EL PAíS
› OPINION
Un voto rebelde
› Por Eduardo Aliverti
A efectos de lo que estas líneas propondrán como reflexión central, viene bien reproducir parte de las que Mario Wainfeld volcó en su columna de Página/12 el domingo 13 de este mes.
“Una nueva traza de poder asoma en el mundo y su albor coincidirá casi al milímetro con la asunción del nuevo gobierno argentino. La respuesta (emocional y racional) de una mayoría (...) aplastante de argentinos fue un recrudecimiento del antiimperialismo que venía in crescendo desde diciembre del 2001. Al mismo tiempo, se ha producido una victoria de la violencia, del capitalismo más salvaje, de todos los valores más brutales de la derecha. ¿Impactará ese escenario (...) en la decisión electoral de los argentinos? Y si impacta, ¿habrá un voto que refuerce la pasión y la inteligencia que motivaron a los argentinos en su repudio a la agresión? ¿O prevalecerá el espíritu del Viejo Vizcacha, tan argentino él como Martín Fierro, que siempre aconsejaba ponerse a la vera de los que mandan? Al candidato Vizcacha, como él viejo y decadente, pero constante en su ciencia de inclinarse hacia el poder, no le está yendo tan mal.”
Falta muy poco para saber si efectivamente la vida le sonríe al Vizcacha de La Rioja. La opción contraria es que estemos ante una operación de manejo psicológico de masas o frente a una pésima lectura de las encuestas, que para el caso es lo mismo porque lo concreto es un Menem instalado como candidato con posibilidades ciertas. Y también es verdad que una mayoría cree que ganará. Quizá porque los argentinos nos conocemos demasiado, y admitimos entonces que el vizcachismo nos genera repulsión y atracción al mismo tiempo. Es por ahí, y sólo por ejemplo, donde cerrarían el profundo desprecio hacia los norteamericanos, y el respaldo popular a la decisión de abstenerse en el voto contra Cuba, con la preferencia por Menem hasta límites que lo unjan como vencedor. Esta es una sociedad histórica y profundamente contradictoria, pero de ahí a que a la par de un rechazo masivo hacia Estados Unidos pueda ganar Menem media la misma distancia que entre la neurosis y la psicopatía. A menos que se trate de querer jugar con Dios y con el Diablo, aspirando a sacar lo que más conviene de cada uno en la presunción de que es factible ser más vivo que los dos.
¿Por qué darle a Menem un carácter no central pero sí primario en el análisis previo a los comicios? Las otras figuras con chances dejan flancos de contradicciones igualmente enormes. En Kirchner su andar santacruceño es inverso al progresismo que predica; se presenta como renovador y estableció sociedad con el aparato duhaldista, y encima tiene el apoyo de apenas una parte del PJ. Rodríguez Saá, al margen de sus propuestas estrambóticas y del reinado de corrupción que fueron sus gobiernos puntanos, no pudo sostenerse al frente del país por más de una semana. López Murphy, que ahora se alejó de la verba ultraliberal para bajar una línea “productivista”, tiene un pasado que lo ubica tan a la derecha como Menem (además de ser otro que duró un puñado de días al frente de Economía, porque lo echó a patadas una movilización popular con cabeza en la comunidad universitaria). Y Carrió: una persona decente con rasgos demasiado evidentes de autoritarismo, aunque antes que eso una estructura partidaria inexistente. En síntesis, tomados individualmente o en su conjunto, los candidatos y fuerzas con aspiraciones de triunfo ofrecen por donde se los mire una perspectiva de inestabilidad enorme. Algo menos que Menem, quien partiría a la sociedad en dos desatando un nivel de conflictividad y represión incluso desconocido en períodos democráticos. No hay nada más gracioso, por usar un término rápido, que escuchar hablar de Menem como sinónimo de “gobernabilidad”. A más de su ancianidad decrépita, indisimulable en cada aparición pública, la repulsa que despierta en los sectores sociales más dinámicos lo convierte en el tipo más peligroso de todos cuantos se presentan. De cualquier otro que gane es esperable, aunque más no sea, un breve lapso de expectativa ycalma tensa. Pero ante un Menem ganador no cabe aguardar otra cosa que un grueso social en pie de guerra, desde el mismo día de su asunción.
¿Por qué, entonces, empezar por Menem? Porque marca una frontera, más allá de la cual este país demostraría que, por largo tiempo, no tendrá retorno de su decadencia. No es que sea o exprese más misticismo que Carrió, más derechismo que López Murphy, más caudillaje que Kirchner o más exotismo que Rodríguez Saá. En política, los símbolos tienen un valor superlativo. Y el menemismo es el símbolo máximo e insuperable del colapso argentino. Todas las desgracias de nuestros últimos doce años, bien que incluyendo la pavorosa impavidez del gobierno de la Alianza y la inmovilidad duhaldista, son asociables a Menem. La falta de trabajo, la economía en negro, el remate a precio vil de las empresas del Estado, la juerga financiera, la corrupción, los índices de pobreza e indigencia, el indulto a los genocidas. Cada una de esas lacras lleva el sello de Menem. Y si esta sociedad es capaz de votarlo otra vez ejercerá algo mucho más terrible que la desmemoria. Se tratará de que un conjunto de esta generación de argentinos se merece lo que le pasa y lo que le va a pasar, sin lugar para reclamo alguno. El resto de los candidatos con probabilidades de triunfo –entre otras cosas porque son las figuras que acceden a los medios– deja algún resquicio no para justificar sino para entender que se los vote. Kirchner vive lejos de donde atiende Dios, se lo conoce poco, maneja un par de conceptos elementales frente a los que es imposible estar en desacuerdo y muchos lo interpretan como la desagradable pero única alternativa para evitar a Menem. Rodríguez Saá viene a ser la versión 2003 del Menem ‘89, y como tal trabaja una inflamada retórica nacionalista que desde ese lugar se opone al cuadro de valores de la derecha; es una trampa, naturalmente, pero quien lo vote podrá aducir que no lo hizo para dejar las cosas como están. Y de Carrió puede argüirse que recogerá sufragios de lástima o de descarte, pero no de mala leche. Se repite: todo injustificable pero muy esforzadamente comprensible. En el caso del menemismo, en cambio, ¿qué diablos podría comprenderse que no sea una crónica vocación de suicidarse? Porque votar por Menem no es solamente contribuir a un terremoto social e institucional. Es hacerlo conscientemente por la represión de los de abajo, porque no quede libre de corrupción una sola oficina pública, por ser un títere del Imperio. Votar por Menem es votar a sabiendas por la adulteración de la leche, por María Julia, por el contrabando de armas, por la Corte Suprema, por los gordos del sindicalismo. El voto por Menem no será el voto de un indiferente, ni el de un descartador, ni el de un gil, ni el de un desesperanzado. Será el voto de un inmoral.
Es por eso que se dirige hacia el menemismo el análisis neonato de estas elecciones. Porque el No a Menem es el piso para que esta sociedad (se) demuestre que puede ser digna de otra cosa. El intermedio sería que, además, el piso no se eleve desde “opciones” que a la corta o a la larga derivarán en derechas conocidas, ya limpias de maquillaje. Y alguna probabilidad de tocar techo estaría dada porque un número contundente de argentinos resuelva votar en consonancia con el hartazgo que saben manifestar en la calle, aunque inorgánicamente. Porque cuando uno está verdaderamente harto no vota por quienes vienen gobernándolo desde toda la vida. Intenta alguna rebeldía. Cualquiera. Pequeña, perdedora, insignificante. Lo que sea, que no sea seguir siendo cómplice pasivo.