EL PAíS
› OPINION
El mal mayor
› Por Miguel Bonasso
La frustración generalizada ante el inminente proceso electoral suele resumirse en dos lugares comunes: “son todos iguales” o “una vez más tenemos que resignarnos al mal menor”. La primera afirmación, que en su versión más radical conduce al voto-bronca o la abstención, contiene una verdad parcial y a la vez un peligroso error conceptual: es cierto que la corporación política logró burlar la consigna del “que se vayan todos” para imponer su propia agenda y, en cierta medida, relegitimarse con los comicios, pero eso no significa que todos sean iguales, ni vayan a gobernar del mismo modo. Se podrá argumentar con razón que ninguno de los cinco candidatos con más posibilidades se plantea una reforma en profundidad del statu quo económico y social, a lo sumo las reparaciones imprescindibles para que el carricoche desvencijado del capitalismo neocolonial argentino siga a los tumbos. Pero hay un aspecto diferencial que puede tornar abismales lo que aparentan ser matices: la actitud que se asuma desde el Estado frente al conflicto social.
Una aclaración que no sería necesaria en un país menos suspicaz que la Argentina: la verdadera alternativa no está presente en estas elecciones. El movimiento de liberación nacional y social que hubiera podido construirse a partir de la eclosión ciudadana del 20 de diciembre del 2001 sigue siendo una asignatura pendiente. Por sectarismos varios, por mezquindades diversas, por una desconfianza de todos contra todos, por una cultura de la aparateada y el manijeo, ni la izquierda ni las expresiones más combativas de la línea “nacional y popular”, han logrado unificar a los sectores más golpeados por la crisis en un nuevo bloque social y político que sustituya al modelo de exclusión con un programa audaz, creativo, de redistribución del ingreso y regeneración del mercado interno. En los largos meses que van desde el “porteñazo” hasta las elecciones de este domingo, no se pudo conformar siquiera una tibia coalición de centroizquierda, que reuniera –entre otros actores– a los partidarios de Elisa Carrió y a los de Néstor Kirchner. Nadie alcanzó a imaginar una suerte de pacto de la Moncloa que sirviera para cerrarle el camino al protofascismo del ex presidiario Carlos Menem o a la derecha Neandertal de Ricardo López Murphy. Tal vez porque nadie pensaba, meses atrás, que Menem y López Murphy pudieran llegar a disputar la presidencia en el ballottage, como lo vienen propagando en los últimos días (de buena o mala fe) algunos encuestadores y ciertos medios cuyo poder es inversamente proporcional a sus cualidades morales. Verdadero o inflado, el peligro que representa una derecha clasista y racista como la de este país no puede ser ignorado. Para muestra sobran botones, empezando por los que reprimieron salvajemente en el Padelai y Brukman a vista y paciencia de un jefe de Gobierno que se proclama progresista y del presidente interino Eduardo Duhalde.
Si estas elecciones nos infligieran ese escenario de terror, cabría asegurar que al país le esperan horas de luto y sangre. Si la lumpenburguesía despiadada que viene saqueando este país desde la tablita de José Alfredo Martínez de Hoz y fuera repudiada en las calles, resultara legitimada por las urnas, la lucha social quedaría automáticamente criminalizada y se abrirían las puertas para que el ejército salga a la calle a matar “delincuentes”. Es decir, piqueteros, cartoneros, trabajadores en defensa de las empresas recuperadas. Queda para otra ocasión analizar si los autoritarios tendrían éxito en el genocidio, como lo tuvieron contra las organizaciones guerrilleras en los setenta, porque esta vez deberían emprender un exterminio malthusiano contra nueve millones de indigentes, pero nadie en su sano juicio puede apostar a priori que semejante “agudización de las contradicciones” podría favorecer un hipotético asalto al Palacio de Invierno. Ningún argentino sensato puede jugar a suerte y verdad con la vida de miles de trabajadores ydesocupados. Es imprescindible que eso no ocurra. Entre otras cosas, para que la Nación no se retrase durante otras tres décadas.
A quienes repiten con razón que están hartos de votar “el mal menor” cabría recordarles que hay un “mal mayor”, infinitamente más dañino. Sobran los ejemplos nacionales y extranjeros. En 1933, Adolfo Hitler ganó las elecciones porque el Partido Comunista de Ernst Thaelman se negó a formar una coalición con la socialdemocracia a la que calificaban de “social-fascismo”. La inflexibilidad de Thaelman, que acabó asesinado por los fascistas de verdad, favoreció el “ascenso irresistible” del nazismo que le depararía al mundo la Segunda Guerra, el Holocausto y decenas de millones de muertos en los campos de batalla y en los de exterminio masivo. Salvando las gigantescas distancias –ni Argentina es la Alemania del ‘30, ni Menem es el Fhürer, gracias a Dios– cabe una prospección de las gravísimas consecuencias que tendría para el país y para América latina, el ascenso de una derecha represiva y proimperialista que, amparada en los rituales de la democracia representativa como lo estuvo Fujimori, “ordenara” el país a sangre y fuego y le asegurase a Washington el control social imprescindible para redondear la entrega del patrimonio nacional iniciada en la década menemista y continuada en los dos años de Fernando de la Rúa. Ahora vendrían por las tierras, por el agua, por la presencia militar permanente en el territorio nacional, por el desmembramiento de la República en bloques regionales potencialmente secesionistas como podría ser la Patagonia. Ingresaríamos con la cabeza gacha al ALCA y decretaríamos la defunción del Mercosur. Perderíamos la coyuntura histórica, única, de conformar un gran bloque sudamericano, que incluya a Venezuela y los países andinos. Para los pobres se cerrarían todas las posibilidades de reingresar al mercado. Habría una amalgama de comedores colectivos para los que hagan buena letra y fuego a discreción para los “delincuentes”. La sociedad se partiría en dos bloques irreconciliables; asomaría el fantasma de la guerra civil.
Y aunque no se llegara a tanto en el enfrentamiento social, la presencia exclusiva de semejantes personajes en el ballottage, representaría una derrota política y aun cultural de vastas proporciones para el conjunto de la sociedad. El reinicio de un período tan negro como el de la dictadura militar bajo otras formas. La pérdida de años decisivos para lo que queda de la Nación y para toda América del Sur, que necesita el concurso estratégico de la Argentina, para conformar un nuevo bloque de poder regional que pueda sentarse con mayores posibilidades de éxito a negociar con Europa, Japón, China y los propios Estados Unidos.
Ese es el peligro del “mal mayor” que puede instalarse como una lápida sobre nuestra sociedad si el purismo o la ceguera política negaran en las urnas la alternativa del “mal menor”. Que nos vemos forzados a elegir, una vez más, por nuestra manifiesta incapacidad para construir la verdadera alternativa que se insinuó en las calles de Buenos Aires el 20 de diciembre. Hoy, ese “mal menor” tiene nombre propio.
Un dirigente social muy astuto le comentaba a este articulista días atrás: “Si la segunda vuelta es entre Menem y Kirchner yo lo voto a Kirchner. Porque pienso que él puede ser un presidente de transición, lo que fue para Brasil Fernando Henrique Cardoso. El puente hacia Lula”.
Puede que tenga razón o no, pero las últimas encuestas, con la emergencia de López Murphy, ya le hicieron cambiar la secuencia de la opción.