Mar 22.04.2003

EL PAíS  › OPINION

Cuando parece que no pasa nada, pasa

› Por Martín Granovsky

En elecciones normales, lo que pase en los últimos días de campaña no tiene influencia. Cinco o seis días antes los electores ya decidieron su voto y los gestos del candidato solo sirven para confirmar voluntades. Torcerlas, a esa altura, es una esperanza inútil. Pero las elecciones de este domingo no son normales. Por lo pronto, la principal fuerza política se presenta dividida, el centroizquierda exhibe su ridícula fragmentación y, mientras, aparece en las pantallas un Fernando de la Rúa con bigotes, más robusto y más enfático, que no miente su neoliberalismo pero tampoco lo utiliza como principal factor de persuasión.
Cuando un punto del porcentaje importa, quiere decir que cualquier cosa importa. Incluso, en términos electorales, Brukman.
Al Gobierno no le convino la represión en Brukman. No quedó como una administración capaz de garantizar el orden en el sentido de Carlos Menem o Ricardo López Murphy y fue claro que la situación se le fue de control.
De nuevo en términos electorales, la represión es mala para Néstor Kirchner. Al anunciar que Roberto Lavagna será su ministro confirmó el fuerte vínculo con Eduardo Duhalde, y entonces cualquier acción de éste repercutirá en la intención de voto.
La represión es mala para Elisa Carrió, que integra el pelotón de punta, y también para Alfredo Bravo y para Patricia Walsh, porque reinstala un fantasma de “desorden” y los pone a la defensiva, como si hiciera falta explicar el derecho de los trabajadores a no ser gaseados y a conservar el empleo que ellos mismos habían recuperado.
Las instancias de “desorden” –la investigación dirá si en este caso fue provocado, alimentado o tolerado por la Policía Federal– siempre son buenas para los candidatos de “orden”, que privilegian la libertad de circular a la de expresarse y la disciplina por sobre el derecho al trabajo. Hay dos candidatos de ese tipo: Menem y López Murphy.
La ombudsman porteña Alicia Oliveira, que fue jueza y abogada de derechos humanos, suele decir que no basta con una orden judicial vaga. El poder político debe darle órdenes precisas a la policía sobre cómo debe traducir la orden en la calle. Si ese criterio es cierto, y si, además, al gobierno no le convenía la represión salvaje, la conclusión es una sola: la Federal se movió como fuerza autónoma. O relativamente autónoma: el poder político pudo haberle dado una orden tajante y detallada y, al contrario de otras veces, no lo hizo. En cualquier caso, los canales de televisión mostraron ayer casi en cadena represión contra mujeres indefensas, algunos delirantes que querían encender la chispa en la pradera, fogatas y médicos diciendo que los gases llegaron hasta el Hospital Garrahan. Cuando no queda claro que el desorden principal es la injusticia, el desorden pasa a ser el callejero.
¿Hubo una conspiración para que el conflicto en Brukman terminara en represión y no en una mesa de negociaciones? Lo esencial de lo que sucedió ayer, naturalmente, fue el ataque a la integridad física y a la posibilidad de trabajar de un grupo de empleadas. Pero el análisis electoral es insoslayable. En parte, como síntoma: si fue posible, revela la reiteración de las apariciones de la Policía Federal en situaciones de empate político extremo, como el 20 de diciembre del 2001 o en estos días de empate técnico. Y en parte, como efecto: si López Murphy promete encarrilar a los piqueteros y Menem poner al Ejército en la calle, el “descontrol” parece estar dándoles una oportunidad.

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