Mar 17.01.2012

EL PAíS  › OPINIóN

Corregir a tiempo

› Por Alejandro Mosquera *

El debate sobre la ley antiterrorista aprobada a fines de año por el Congreso sigue siendo muy amplio. Hemos cuestionado esta ley junto con centenares de organizaciones sociales, de derechos humanos, sindicales, destacados juristas e intelectuales. Es un debate que por su trascendencia no puede ni debe encorsetarse en la dinámica oficialismo-oposición, y mucho menos para tratar de justificarla. La Comisión Provincial por la Memoria argumentó su cuestionamiento tanto en la experiencia histórica de los argentinos respecto de normas que promovieron la persecución penal por su presunta finalidad, tales como la ley 17.401 de represión al comunismo, como también en la utilización en varias provincias del Código Penal para “tratar de solucionar” problemas de raigambre social penalizando la protesta o, en muchos casos, como chantaje a los reclamantes para cesar sus acciones.

Así hemos analizado que “esta ley antiterrorista (...) no se vincula solamente a supuestas inversiones extranjeras y al narcotráfico, sino que contiene la posibilidad cierta de condenar durísimamente ‘cualquier delito que un juez estime que se realiza o realizará con la finalidad de generar terror en la población’, lo que denota un concepto tan abierto, amplio e impreciso que podría validar cualquier atropello estatal a casi cualquier conducta personal o grupal”.

Se ha sostenido en estos días que el tipo penal abierto está sustentado en las recomendaciones de los organismos internacionales (hay que señalar que en este tópico están hegemonizados por las concepciones de seguridad de países como EE.UU. y Alemania) y que Argentina se está poniendo a tono con esos estándares. Estas ideas hegemónicas se basan en el criterio de “nuevas amenazas” impulsadas en particular después del 11 de septiembre del 2001, nacidas en el centro de la administración Bush y de la agenda de seguridad impuesta por EE.UU., que promovieron que en la Declaración sobre Seguridad en las Américas, emanada de la Conferencia Especial sobre Seguridad realizada en la Ciudad de México en octubre de 2003, se señalaran como problemas de seguridad: el terrorismo, la delincuencia organizada transnacional, el problema mundial de las drogas, la corrupción, el lavado de activos, el tráfico ilícito de armas y las conexiones entre ellos; la posibilidad del acceso, posesión y uso de armas de destrucción en masa y sus medios vectores por terroristas. Junto a la pobreza extrema y la exclusión social de amplios sectores de la población, que también afectan la estabilidad y la democracia. Desde este punto de vista de las derechas mundiales y regionales, proponen un cóctel donde pobreza y terrorismo se solucionan con los instrumentos de prevención y persecución delictiva de la seguridad pública.

En estas concepciones dominantes se encuentra la razón principal de lo “abierto” de la definición de terrorismo. Por supuesto que es un delito complejo y que se necesita modificar prácticas, formas de investigación y reunión de pruebas para su enjuiciamiento. Pero ello no esconde que lo central es que la “indefinición” permite dar fachada de legalidad a cualquier persecución que quieran hacer los países centrales en cualquier parte del mundo, hasta preventivamente, basada en la “finalidad” buscada incluso de un hecho no consumado.

No son estos estándares los que responden al interés nacional de los argentinos.

Hemos señalado que “todo condicionamiento de la protesta social enturbia los avances conseguidos en nuestra democracia, y afectará a quienes protesten o realicen movilizaciones en el futuro. No puede ni debe el Estado, ni ninguno de sus poderes, juzgar la intencionalidad de las personas que protestan. Las motivaciones o finalidades de las acciones, así como las intenciones y las ideas, no pueden ni deben ser materia de acción estatal”. Y más adelante “la CPM considera intrascendente la aclaración de los legisladores, en el sentido de que las agravantes previstas no se aplicarán cuando los hechos tuvieran lugar en ocasión del ejercicio de derechos humanos y/o sociales o de cualquier otro derecho constitucional, porque lo inadmisible es que la aplicación de esta ley dependerá de la interpretación y aplicación por parte de jueces de primera instancia, y es sabido que las instancias de apelación no impedirán el efecto de severos daños causados”.

Nuestra sociedad todavía tiene pendiente la transformación plena del Poder Judicial, los avances no pueden ocultar lo que falta, y más aún cuando estamos dando cuenta de jueces que han colaborado con la dictadura o avalado prácticas de crímenes de lesa humanidad. Las leyes trascienden a los gobiernos, por eso la confianza en el actual no es un argumento sostenible frente a estas críticas.

El camino recorrido en la política de derechos humanos que se transformó en una política de Estado respaldada por la mayoría de los argentinos se ve afectado por esta ley que va claramente en sentido contrario. Su debate sigue siendo necesario y convendría remediar a tiempo, revocarla o derogarla. Seguir sosteniendo nuestra autonomía de las recetas de los organismos internacionales cuando vienen a promover medidas que van contra el interés nacional y popular profundiza el rumbo de nuestra soberanía y beneficia a nuestro pueblo, como ha quedado demostrado.

* Secretario Ejecutivo de la Comisión provincial por la Memoria.

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