Dom 05.08.2012

EL PAíS  › OPINION

Conflictos y democracia

› Por Edgardo Mocca

A través de un post breve, conciso y profundo publicado en el blog Artepolítica, Nicolás Tereschuk se interroga sobre el conflicto: cuánto conflicto es necesario, cuál es el límite que separa la conflictividad que hace falta para volcar la balanza de fuerzas a favor de un proceso transformador, de aquella que deja a su promotor en el lugar de una “minoría intensa”, a la que se pueda aislar del grueso de la opinión popular, siempre demandante de una dosis considerable de rutina en los asuntos públicos.

La cuestión admite múltiples perspectivas de abordaje. Tal vez, como casi siempre que se abordan cuestiones centrales de la filosofía política, convenga remitirse a Maquiavelo. Dice el florentino en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio: “Los que condenan los tumultos entre los nobles y la plebe atacan lo que fue la causa principal de la libertad de Roma... En toda república hay dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos”. Notable exaltación del conflicto en la pluma de quien se planteó la unidad estatal italiana como tarea político-intelectual excluyente.

Pero la cuestión del conflicto va y viene; está siempre atravesada por las contingencias históricas y concretas de cada comunidad política. Europa, después de la destrucción masiva en dos guerras y de la experiencia de los regímenes criminales del fascismo y el nacional-socialismo, experimentó la fuerte necesidad de paz interior y, en ese contexto, proliferaron las perspectivas consensualistas y la demanda de la atenuación de los conflictos. Gran parte de la ingeniería institucional y de la reflexión filosófico-política estuvieron signadas por esa demanda. Alguna analogía puede trazarse entre esa experiencia y la de las sangrientas dictaduras militares en el Cono Sur en la década del setenta: después de la recuperación democrática, la conflictividad social fue mayoritariamente asociada a la amenaza de la “ingobernabilidad”, término que en su origen nombraba a complejos problemas de legitimación del capitalismo democrático y en el léxico criollo de los ochenta terminó llanamente asociado a los clásicos procesos de quiebra de la democracia.

En nuestros países, es notable cómo uno de los registros sobresalientes de esa apelación a la “responsabilidad” en la contención del conflicto sociopolítico provino de voces que venían de la izquierda, aun de sus versiones más radicalizadas en la década anterior. Coincidieron dramáticamente en los albores de nuestra redemocratización, las huellas profundas de la derrota política de los setenta –la barbarie del terrorismo de Estado incluida– con el visible deterioro de los regímenes del “socialismo real” que acabaría implosionando pocos años después. Era algo así como si al temor a la derrota de las utopías revolucionarias se sumara algo peor: el temor a su éxito, que la historia nos mostraba como el reino más perfecto del autoritarismo burocrático.

Un testimonio altamente calificado de ese proceso de las izquierdas puede encontrarse en el libro Secretos de la Concertación, recientemente publicado por el ex senador chileno Carlos Ominami. Todo el volumen está atravesado por lo que el autor llama la perspectiva del “sobreviviente”, él mismo que en los tiempos del gobierno de la Unidad Popular militaba en la izquierda más radicalizada y crítica de la experiencia del “socialismo en democracia” que encabezó Salvador Allende. Habla de la culpa y los temores de quien logra eludir la amenaza cierta y concreta de la muerte. Dice Ominami: “Reconozcámoslo, el miedo al conflicto restringe de manera severa el espacio de la libertad... ¿Cuántas veces se me enrostró, frente a la defensa de un punto de vista, que por mi intransigencia iba a pasar esto o aquello? ¿Que cómo yo, con mi historia, no me daba cuenta de los riesgos que corría, de los males que podía acarrear? Frente a esas presiones, las convicciones tambalean”.

Claro que, como lo ilustra el propio trabajo de Ominami, los procesos de autorreflexión de las comunidades políticas no son lineales, ni mucho menos neutrales. Los años de la recuperación democrática en el Cono Sur son, al mismo tiempo, el período en el que se concreta la hegemonía mundial del capitalismo financiarizado, que vino a reemplazar al “estado de bienestar” como fórmula de compromiso entre la acumulación del capital y la vigencia de los derechos sociales, con el Estado democrático como garante, por un nuevo paradigma de desarrollo: los mercados “autorregulados”, las fronteras estatales diluidas y los derechos sociales reconvertidos en estrategias individuales de salvación frente al avance incontenible del capital. La difusión generalizada y abrumadora de ese nuevo mundo feliz necesitaba colocar al conflicto –y muy particularmente al conflicto de clase– en el lugar del museo arqueológico, en el sitio simbólico de quienes vivían anclados en el pasado (en el ’45, en el caso de los argentinos).

Los partidos políticos –en el país, la región y el mundo– no pueden explicar su actual pobreza ideológica y la brecha de representatividad que los separa del pueblo por una simple acumulación de errores dirigenciales. Es el vaciamiento de la arena del conflicto lo que los puso en ese lugar. Es la obsesión por el “consenso” deliberadamente reinterpretado como resignación ante el establishment; la falsa idea de que la política es un espacio puramente “deliberativo” en el que está ausente la dimensión del poder. (¡Una política depurada del poder!) La democracia reducida a un sistema de derechos individuales, derechos que flotan en el aire de las buenas conciencias y no en las relaciones de fuerza que los habilitan o los frustran. Una “ética de la responsabilidad” que termina consistiendo redondamente en “no hacer olas” para no convocar a los fantasmas del enfrentamiento.

También nuestra democracia, como la Roma evocada por Maquiavelo, creció en el conflicto. Sus mejores momentos en estas casi tres décadas están asociados a conflictos: desde el juicio a las Juntas hasta el actual proceso de transformaciones signado por la recuperación de autonomía frente a las corporaciones, pasando por la derrota política de los militares insubordinados contra el régimen constitucional. La gran pregunta sobre el conflicto no es la que duda de su carácter políticamente necesario sino, justamente, la que atañe a la capacidad de “cercarlos” democráticamente, de desplegarlos sin que pongan en riesgo la estabilidad democrática. Hemos aprendido que los programas de transformación y los diseños de improbables sociedades futuras no son nada sin el poder que pueda, no hacerlos realidad, lo que es materialmente imposible, sino sostenerlos como banderas y fuentes inspiradoras de un determinado rumbo político.

Ese es el quantum del conflicto necesario. Y no es descifrable por ninguna prescripción con pretensiones científicas. Para volver a Maquiavelo, no es la virtud del político la que está en juego sino la virtù. Es decir, no se trata de la buena educación, los buenos modales y la simpatía. Se trata de esa aptitud intransferible para captar la naturaleza de la situación y actuar sobre ella: una aptitud que deviene virtuosa cuando la acción que en ella se inspira contribuye al fortalecimiento del espacio político como ámbito de libertad. Esa virtù es tan incompatible con la adaptación temerosa al statu quo como, trayendo una vez más a Tereschuk, con la escandalización artificial del sentido común de las clases medias. La conflictividad no es un juego de chicos; tiene sentido si sirve a una estrategia transformadora. Y tal estrategia necesita actuar sistemáticamente sobre las correlaciones de fuerza, ganar amigos, neutralizar adversarios, aislar enemigos.

Lo más interesante del actual proceso político –y puede pensarse que no es una exclusividad suya– es que con los avances los conflictos no se detienen ni se simplifican; por el contrario, se hacen más tensos y más complejos. No es tan extraño como parece: para darle legitimidad a políticas de reparación, redistribución y cambios estructurales hay que enarbolar una promesa, un “relato”. Y ese relato es la clave tanto de la transformación como de sus problemas. Porque a cada paso, la coherencia del relato se hace más compleja: por qué recuperar YPF pero no gravar la renta financiera, por qué aplicar retenciones a las exportaciones agrarias y no hacer una profunda reforma impositiva de carácter progresivo, por qué recuperar el Banco Central para el estado democrático y no avanzar en la plena reestructuración de la actividad de las entidades financieras. Son porqués de la política y no de las almas bellas que observan. Y como son de la política se subordinan a la pregunta sobre el cómo: cómo hacer para mantener y reproducir el poder político que fue necesario para llegar hasta acá y será más necesario todavía para responder a esos porqués y a otros que, con todo derecho, puedan formularse.

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