insisto, entre paradójico y grotesco que historiadores de prestigio, formados la mayoría de ellos en universidades nacionales y deudores de grandes polémicas y de viriles interpretaciones del pasado que nunca se resignaron a la neutralidad y la asepsia de la vida académica, se escandalicen, como si fueran señoras y señores que toman el té y ven pasar a una multitud enfervorizada y amenazante delante de sus ventanales, ante el saludable retorno del debate cruzado, como no podía ser de otra manera, por las demandas de la política que, como sabemos, carece de toda exigencia de neutralidad.
No se trata de estar o no de acuerdo con los objetivos del Instituto Manuel Dorrego, incluso hasta es posible y necesario poner en cuestión ciertos énfasis y ciertas omisiones, para reivindicar, sin embargo, su importancia a la hora de multiplicar el interés por nuestro pasado. Lo empobrecedor es lo contrario: enclaustrar el debate histórico en ámbitos cerrados y autorreferenciales a los que solo pueden acceder quienes puedan acreditar su pertenencia al club que tiene la potestad de elegir con cuidado sus miembros. Lo antidemocrático es querer capturar el combate por la historia en el interior de la academia (a la que no se sospecha de arbitraria y de ser un ámbito también atravesado por la búsqueda y sostenimiento de un determinado poder de legitimación y autorización) descalificando otras intervenciones que no se despliegan utilizando los recursos de la disciplina de acuerdo a lo que sus propios portadores definen como los admisibles en el campo de una historia “seria, argumentada y científica”; recursos que, supuestamente, estarían ausentes entre quienes intentan indagar desde otra perspectiva nuestro pasado. Mirada aristocrática que, por esas paradojas no siempre explicitadas, deja fuera de la textualidad seria y académica a la mayor parte de quienes fueron o serán, con el transcurrir del tiempo, objetos de estudio de los mismos que los hubieran rechazado como miembros de su club por ser meros divulgadores o simples ensayistas (pensemos en Sarmiento o en Milcíades Peña, en Ingenieros o en Martínez Estrada, en Jauretche o en Hernández Arregui o, por qué no, en el autor de la cita con la que se inicia este artículo: Walter Benjamin). Mirada aristocrática que también rechaza, con infinito desdén, a quienes escriben para públicos amplios y no especializados y que consideran una verdadera herejía que un historiador pueda encontrar el camino de lectores “iletrados” o que no someta sus investigaciones a los tribunales y los referatos propios de las exigencias académicas. Lo que no acaban de comprender es que esa misma historia que dicen defender les hace un guiño malicioso, los deja masticando su resentimiento y se alegra de ser de nuevo convocada por la intensidad de un presente abierto a nuevos y decisivos debates.
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