El juez Baltasar Garzón cuenta con dos vías para recurrir la infame sentencia que lo inhabilitó para ejercer su cargo por once años. El primero es recurrir “en amparo” al Tribunal Constitucional de España, que funge de última instancia. Sus perspectivas, comentan sus allegados, son escasas: los jueces del Constitucional se cortan con la misma tijera que los del Tribunal Supremo que lo condenó.

Garzón también podría acudir ante el Tribunal de Estrasburgo, la Corte Europea, donde sus perspectivas serían mejores. Pero los fallos de esta Corte no tienen operatividad para los estados de la Unión Europea. Y la tramitación insumiría años.

Entre tanto, su hija María Garzón difundió una carta pública dirigida a “todos aquellos que brindarán con champán por la inhabilitación”. La mujer da en la tecla, la dimensión de un protagonista a menudo se mide por quiénes son sus enemigos. Para muchas otras personas, dentro y en especial fuera de España, su destitución es un hecho aciago, un baldón en la lucha universal por los derechos humanos.

Así se lo van haciendo saber a Garzón, desde distintas latitudes, militantes, académicos, periodistas, dirigentes políticos. Es auspicioso que un juez de la Corte Suprema opine sobre el tema en este mismo diario.

El juez no es un superhombre, necesita del apoyo de quienes reconocen su trayectoria y sus aportes. Le llegará desde la Argentina, ya le está llegando. Los organismos de derechos humanos, como siempre en estas lides, serán la vanguardia.

Nadie duda de que la gota que rebasó el vaso fue que Garzón investigara los crímenes del franquismo. Sin que esto sea consuelo ni freno para la acción, el nefasto episodio sirve para contextualizar los avances logrados en la Argentina en la lucha por la memoria, la verdad y la justicia. Avances que, contra lo que predican ciertas vulgatas, siempre tienen enemigos de fuste con la botella de champagne guardada en la heladera.