Lun 13.08.2012

EL PAíS  › OPINIóN

De llantos y laberintos

› Por Eduardo Aliverti

No deja de ser curioso, o atractivo, algo que ocurrió la semana pasada.

Por un lado, entre Buenos Aires “colapsada” a raíz de la huelga en los subtes, la intervención a Ciccone, el choque por el proyecto de ley que quita al Banco Ciudad los depósitos compulsivos de trámites judiciales y los cuatro millones de litros de leche que tiraron los tamberos, hubo y se creó la sensación de un clima muy dificultoso. Y por otro, en el ambiente periodístico fue coincidente hablar de una semana más bien “fiambre”. O muy poco novedosa. El paro en los subtes lo disimuló. Recién hacia el viernes, la mención presidencial a cierta modalidad en los ingresos de un periodista marcó otro pico de atención, despegado de Leonas, Generación Dorada y joyas de o contra Moria Casán. Pero fue centralmente una repercusión de redes sociales. Los medios de la oposición prefirieron amortiguar el impacto, remitiendo la denuncia al marco de un nuevo exabrupto y “buchoneo” de Cristina por cadena nacional. Quedará para otro momento, que jamás llega, el debate profundo acerca de la reciprocidad entre ejercicio de la profesión y vínculos publicitario-corporativos. Es injusto, o parcializado, concentrar en sólo un colega el marcaje de una práctica generalizada. Pero es tan inequitativo como dedicarse con exclusividad a la relación entre posicionamiento ideológico y publicidad oficial. Esos son los principios del periodismo que se proclama independiente. Si hay quienes no están de acuerdo, puede probarse con otros. Dicho esto, retrocedamos unas líneas y apliquémonos al (presunto) contraste mencionado: ¿pasa de todo o estructuralmente no hay mayores sucesos?

Acerca de la medida de fuerza en los subterráneos, puede otorgarse el handicap de obviar lo elemental. Que los subtes corren por la capital. Que la empresa rectora es de la ciudad. Que Macri firmó un acta haciéndose cargo de que dos más dos son cuatro. Que produjo un tarifazo del que no se retrotrajo. Y que escucharlo a él, a Macri, hablando de que su prioridad son las necesidades básicas de los jardines de infantes y los comedores escolares afectados si acepta gestionar los subtes sin la Nación haciéndole las obras, es lo mismo que creer en la virginidad de María. Obviemos. Más todavía: hagamos, incluso, que Macri tiene razón o una parte de ella. Que firmó el acta porque Cristina le dijo que tendría la plata de las obras como fuere. Que le corresponde no la legitimidad pero sí la licitud de seguir esperando que todo le venga de arriba, porque administrativamente tiene de qué agarrase para hallar excusas constantes. Que todo lo que no funciona en su ejido es invariable culpa de otros. Que no importa que el presupuesto porteño sea descomunal. Hagamos que Macri es una víctima. Si eso fuera lo cierto o prioritario, ¿se justifica hacer pasar por los dramas o inconvenientes de una ciudad el centro del universo? ¿No pasa más nada en este país, ni en el mundo? Vaya la siguiente pregunta, que el firmante dudó –y mucho– en insertar, no tanto por su incorrección política como en función de lo despreciativa que puede repiquetear, para tanta gente con todo su derecho a la extendida angustia cotidiana nada menos que del transporte. ¿Sólo cuenta que se complica llegar al laburo, en lugar de cuál proyecto, modelo o gestión atestigua que el trabajo esté mejor garantizado? ¿Cabe que la polémica no se encuadre, a su vez, en cuál es el trazado de una política de transporte público de comprobación inexistente?

Circulan, por carril consonante, todos los temas restantes de los últimos días. La intervención a Ciccone podría haberse resuelto con antelación, en vez de dejar otro orificio libre para que se interprete como única intentona de proteger a Boudou. Sin embargo, eso no quita que el nudo final de la cuestión sea la prerrogativa estatal de imprimir moneda como mejor le conviene. ¿Qué es lo perseguido, de manera obsesiva, con el señalamiento de que el vicepresidente incurrió en, por lo menos, irregularidades inquietantes? ¿No es, acaso, la pretensión de darles a sus eventuales andanzas el carácter de corrupción orgánica? Si ocurriera la demostración de que Boudou es culpable o responsable de tráfico de influencias, ¿en qué variaría la apreciación de la película completa? Si la aspiración de máxima es el virtuosismo absoluto de los funcionarios públicos como condición indispensable para juzgar la política, y si encima ese anhelo lo motoriza la gente de negocios de las corporaciones mediáticas, simplemente no se puede seguir discutiendo de nada. Eso es una extorsión, y cínica. No una discusión honesta. Apelan a estos ardides porque no consiguen anclar en una dirigencia opositora profesional y eficaz, capaz de fijar un menú competitivo contra el establecido, méritos y yerros mediante, por el Gobierno en general y –sobre todísimo– la Presidenta en particular. Volvieron a demostrarlo otros episodios de la semana. La llamada “ley Ciccone” fue aprobada en las comisiones senatoriales con apoyo opositor. Y en Diputados, el “moyanismo” actuó dividido ante el proyecto sobre el Banco Ciudad. Todo esto, sin siquiera darse el lujo de incluir la nómina de asuntos que auguraban, según el temario contrincante, un segundo semestre terrible. No hay ninguna tirada de manteca al techo. Hay el reconocimiento oficial de que la creación de empleo se frenó, sin ir más lejos. Pero también resultó que el pronóstico de apocalipsis por el control cambiario no tenía asidero alguno, y que las fatalidades endosadas al mandamás de YPF fueron una operación de prensa. Podría augurarse que el próximo culebrón conflictivo será atravesado por las secuelas de la renuncia de Silvina Gvirtz. Pero la ex titular de Educación bonaerense se fue por izquierda, alertando que no piensa ser “la ministra del ajuste”. Los gremios docentes de la provincia le manifestaron su apoyo, y entonces solamente hay espacio para que los medios opositores defiendan a Scioli por la derecha, sin perspectivas de aliento largo.

Lo que vuelve a estar en juego por infinita vez, en acciones concretas, es que sólo el oficialismo marca el paso y que, por tanto, sus virtudes y defectos se potencian. O macro-exponen. En esa dinámica, también se refuerzan las definiciones de cada quien respecto del partido que toma. Dijo Leopoldo Marechal que oía hablar de escritores comprometidos y no comprometidos, y que a su entender era una clasificación falsa. “Todo escritor, por el hecho de serlo, ya está comprometido: comprometido en una religión, o comprometido con una ideología política o social, o comprometido en una traición a su pueblo, o comprometido en una indiferencia o sonambulismo individual culpable o no culpable.” Años más tarde, Rodolfo Walsh acentuaría la definición pero adjudicándola al papel imprescriptiblemente obligatorio que tienen los intelectuales: “Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante; y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra”. Se está con las necesidades de las mayorías o se está con sus enemigos. No hay término medio. Sentencias como las aludidas desafían al rol intachablemente virtuoso con que pretenden investirse hoy las corporaciones mediáticas y sus cagatintas. El paso del tiempo sólo modificó aspectos formales. Las grandes cadenas de contextura periodística ocupan el lugar determinante que antes se confería, entre otros, a escritores e intelectuales. Nada parece tener contexto. Nada de nada. Basta comentar o editar de manera aislada cualquier conflicto, llámese paro en los subtes, denuncias sobre militantes o sospechas de corrupción, para tejer desde esas indignaciones un entramado de podredumbre generalizada. Las partes por el todo, como si encima no hubiera los antecedentes de qué ocurrió cuando gobernaron los catedráticos del moralismo. Como si pudiera creerse en la religiosidad de los socios del silencio. De los cómplices activos o pasivos con las dictaduras. Y, en algunos casos, de la traición a sí mismos si se toman en cuenta sus discursos de otrora, cuando eran progresistas y cargaban contra sus patrones actuales.

De todo laberinto se sale por arriba, decía también Marechal en uno de sus poemas. Buena apelación para convocar o enrostrar a tanto tonto que se confunde entre agitaciones naturales y rumbos generales.

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