EL PAíS
› OPINION
El ombligo de Saramago
› Por Susana Viau
Es triste que los intelectuales, o quienes pasan por serlo en un mundo generoso para otorgar ese tipo de visados, se dediquen a mirarlo todo desde la estrechísima ranura del ombligo; que la realidad acabe reducida a sus embelesos, sus frustraciones o sus rabietas. Y eso, el enojo porque una decisión de Estado lo pone incómodo, es lo que se transparenta en la columna de José Saramago publicada en El País y reproducida el martes último por este diario. En ella, el Nobel de Literatura anuncia, con el dramatismo de un torero que se corta la coleta, que “hasta aquí he llegado. Desde ahora en adelante, Cuba seguirá su camino, yo me quedo”. ¡Vaya, por Dios! ¡Qué funesto error el del gobierno cubano que no se detuvo a consultar a Saramago y a todos los Saramagos de este mundo qué debía hacer con los tres agentes infiltrados por Bush para desestabilizar la pequeña isla! ¿Cómo no calculó Fidel el efecto que causaría en el ganador del premio que lleva el nombre del inventor de la dinamita? “Cuba –dice Saramago– ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones”. Tremendo. ¿Y todo esto por qué? “Porque no se condena a muerte a los secuestradores, sobre todo teniendo en cuenta que no hubo víctimas”. ¡Bien por Saramago! Para ejemplarizar con la pena capital, Cuba debió esperar a que la sangre la derramara su gente, darle tiempo al tiempo para una nueva Bahía de los Cochinos, para convertirse en el Irak de América Latina. Sólo así se justificaría una respuesta de este porte: poniendo uno las víctimas, bajo una lluvia de bombas, frente al espectáculo de cadáveres descuartizados, en especial de niños. Porque los niños muertos estimulan sobremanera a periodistas y escritores, les proveen de razones, les facilitan los pronunciamientos: al fin, los niños son niños, no son del partido Baaz, ni trotskistas, ni guerrilleros. Los niños son siempre una buena coartada. Es lamentable, pero Fidel no dejó madurar la ocasión, no permitió que estas condiciones se dieran. ¡Y era tan simple! Apenas una conmutación de pena. Una llamada telefónica sobre la hora y hubiéramos evitado tantas contradicciones y desgarramientos a Saramago (y a todos los Saramago de este mundo). ¿Qué hubieran devuelto ellos a cambio? Poemas, canciones, la firma en algún manifiesto.
Podría aducirse que la lunática reacción del novelista está explicada en lo que el mismo León Trotski admitió ante la tumba del suicida Serguei Essenin: aunque sean revolucionarios, las épocas de revolución no son para los poetas, son duras, despiadadas, terribles. Las aman los militantes puesto que son “su patria en el tiempo”. La exacerbada sensibilidad de los artistas sueña con lo que viene después de la tormenta. Pero de entonces a acá pasó mucha agua bajo los puentes y tampoco el de Saramago parece ser el caso: el portugués es casi un anciano, vivió las dictaduras de Salazar y de Caetano, el maravilloso estallido del 25 de abril y su extinción, sin pena ni gloria; lleva a cuestas años suficientes para no ignorar la desgracia que se abatió sobre una Nicaragua que se proclamaba “implacable en el combate, generosa en la victoria”, creyendo que había triunfado porque había tomado el poder. Saramago, por viejo y por narrador, estaba obligado a intuir cuánto juega Cuba, ese pequeño país hostigado desde hace casi medio siglo, en cada uno de sus actos; estaba obligado a imaginar qué compleja debe haber sido la decisión de no indultar a los tres canallas a sueldo ahora, precisamente ahora que los marines de Guantánamo ponen de rodillas a jeques, imanes y reyezuelos; estaba obligado a saber que Fidel Castro no es un aventurero y la Revolución Cubana no es una aventura. Pero la columna de Saramago, por lo que dice, por lo que no dice y por la forma en que dice lo que dice, no es digna de un intelectual de izquierda. A su lado, hasta la toma de posición del presidente Eduardo Duhalde parece progresista.