Sáb 26.04.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Oportunidad

› Por J. M. Pasquini Durán

De las últimas veinte elecciones presidenciales en países de América latina, catorce se decidieron mediante segunda vuelta. Aquí, después de quince comicios durante el siglo XX (1916-1999), ésta es la primera vez que los pronósticos no tienen un ganador identificado y el ballottage se anuncia como indispensable. Salvo que, en alguna de esas instancias, la diferencia de votos, más que nada entre el segundo y tercer puesto, sea tan mínima que alguno decida apelar a los tribunales para el veredicto final, como hizo George W. Bush para llegar a la Casa Blanca, en cuyo caso también el calendario se volverá impredecible. Aunque sólo fuera necesaria la segunda ronda, los datos preliminares indican que estos comicios son más parte del problema que de la solución al colapso político-institucional que ocurrió entre los comicios legislativos de octubre de 2001, en los que el 40 por ciento de los empadronados invalidó el voto de alguna manera, y los cacelorazos callejeros en diciembre de ese mismo año.
De ahí que el cuadro institucional resultante pueda preverse inestable y débil, con un Poder Ejecutivo sin la autoridad o la convocatoria suficientes para afrontar el número y la densidad de los problemas nacionales más acuciantes. De todos modos, como en los próximos meses sucederán renovaciones de gobernadores y legislativos, recién a fin de año el paisaje estará completo y coagularán las tendencias predominantes. Con un abanico tan abierto de competencias electorales, además de los asuntos pendientes, el nuevo gabinete nacional estará condicionado por la búsqueda de la hegemonía propia y por las típicas maniobras de los cazadores de votos. Para tener una idea de las presiones que deberá soportar, alcanza con saber que a partir del lunes próximo se instalará en Buenos Aires una delegación permanente del Fondo Monetario Internacional (FMI) con el obvio propósito de apropiarse de la voluntad gubernamental.
Los que se preguntan por el destino de la broncas populares que, en este siglo, licuó en dos años el soporte mayoritario que instaló a la Alianza en el gobierno y luego provocó la sucesión vertiginosa de cinco presidentes, deberían tener en cuenta que nunca antes hubo semejante fragmentación de votos como en esta ocasión, expresión latente de la insatisfecha disconformidad pública. En el curso del año transcurrido hubo más de un signo indicativo de la creciente confluencia entre el movimiento social y la todavía embrionaria, confusa y trabajosa formación de inéditos movimientos políticos, que bien podrían corporizar en plazos razonables las opciones distintas que la ciudadanía, o una parte de ella, está demandando.
Si bien el tradicional bipartidismo, peronistas y radicales, aportó los candidatos que ocupan los primeros lugares en las encuestas, cinco sobre un total de diecinueve aspirantes anotados, las divergencias internas abrieron brechas que, en ciertos casos, son irreparables. Tanto es así que el peronismo tuvo que trasladar la puja interna a la elección general y la Unión Cívica Radical (UCR) es la sombra en el espejo del partido centenario que se alzó con el triunfo en el debut de la democracia refundada hace veinte años. Aun así, quedan dilemas abiertos, plagados de contradicciones y paradojas, sobre los posibles pronunciamientos de las urnas. Uno de ellos tiene que ver con las razones para que en plena decadencia nacional sean algunos de los responsables por esa situación los que figuren al tope de las encuestas previas sobre intención de voto.
Si el escrutinio confirma mañana esos presagios, tampoco es un misterio tan inexpugnable como puede parecer a primera vista. Ante todo, está probado que en circunstancias críticas hay una fuerte inclinación en las sociedades a buscar refugio en los núcleos conservadores, aun en contra de toda evidencia. Luego, hay que tener presente el impacto negativo del fracaso de la Alianza, sobre todo de uno de sus integrantes jóvenes, elFrepaso, en todos los que creyeron, después de sufrir el terrorismo de Estado de la dictadura y las desilusiones de la administración alfonsinista, que habían encontrado una vía de escape a los arcaicos aparatos partidarios, y recibieron una frustración que hasta hoy es difícil de mensurar. Con ella, se quebraron liderazgos en maduración y desactivaron muchos ímpetus renovadores. Por otra parte, la remoción de un sistema partidario requiere numerosos esfuerzos adicionales a la agitación callejera y el tiempo suficiente para reponer en la mayoría social la decisión de abrir camino en terrenos inexplorados. Por fin, y sin agotar el examen requerido, el denominado bloque progresista, las izquierdas en particular, adeudan una revisión profunda de sus percepciones de la realidad.
A pesar de todo, la cultura política nacional continúa afirmando la intención de sostener la democracia como sistema de convivencia en libertad y de hacerla efectiva, más allá de sus formalidades rituales, con las luchas a favor de la justicia social y de los derechos económico-sociales. El sentimiento democrático le fue ajeno a esta sociedad durante la mayor parte del siglo pasado, por lo que no es un rasgo intrascendente que hoy no figure en ningún análisis público la posibilidad en cierne de un golpe de Estado que sustituya de un manotazo las desacreditadas instituciones civiles por la voluntad de algún militar aventurero. Hay que lamentar, en cambio, que el registro ciudadano aún no contabilice la relación de los asuntos mundiales con el destino nacional, en un grado tal que para los candidatos no sea suficiente con prescindir del tema en sus discursos y proclamas.
Está comprobado que la mayoría civil condenó la invasión norteamericana a Irak y The New York Times, en reciente despacho de su corresponsal Larry Rother, dejaba constancia de que ese ataque “desató un fuerte sentimiento antiestadounidense en toda Latinoamérica”, en especial contra George W. Bush. El artículo cita al columnista brasileño Luis Fernando Verissimo: “Nada de esto estaría sucediendo si no le hubieran robado a Al Gore los votos de la elección de Florida con la ayuda de la mayoría conservadora de la Corte Suprema”. También ejemplifica la reacción latinoamericana con la decisión argentina de abstenerse en la votación de Naciones Unidas sobre el tema de los derechos humanos en Cuba. Y dice también “que el rebrote complicará a los Estados Unidos el cumplimiento de una serie de objetivos políticos en la región, entre ellos, la creación de una zona de libre comercio” (ALCA). Objetivos de este monto deberían pesar en la inminente elección presidencial en un nivel similar al temario nacional especifico, puesto que no hay dudas de que la integridad de esas relaciones influirá de un modo u otro en la capacidad del país para forjarse su propio destino, sin vasallajes ni alineaciones automáticas.
Un número indeterminado de ciudadanos, al parecer muy inferior al de octubre de 2001, no encuentra entre los diecinueve candidatos ninguno que merezca su voto positivo. Es un derecho legítimo, por supuesto, y nadie tiene la obligación de someterse a la lógica del llamado voto “útil”, que suele resultar una fuente de próximos desencantos. Sería deseable que cada uno, en paz con su conciencia, tuviera la oportunidad de encontrar una fórmula cercana a su pensamiento o convicciones, revalorizando inclusive a las minorías por lo que ellas significan en lugar de sentirse atropellado, si ése es el caso, por las presiones de los más votados. No hay que olvidar la experiencia francesa, cuando en el ballottage quedaron enfrentados el conservador Chirac y el nazi Le Pen, porque en ese momento hasta los grupos más radicalizados y los indiferentes tuvieron que elegir por el mal menor. Por todas las razones enumeradas y otras que escapan a este análisis, las elecciones de mañana serán un episodio importante pero no definitivo en un proceso que no termina ni empieza con sus resultados.Queda un largo trecho por recorrer hasta disipar las incertidumbres que hoy más pesan sobre el futuro colectivo.

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