EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Lo sucedido en el Once presenta dos grandes bloques temáticos. El problema, según interpreta el firmante, es que una mayoría de las opiniones e indignaciones circulantes mezcla esos elementos con una facilidad nada recomendable. No es extraño: cuando una cuestión es muy compleja y mucho más si queda envuelta por una tragedia, suele suceder que se recurre a explicaciones fáciles, demagógicas. Reemplazan lo arduo de pensar con mayor profundidad, que es todo un trabajo.
Una parte refiere al accidente propiamente dicho. El término es usado como convencionalismo, porque ya se sabe que no puede definirse como “accidente” aquello que es o sería prevenible. Acerca de eso, hay unas preguntas primeras y excluyentes. Si se demostrara que ocurrió una falla humana con carácter de causa central, ¿cambiaría en algo la observación sobre un transporte ferroviario de pasajeros virtualmente colapsado? ¿Variaría lo que debe opinarse y actuarse en torno de un esquema mamarrachesco, que ya ni siquiera es definible como estatal, privado o mixto? Interrogantes como éstos son de una obviedad indecorosa, pero resultan convenientes a juzgar por la ensalada en que incurren funcionarios, directivos de la empresa administradora (o como quiera que quepa rotularla) y charlatanes varios. Si falló el conductor y no los frenos, ¿se acabó la discusión? Eso parecería, porque encima entra en escena el secretario de Transporte y, en medio del horror, sin aceptar preguntas, en actitud más propia de un canalla que de un pelotudo, dice que si la abuelita hubiera tenido pantalones habría sido el abuelito. Por supuesto, tampoco haría al sentido común que Schiavi se dedicara a abrir juego en torno de un debate de fondo que incluye a su cargo tanto como lo excede. ¿Qué iba a decir, justamente por estar tapado de muertos y angustias? ¿Que estaban evaluando sacarle la concesión a los Cirigliano? No, pero menos que menos faltarles el respeto al dolor, a la bronca, a la impresión. Es de esperar que Schiavi tenga los días contados en su puesto. Se requiere un gesto superior, capaz de mostrarle a la sociedad que no se tolera su dicho pornográfico. Cabe presumir que de chispas como la suya se nutren combustiones como las del viernes a la noche. Familiares y amigos del pibe muerto que encontraron recién ese día convocan a una cadena de oración, y terminan tratando de controlar a un grupo de exaltados de cantidad irrelevante, pero simbólicos en cuanto al hartazgo que desnudan las tragedias. Banquete listo, para gusto de todos los buitres subidos al drama. Más luego, anuncian que el Gobierno se presenta como querellante y que se aplicarán las sanciones que pudieran corresponder. Volviendo, ¿se termina en las sanciones? En el más “satisfactorio” de los casos, ¿les retiran la licencia y chau? Como dice Mario Wainfeld, la respuesta judicial es inevitablemente larga, farragosa. Imprescindible, por cierto. Pero en esto, lo que se necesita ante todo es una contestación política. Nadie debería pretenderla ahora mismo, que es lo exigido por la chusma de todo color y pelaje. El planteo no pasa por ahí, sino por si existe la vocación de darla más temprano que tarde.
Nace allí la segunda parte del asunto. Lo estructural. Y a tener en cuenta: las tragadas de sapo involucran al conjunto social, desde ya que en diferentes niveles porque culpa y responsabilidad no son sinónimos. Lo que subsiste de Estado ausente o mariquita sigue siendo hijo de un menemato que los argentinos aprobaron con más displicencia que reservas. Y en muchos casos con entusiasmo, como el de vastos medios y propagandistas militantes de la orgía privatizadora. Ahora vienen a llorar por ese Estado que se escapó de sus funciones básicas. El modelo engendrado en la eclosión de 2001/2002, y parido por el kirchnerismo, afectó a ese adefesio en unos pedazos significativos. Y en otros no, sin restarle mérito. Se quiso y pudo volver a mirar para dentro con comprensión global; teníamos pinta y síntomas concretos de lo que hoy es Grecia, pero no duró; hubo la quita de deuda más grande la historia; volvimos a creer en la política y no en los gerentes del mercado como mejor instancia resolutoria de nuestros dramas. Avanzamos más allá de lo que una mirada de ortodoxia clasista quiere registrar de un sistema burgués. Y hubo las cosas en que tal vez se quiso o de las que directamente no se intentó saber porque no se podía, a raíz de la debilidad con que nació la criatura. Abrir todos los frentes al mismo tiempo no podía caber en la cabeza de ningún cuerdo. Y uno de esos frentes que en lugar de abrirse se emparchó fue el del régimen de transporte. A medida que el país se recuperaba, se acentuó la garantía de viajar barato. Si volvía el trabajo, que pudieran llegar todos a sus lugares y a como diera lugar. No hay de qué arrepentirse porque los subsidios, o lo que se conoce como ingreso salarial indirecto, sirvieron al propósito de reactivar la economía. También es objetivo que ese mecanismo fue en desmedro de las reinversiones necesarias para acompañar la recuperación; pero, si se lo ve con aquel parámetro del manejo de los tiempos atento a la correlación de fuerzas, era el huevo o la gallina. No sólo respecto del transporte, sino del grueso de las prestaciones.
Esa lógica llega a su fin, pero el espanto en el Once no debe obrar como decreto. Si el criterio fuera ése, se olvidará que en unos días, no más, el “accidente” y el tema desaparecerán de los medios. Por empezar, debería convenirse que tener servicios públicos de buena calidad es un derecho ciudadano y no una aspiración regulable eternamente según los avatares de la economía. La excepcionalidad ya pasó, si es por eso y por mucho que amenace la crisis internacional. Excusas habrá siempre, y siempre las sufren los laburantes. “Sintonía fina” también debería significar que el Gobierno tome las decisiones de segunda generación, porque de lo contrario el “modelo” se habrá consumido en el enunciado y práctica de las primeras: obra pública, inclusión social creciente para saltar del infierno al purgatorio, apuesta por el mercado interno, recueste en la región latinoamericana, etcétera. Si lo proyectual no se dinamiza, las masas no se caracterizan por la paciencia y son susceptibles de caer en manos de sus verdugos una y otra vez. Hace falta renovar utopías, para decirlo simplota pero entendiblemente, y una de ellas bien debe ser que el Estado recupere por completo sus resortes estratégicos. ¿Qué sentido tiene continuar con el esperpento, otrora comprensible, de subsidiar a hombres de negocios que transforman en negociados las políticas públicas? ¿En qué sería peor, a esta altura, un Estado que administre derecho viejo las herramientas de necesidad popular? Con responsabilidad y en forma progresiva, naturalmente. No estamos hablando de manotazos oratorio-solanistas. Ni de denuncismos vacíos que pierden de vista lo imperioso de estar cubiertos por el instrumento político más apto. Estamos diciendo, sí, que en un escenario turbulento, riesgoso, es mejor jugarse a las virtudes y errores de un estatalismo progresista que a los seguros desmadres del lucro como único fin. Fue en sus etapas de fragilidad cuando este gobierno demostró que tuvo lo que había que tener. La ley de medios audiovisuales, de acuerdo con la potencia del contrincante y sin perjuicio de las deficiencias que hay en su implementación, es uno de los claros exponentes. ¿Va a achicarse con el 54 por ciento de los votos en rango flamante y una oposición reducida a las desprestigiadísimas tropas mediáticas?
Hay que ir por más, por aquello del nunca menos.
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