EL PAíS › OPINIóN
› Por Washington Uranga
La política es una materia que nunca se aprueba de manera definitiva. Los exámenes son progresivos y constantes. Siempre aparecen nuevas demandas y otros desafíos. No hay lugar para la distensión y para la pausa. La legitimidad política tiene que ser revalidada cada vez (¿cada día?) frente a las nuevas circunstancias y sin que se pueda argumentar demasiado respecto de los éxitos acumulados, los logros o, incluso, de los respaldos obtenidos. La política es así. No admite treguas, no da treguas. Exige creatividad permanente en las respuestas.
Pero en el caso de la Argentina posdictadura la tarea de reaprender por momentos adquiere características dramáticas, en parte por la impericia de los actores, en parte porque la estrategia de estos mismos actores es, muchas veces, llevar todo hasta grados extremos de tensión, pero también porque la polarización de intereses en el escenario mediático hace que todo se presente en blanco y negro, como si cada episodio fuese en sí mismo la batalla decisiva de una guerra que, afortunadamente, no existe aunque muchos se empeñen en declamarla. Porque, en democracia, las diferencias no son guerras. Los intereses contrapuestos son eso: intereses contrapuestos que ameritan luchas por el poder, pero no enfrentamientos fratricidas entre enemigos irreconciliables.
Un signo de madurez política es salir de la idea del blanco y negro, de la dicotomía de lo bueno y lo malo. La política, también la democracia, es la exaltación de los matices, de las búsquedas en la diversidad, donde (salvo contadísimas excepciones) no hay verdades absolutas que desplacen todo otro punto de vista.
Por ese mismo motivo procesar las diferencias, acercar los intereses es una tarea difícil, ardua. En este escenario el único que no puede ser neutral es el Estado cuando se trata de defender a los pobres, a los más débiles; porque el Estado es responsable de garantizar los derechos y administrar justicia social, política y ciudadana. Por eso no hay legitimidad alguna de parte de quienes salen a reprocharles a quienes ejercen el gobierno que adopten medidas que, perjudicando los intereses de los más ricos, favorecen a los más pobres. Quienes desde el gobierno defienden a los pobres no hacen sino cumplir con el deber y la responsabilidad que se les ha confiado en el manejo del Estado y el ejercicio del gobierno.
Pero también es cierto que en la Argentina presente se necesita dar saltos cualitativos en el ejercicio de la política. No es lógico encubrir intereses personales revistiéndolos de intereses generales, actuar con impunidad desde cualquier lugar de poder, hablar en nombre de los trabajadores en general o presumir acerca de la representación de comunidades que nunca delegaron explícitamente su mandato en las personas que la alegan. Las representaciones, cualesquiera que sean, deben ser ejercidas con responsabilidad y autolimitarse para ganar en legitimidad. Los beneficios personales –políticos, económicos o de otro tipo– son ganancias espurias para quienes han sido ungidos de cualquier tipo de representación.
En los últimos tiempos nos hemos alegrado por la reincorporación de los jóvenes a la política. Es un signo positivo. Pero tampoco esto es blanco y negro. Nadie es más lúcido por el sólo hecho de ser joven. Tampoco el ser adulto da chapa de conocimiento. Y si en política es importante la presencia de los jóvenes, el almanaque no garantiza el acierto ni tampoco da derecho a “tirar a los viejos por la ventana”. Porque, además, la historia no comienza con la vida de cada uno. Viene de mucho antes y sigue después de nosotros.
En otro orden de cosas hay que trabajar mucho para encontrar formas de procesar las diferencias. No es lógico que para defender intereses propios o de grupos o comunidades –así sean legítimos– no se encuentre otro método de protesta que el de interferir los derechos de terceros, cortando una calle, bloqueando una ruta o avasallando la vida de terceros no involucrados. Los métodos que en otro momento pudieron ser legítimos (más allá de su legalidad), hoy tienen que ser revisados por todos en el marco de la democracia. Y esto, entiéndase bien, no quiere decir que se acepte sin más la institucionalidad democrática, que también debe ser revisada para que no favorezca solamente a los de saco y corbata.
Casi treinta años después de recuperada formalmente la democracia todavía tenemos mucho que aprender en cuanto a la forma de hacer política y acerca de cómo procesar, con sabiduría política, nuestras diferencias. Un rápido repaso a los diferentes conflictos que se viven en el país en todos los órdenes nos lleva rápidamente a esa conclusión. Tenemos mucho para aprender, para enseñarnos a nosotros mismos. Amigo y enemigo, blanco y negro, no es el mejor camino. Los matices existen, el diálogo y la negociación son siempre alternativas superadoras. Aunque no siempre sean posibles, son caminos ineludibles para quienes pretenden mejorar la calidad de la política en democracia.
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