EL PAíS › OPINIóN
› Por Julián Gadano *
Luego de un año y medio, y a pesar de que de las 15.845 víctimas fatales contabilizadas del tsunami en Japón, aproximadamente un 92 por ciento murieron ahogadas y ninguna fue producto del accidente nuclear, y de que se trató del tercer mayor terremoto en la historia desde que se registran, lo que queda en los medios es el accidente nuclear. Es lógico: a pesar de que el sector nuclear es uno de los más vigilados y regulados del mundo y de que muchos esfuerzos son destinados con éxito a que los accidentes no ocurran, cuando ocurre genera un gran impacto por las lógicas consecuencias y por la histórica aversión al riesgo con la que convivimos. Luego de un necesario debate, sigue siendo mayoritaria la opinión de que la nucleoenergía es necesaria por sus excepcionales contribuciones reales a la reducción de los gases de efecto invernadero. ¿Qué se debe hacer para que los accidentes no ocurran o para que su probabilidad sea infinitamente baja? Dos cosas: disponer de los recursos que minimicen el riesgo, por un lado, y hacer que esos recursos se apliquen correctamente, por el otro. El primero es un tema de carácter técnico/tecnológico y el segundo de carácter institucional.
El accidente que afectó a las centrales nucleares Fukushima Daii-chi volvió a las páginas de los diarios recientemente a través de dos noticias. La primera remite a un informe reciente publicado por una comisión independiente de expertos que investigó el accidente a solicitud del Parlamento de Japón. Una de las conclusiones más demoledoras de este trabajo afirma que el regulador nacional japonés era institucionalmente débil y escasamente independiente del operador. Existieron entre Tepco (la operadora) y el ente regulador oscuras relaciones de lobby que le quitaron independencia al segundo. Lo interesante para nosotros es que, un año antes, en la Conferencia Ministerial convocada por el Organismo Internacional de Energía Atómica para debatir el accidente, la delegación argentina, en cabeza del vicecanciller, planteó –casi en soledad en aquel momento– que el tema de la independencia del regulador constituía un problema grave sobre el que había que reflexionar. Hoy, oficialmente, el Estado japonés nos da la razón: un organismo regulador débil no fue la causa directa del accidente, ya que éste se produjo por un fenómeno natural extremo, pero sí ayudó a que su prevención y mitigación no fueran las esperables. El problema específico fue más institucional que técnico.
El segundo aspecto aparece asociado también a una noticia reciente: Japón estatizará la empresa Tepco, propietaria y operadora de la central Fukushima, entre otras. Gastará para ello 12.800 millones de dólares. Para poner en contexto esta noticia: el sector nuclear en el mundo capitalista está administrado a través de dos grandes modelos de gestión; por un lado, empresas privadas que se mueven en un contexto de mercado, en gestiones del tipo liberal-market oriented. Ese era el modelo vigente en Japón hasta Fukushima. Por el otro, empresas estatales que funcionan en un contexto de mayor planificación y regulación económica, con el Estado como actor central, en modelos del tipo coordinated-market oriented. En Argentina existe este último tipo. En ninguno de los casos está en cuestión, per se, la regulación de la seguridad, ni la radioprotección, ni el capitalismo. Pero la realidad es que en el primer modelo se trata de empresas que deben generar ganancias en el corto plazo, por lo que están muy orientadas a costos. Para decirlo coloquialmente, detrás del segundo modelo está el Estado, mientras que del primero... el señor Burns. Precisamente, una de las críticas al modelo “estadocéntrico” es que las centrales en este contexto suelen tener un costo por kilowatt más alto. Lamentablemente, el accidente de Fukushima puso de manifiesto el tema de los costos de una forma más integral. Debemos entender a la generación de energía nuclear como una industria (no como un servicio) que genera enormes terceridades positivas. Y, dentro de ese marco, la inversión en seguridad puede ser mucho menos costosa si se incluye en el cálculo de costos una ecuación que estime –y minimice– el costo de accidente. ¿Cuánto cuesta el Kw/h de Tepco si se incluye ahora lo gastado por el Estado en evacuaciones, indemnizaciones, las horas de trabajo perdidas, la infraestructura inutilizada? ¿Y si se le suman los 12.800 millones de la estatización? El accidente de Fukushima puso en el debate, de la peor manera, el rol del Estado y de los privados como gestionadores de la energía nuclear en el mundo.
Al bajar la ola natural y política de Fukushima, dos decisiones de política del Estado argentino, previas al accidente de Japón, aparecen como correctas y bien orientadas. El fortalecimiento del organismo regulador, con personal capacitado e independiente; y el lugar central reservado al Estado como actor preponderante del sistema. Lo de Japón no pasó ni puede pasar en Argentina porque no tenemos tsunamis, pero también porque, casi siempre en los últimos 60 años, pero muy particularmente en la última década, hemos tomado las decisiones correctas.
* Sociólogo, profesor de la Universidad de San Andrés y vicepresidente segundo de la Autoridad Regulatoria Nuclear Argentina.
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