EL PAíS › OPINIóN
› Por Ricardo Forster
Hay días, en la historia de un pueblo, que definen mucho más que un cambio y una potente orientación de cara al futuro. Son días en los que, bajo otra luz, se puede revisar la historia y entender las derivas del presente. Días en los que antiguos espectros, de esos que son portadores de esperanzas y de derrotas, se entrecruzan con nuevas oportunidades recordándonos que un país siempre guarda la posibilidad de invertir las estructuras de la dominación ensanchando la audacia con la que se asumen decisiones trascendentes.
Seguramente el 16 de abril de 2012 quedará señalado como un día histórico en el largo, zigzagueante, laberíntico, complejo, dramático y desafiante camino recorrido por la Argentina hacia su reconstrucción. Un camino que supo de sueños y de realizaciones, pero que también conoció el rostro de las frustraciones y la devastación de esos mismos sueños. Nada fue sencillo para un país que ha conocido las mieles de la fecundidad agrícola, la bendición de una naturaleza pródiga en riquezas extendidas a lo largo y ancho de una geografía espléndida, pero que también ha experimentado, con la misma prodigalidad, pero ahora invertida, el saqueo, la apropiación minoritaria y la discrecionalidad de poderes político-económicos que funcionaron, siempre, como garantes de esas arbitrariedades dirigidas a sostener una profunda desigualdad en una tierra capaz de garantizar, por la exuberancia de sus recursos y la disponibilidad laboriosa de su población, una vida más justa y digna para esas mayorías que fueron, una y otra vez, víctimas de la violencia expropiadora de las clases dominantes y condenadas, en la mayor parte de su travesía histórica, a distintas formas de pobreza, indigencia y humillación social.
Quizá por reconocer esta historia de inequidades e injusticias y por asumir la necesidad imperiosa de revertir ese hilo rojo de la impunidad económica es que el encabezado del proyecto de ley de la soberanía hidrocarburífera presentado el lunes 16 de abril por la presidenta de la Nación destacó como prioritario “garantizar el desarrollo económico con equidad social” y, a través de esta sencilla frase, dinamitar el corazón de las políticas neoliberales que condujeron, hasta no hace muchos años, a la mayor crisis (si ponemos a un lado la noche de la dictadura videlista) social, institucional, política, económica y cultural que conoció el país en sus 200 años de existencia como nación independiente. Una frase que nos permite leer, con otros ojos, una realidad que, en las últimas décadas, parecía haber clausurado la posibilidad de recuperar y de reconstruir un lenguaje capaz de reintroducir, en nuestra sociedad, una tradición política asociada a las gestas populares, a la inquebrantable búsqueda de justicia social y a garantizar que la palabra “soberanía” entrelazara lo territorial con lo social, la institucionalidad republicana con una democracia atenta a sostener y defender los derechos de las mayorías. Por eso también la necesidad de “declarar de interés público y como objetivo prioritario de la República el logro de autoabastecimiento de hidrocarburos” y enmarcando ese objetivo no en la pura lógica de la rentabilidad empresarial (núcleo de las políticas neoliberales implementadas en los años ’90) sino en el avance progresivo hacia una mayor equidad social estrechamente ligada a la “creación de empleo”. En estas frases sencillas y directas se encuentra el giro de 180 grados que, como continuidad y profundización de lo que viene desarrollándose en el país desde mayo de 2003, vertebran el espíritu de una decisión que ya es histórica. Nunca resulta ocioso remarcar la importancia crucial de los giros en el lenguaje a la hora de intentar capturar el sentido de los cambios históricos allí donde una época se define, fundamentalmente, por el entrecruzamiento de sus producciones materiales y las palabras con las que relata su manera de habitar un determinado tiempo nacional. El triunfo del modelo neoliberal no fue sólo y apenas el resultado de un cambio en el patrón de acumulación sino que también encontró su potencialidad y su hegemonía en la creación de un nuevo sentido común articulado con esas transformaciones estructurales de la vida económica que lanzaron al exilio conceptos y palabras que habían sido parte decisiva en la construcción de un proyecto nacional capaz de pensar al Estado como garante de la distribución más equitativa de la riqueza y como fecundador de derechos sociales y civiles sin los cuales la democracia se vuelve un pellejo vacío.
No es casual, entonces, que el primer punto de los fundamentos del proyecto se titule “del modelo neoliberal al modelo de crecimiento con inclusión social” y que, a lo largo de apretados renglones cargados de significación, se pase revista a la contradicción radical e irreversible entre un modelo que se instaló, a sangre y fuego, en marzo de 1976 y que se prolongó por casi tres décadas signando el período tal vez más dramático de una historia nacional que conoció otras injusticias, pero nunca tan abrumadoramente destructivas como la que nació bajo el imperio del terrorismo de Estado y se prolongó, ya bajo democracia, desde el Plan Austral hasta la convertibilidad; y otro modelo que buscó y sigue buscando reparar el brutal daño producido en el cuerpo social por el imperio de la discrecionalidad política y económica asociada a los poderes corporativos e ideológicamente definida por la hegemonía de la valorización financiera del capitalismo. Lo que el texto de los fundamentos no podía dejar de “nombrar” era el cambio sustantivo en el interior de una sociedad que, en los últimos ocho años, tuvo que aprender a nombrar las cosas con palabras que habían sido saqueadas y borradas del habla de los argentinos. Un doble trabajo de reparación iniciado por Néstor Kirchner y profundizado por Cristina: reparación de la brutalmente dañada vida económica, social e institucional y, en no menor medida, reparación de la memoria popular, de las tradiciones emancipatorias y de los lenguajes capaces de reconstruir los puentes rotos entre aquellas tradiciones y los nuevos desafíos del presente. A ese esfuerzo se lo llamó, con aguda intuición, “batalla cultural”, allí donde el kirchnerismo comprendió, desde un inicio, que para salir de una crisis abisal no sólo resultaba imprescindible revertir la matriz del modelo neoliberal sino que se volvía también imperioso disputar y superar el relato que, durante décadas, había colonizado a una parte no menor de la sociedad.
De la misma manera, la decisión de recuperar YPF debe leerse como una cuestión pendiente del propio kirchnerismo, una manera extraordinariamente ejemplar de potenciar su historia hacia atrás y hacia adelante sabiendo, como lo sabe, que la década del ’90 sacudió y envileció con intensa profundidad todas las prácticas políticas del país y, en particular, al peronismo. El kirchnerismo construye su propia autocrítica a través de su insistente acción transformadora y lo hace haciéndose cargo de redefinir la política petrolera aún presente hasta el lunes 16 (aunque puesta a disposición, desde el 2003, de la política reindustrializadora que, entre otras cosas, implantó un plan de retenciones sobre la renta petrolera que contribuyó al crecimiento económico de estos años) y la continuidad, en ella, de una matriz privatizadora sobre la que ahora, y cuando las condiciones estuvieron dadas, decidió introducir una modificación sustancial. Se podrá decir que debió hacerlo antes o que fue beneficiario, cuando Kirchner gobernó Santa Cruz, de la reforma del ’90 y de la propia privatización de YPF; lo que no se podrá decir es que no se atrevió, yendo a contramano de las fuerzas hegemónicas a nivel local y global, a revertir la tendencia neoliberal en función de reinventar un proyecto de nación definido por palabras clave como recuperación del Estado, distribución de la renta, equidad social, mercado interno, reindustrialización, política de derechos humanos, democracia comunicacional, derechos sociales y civiles y emancipación latinoamericana. En el inicio de ese gesto de la voluntad se inscribe, años después, la decisión soberana de Cristina Fernández de recuperar YPF. Nada más difícil que revertir sentido común, prácticas sociales e imaginarios culturales dominantes que definen la representación hegemónica de la propia realidad. No ha sido casual el camino recorrido desde la implementación revolucionaria y sorprendente de la política de derechos humanos, eje simbólico del giro histórico impulsado por Kirchner, hasta la larga contienda que, por ahora, concluyó en la aprobación de la ley de servicios audiovisuales. En el hilo dorado que une ambas decisiones reparadoras para las mayorías populares y revulsivas para el establishment mediático-corporativo –núcleo duro de la derecha autóctona– se encuentra uno de los centros de una voluntad política capaz de escribir, con viejas y nuevas palabras, la historia del país bajo la perspectiva de una inclaudicable búsqueda de justicia e igualdad. La expropiación (¿imaginábamos que volveríamos a usar esta palabra cara a los intereses populares?, ¿era posible soñar con ella durante la maldita década del ’90, en la que fue agregada en el Index de los términos demonizados mientras un arsenal de términos mercadolátricos dominaban el habla de tantos economistas y periodistas?) del 51 por ciento de las acciones de YPF en manos de Repsol constituye uno de los desafíos más relevantes y que habilita, junto con la política de desendeudamiento y la reestatización del sistema jubilatorio, una nueva época cuyos límites parecen extenderse cada vez más. Y esto es algo que la derecha restauradora, la que siente nostalgia por “las garantías jurídicas” implementadas por la economía global de mercado y sus instituciones financiero-bancarias y traducidas en nuestro país a través, en gran parte, de la Constitución del ’94, no puede ni quiere tolerar. La recuperación de YPF va en la dirección contraria a la de esas corporaciones que disfrutaron del desguace del Estado, de las privatizaciones escandalosas de las empresas públicas y que trasladaron sus capitales productivos al “paraíso” de la especulación financiera y el endeudamiento crónico del país.
Casi treinta años de una sistemática apropiación de la riqueza de los argentinos en nombre de un quimérico progreso que se tradujo, con el correr del tiempo, en represión, desigualdad, concentración de la riqueza, desguace del Estado, extranjerización de la economía, injusticia, pobreza creciente e indigencia fueron sacudidos por la llegada inesperada de un desconocido gobernador santacruceño que, desde el primer día, no dejó de enloquecer una historia que parecía clausurada. “A partir del año 2003 –se escribe en los fundamentos–, en la República Argentina se han experimentado cambios sustantivos. En el terreno económico, se produjo una radical alteración en el patrón de crecimiento, dejando atrás el modelo neoliberal de sobreendeudamiento con exclusión social puesto en marcha en marzo de 1976 y cuya expresión más acabada puede ubicarse en los 10 años de vigencia del régimen de convertibilidad. Así, un nuevo modelo económico de crecimiento con inclusión social vino a dar por tierra con el mayor proceso de desindustrialización y deterioro económico y social experimentado por nuestro país en su historia”. Una narración contundente para explicitar lo que sucedió en el país y para entrelazar el proyecto represivo desplegado por la dictadura y ese otro modelo económico que encontró, en la primera, su brazo ejecutor implacable y que luego en democracia, cuando el impiadoso modelo de valorización financiera continuó su tarea destructiva, logró alcanzar una hegemonía que parecía insuperable allí donde había penetrado profundamente en el alma de una parte no menor de la sociedad. Del revanchismo social implementado por los esbirros de la dictadura (un revanchismo de clase que se dedicó con especial ahínco a deshacer derechos, a aniquilar organizaciones populares y a luchadores sociales) a la conquista de las conciencias durante la era menemista, ese camino recorrido bajo el imperio de la violencia y la impunidad comenzó a ser pacientemente desarticulado a partir, como destaca el texto de los fundamentos, del año 2003. La expropiación de las acciones de Repsol que se traduce en una recuperación de YPF para el patrimonio de los argentinos constituye un verdadero hito en el desmantelamiento de la matriz neoliberal. Otro relato de nuestra historia se abre camino junto con la extraordinaria significación de esa conjunción trabajosamente tejida en estos años y revitalizada el 16 de abril entre petróleo, soberanía popular, igualdad y democracia.
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