EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Rinesi *
Es conocido el apoyo que el pueblo y los gobiernos del Perú han dado siempre al reclamo argentino de soberanía sobre las Islas Malvinas. Por eso fue muy grata la chance que tuvimos días pasados de conversar sobre el asunto, en la Feria del Libro de Lima, con el embajador argentino en ese país, Darío Ale-ssandro, y con Alberto Adrianzén, viejo militante de la izquierda peruana, experto en política internacional. Desde ya, hablar sobre Malvinas en una Feria del Libro invita a hablar sobre los libros que se han ocupado del tema a lo largo de los años. Hacerlo además en este año exige pensar el modo en que el trigésimo aniversario de la guerra del ’82 ha obrado sobre nuestra forma de pensar esta cuestión, que es espinosa. Porque, después del ’82, casi no podemos decir “Malvinas” sin pensar en la guerra de Malvinas. Como sugiere Julieta Vitullo en su libro Islas imaginadas, decimos “Malvinas” para (no) decir “la guerra”.
Y sin embargo, como advierte la propia Vitullo en la estela de un libro de Rosana Guber, no deja de haber una pérdida en esa reducción de todos los sentidos de la voz “Malvinas” al valor único de designar la guerra que, como no nos atrevemos a nombrar, llamamos con el nombre del lugar donde se disputó. Porque lo cierto es que esa voz tiene también otros significados en la historia de nuestro país y de nuestra región: designa (designaba, antes de la guerra, y no tiene por qué dejar de designar) un problema de nuestra vida política, cultural y diplomática que tiene una historia que no puede reducirse al suceso de la guerra. Querría sugerir que algunos libros de reciente aparición entre nosotros nos permiten volver a recuperar la densidad de lo que podemos llamar “la cuestión” de las Malvinas.
El libro de Vitullo discute las formas de tratamiento de la guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos a partir de la tesis fuerte de que habría una continuidad inexorable entre la idea de que la soberanía argentina sobre las Malvinas es una causa justa y la tentación de pensar la guerra de Malvinas como una gesta. La pregnancia, en vastos sectores de la cultura argentina, de un Gran Relato Nacional reivindicativo y justiciero impediría criticar de modo consistente el crimen de una guerra a cuyos conductores, que eran los responsables de la dictadura más atroz que haya padecido el pueblo cuyos derechos soberanos esos mismos adalides decían defender, nadie debería haber podido confundir con los portadores, siquiera fortuitos, de una causa justa.
El argumento de Vitullo retoma así el que en su hora defendió León Rozitchner, que negaba que pudiera pensarse la guerra de Malvinas como una guerra justa y popular librada por un gobierno injusto y antipopular. De un régimen malo no podía salir nada bueno, y la “guerra limpia” de Malvinas era la otra cara de la “guerra sucia” que ese mismo régimen había librado contra la mayoría de una sociedad que sólo por un fatal error pudo apoyarlo en su aventura. Esa tesis de Rozitchner marcó los términos de un debate crucial en la cultura argentina de las tres últimas décadas, en las que a la amplia condena del proceder terrorista de los dictadores no ha seguido un consenso similar en el rechazo de la guerra externa que esos mismos dictadores promovieron. “Malvinas”, dice Vitullo, es por eso el objeto de un sentimiento dual y un malestar perdurable.
En ese marco pueden valorarse algunos de los libros aparecidos este año sobre el tema. Dos de ellos, de tipo periodístico, contribuyen a desmontar la idea (ya minada por la labor de la Justicia ante numerosas denuncias de violaciones a los derechos humanos de los soldados argentinos en las islas) de que pueda postularse un quiebre entre la naturaleza de la dictadura que nos gobernó entre 1976 y 1983, y la de la guerra que esa dictadura libró contra Inglaterra. Uno, Lágrimas de hielo, de Natasha Niebieskikwiat, producto de una esmerada indagación sobre las torturas y violencias sufridas por los soldados argentinos en la guerra, permite entender hasta qué punto las prácticas desplegadas contra ellos por sus superiores fueron la nítida continuación de las que signaron el funcionamiento de los dispositivos del Estado terrorista en el continente.
El otro, Los rabinos de Malvinas, de Hernán Dobry, recrea un episodio poco conocido de la guerra: las desventuras de un puñado de rabinos que viajó al sur para asistir a los soldados judíos. El estudio de los padecimientos de estos últimos lleva a Dobry a conclusiones que confirman la tesis de una continuidad de las prácticas represivas de los militares en las prisiones de todo el país y en los campamentos de las islas. El plus de desprecio y de maltrato sufrido por los detenidos judíos en las oscuras mazmorras del Proceso (sobre lo cual existe una amplia bibliografía, a la cabeza de la cual puede situarse el temprano testimonio de Jacobo Timerman, Preso sin nombre, celda sin número) tenía su perfecta correspondencia en el plus de agravios que sufrieron los soldados judíos en las islas.
¿Cómo hablar, entonces, de la guerra? Vitullo estudia las obras de ficción que abordaron el asunto munida de una tesis fuerte: la de que, a partir de la temprana y “fundacional” Los Pichiciegos, la épica queda relegada como forma de narrar la guerra, porque queda impugnada la premisa misma de un tipo de relato: la idea de algo así como un sujeto nacional, que la novela de Fogwill reemplaza por un caos de voces y de pertenencias. Vitullo se apoya aquí en Bajtin: si la épica exige la distancia y habla de un pasado remoto y acabado, la novela se sitúa en el nivel de la mezcla de cosas que es el mundo, que no puede dar mucho más que risa. El tono de la mejor ficción sobre Malvinas (de Los Pichiciegos a Las islas de Gamerro) es, dice Vitullo, ése: el de la risa. El de la parodia y la farsa. El de la burla, escrita de mil modos distintos, de la tesis de la causa justa.
Pero, entonces, ¿debemos aceptar el fatal error de la tesis de la causa justa? ¿Debemos aceptar que porque no pueda decirse que la guerra de Malvinas fue una causa noble en manos infames nada haya de legítimo en el viejo reclamo nacional sobre unas islas que forman parte, desde mucho antes de 1982, de nuestra historia política, diplomática e imaginativa? ¿Hay que suponer a todos los textos que alguna vez pensaron la cuestión átomos de una misma argamasa nacionalista de la que convendría desasirse cuanto antes? ¿Hace justicia esta exigencia al espíritu pacifista que animó a muchas de las intervenciones que se realizaron en torno a esta cuestión de las Malvinas y a la discusión acerca de la soberanía sobre ellas? ¿Será verdad que –como se ha dicho últimamente– la mera enunciación de este tema de la soberanía sólo puede constituir una agitación patriotera que deberíamos evitar a toda costa?
Yo creo que no, y a esa conclusión me llevan otros dos libros aparecidos este año, que nos permiten volver a oír los tonos con los que se habló de las Malvinas en el pasado, mucho antes de la guerra, y preguntarnos si es posible volver a hablar de ellas, en el futuro, no, claro, como si nada hubiera sucedido, pero sí como si no aceptáramos que lo que sucedió –que puede y debe ser motivo de reflexión política, histórica, literaria y judicial– nos impida volver a pensar las cosas de otro modo. Son dos reediciones: la del alegato de Alfredo Palacios a favor de la soberanía argentina sobre las Malvinas en 1934, encarada por la Secretaría de Relaciones Parlamentarias de la Jefatura del Gabinete de Ministros de la Nación, y la del libro de Paul Groussac Las Islas Malvinas. Nueva exposición de un viejo litigio, hecha en Francia, y en francés, por iniciativa de nuestra Biblioteca Nacional.
El discurso de Palacios en el Senado constituye, en efecto, una pieza mayor del gran pensamiento antiimperialista argentino, una fina reflexión sobre el colonialismo británico y un argumento que habría que poner junto a ese otro gran texto que es el discurso sobre la cuestión de las carnes del también senador Lisandro de la Torre, del mismo año. Son dos grandes documentos de la vida política argentina de esos días, en los que se anticipan varios de los tópicos que años después coagularían, en un formato más académico, en las teorías del imperialismo y de la dependencia. El discurso de Palacios, que desde ya no tiene una pizca de vocación guerrera, termina alentando la edición en castellano –pronto acometida– de la defensa que Paul Groussac había escrito en 1910, en su lengua materna, de la tesis de la soberanía argentina sobre las Malvinas.
Pero recién ahora circula por el viejo mundo, en su lengua original, este texto elegante y sutil, que revela un celoso manejo de los documentos con los que labora, un modo muy agudo de pensar esos escritos en relación con los marcos políticos, ideológicos y míticos en los que fueron producidos, y un rigor argumental apabullante. Groussac se pregunta sobre qué bases podían las potencias coloniales reclamar, en la época de sus disputas por sus territorios de ultramar, su derecho sobre las Malvinas. Una era el descubrimiento, que atribuye a Holanda; otra, la ocupación, que imputa a Francia; la tercera, los pactos internacionales, que asistían a España, de la que Argentina –dice– hereda su derecho, ultrajado en 1833 por la violenta invasión, por Inglaterra, de unas islas que nunca le habían pertenecido.
Contra esa afrenta se levanta el argumento de Groussac, que es impecable y justo. Esa justicia es parte de la cuestión Malvinas, de lo que “Malvinas” quiso decir durante mucho tiempo, y de lo que tiene que poder volver a decir, en la vida política, literaria y diplomática argentina. Hoy, “Malvinas” es el nombre de un conjunto de crímenes que están siendo juzgados y de una herida que la literatura argentina viene procesando de diversos modos. (Por cierto, dos novelas de uno de los escritores argentinos presentes en la Feria de Lima, Dos veces junio y Ciencias morales, de Martín Kohan, son momentos muy altos de esta reflexión.) La literatura y la justicia están, digamos, “haciendo su trabajo” sobre las Malvinas, y no es seguro que ese trabajo vaya a terminar alguna vez.
Pero sí es posible que en la medida en que ese trabajo avance podamos volver a oír, junto a las cosas dolorosas que hoy oímos cuando oímos “Malvinas”, y mediadas por la experiencia cruel que hoy nombra esa palabra y por el trabajo que la sociedad argentina viene haciendo en torno a ella, algunas de las otras cosas que esta palabra dijo alguna vez, y que debe volver a decir a la conciencia pública, crítica y democrática de nuestro país y de nuestra región. Me pregunto qué querrá decir “Malvinas” a los argentinos y a los latinoamericanos de la próxima generación, y supongo, y espero, que pueda querer decir al mismo tiempo el rechazo del crimen de la guerra y el rechazo de la prepotencia colonial.
* Rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento.
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