EL PAíS › OPINIóN
› Por Martín Granovsky
Están por cumplirse ocho años del momento en que los lectores de Página/12 tuvieron acceso a una querella penal contra Ciccone Calcográfica. Norberto Crespo, entonces dueño de Blue Arrow, una pequeña firma de transportes damnificada por la empresa, denunció ante la Justicia a los propietarios y a dos gerentes porque uno de ellos, el gerente financiero Daniel Reyes, quiso comprarle el voto en el concurso de acreedores.
Una filmación privada, de la que este diario informó en su edición del 3 de septiembre de 2004, muestra a un Reyes expansivo que explica el valor de los acreedores más pequeños ya que, según dijo, los grandes estaban fuera de juego.
“Cagar a la AFIP, ya está”, sintetizaba Reyes. “Cagar a Sagem, ya está. Cagar a IBM, ya está. Cagar al Société”, ya está.
Según el gerente financiero, las empresas grandes habían formado fideicomisos y eso las ponía al margen de una eventual votación. En cuanto a la AFIP, debía autoexcluirse en el voto.
La cifra de la deuda con la AFIP, por considerar solamente una, alcanzaba entonces los 255 millones de pesos. Es el mismo número que circuló ayer, casi ocho años después, en el debate del Senado previo al voto para estatizar la Compañía Sudamericana de Valores, que en cierto modo continuó la acción de Ciccone.
La querella de Crespo involucró a Reyes y también a Mario Verdún, gerente general, lo mismo que a los propietarios Nicolás y Héctor Ciccone. Héctor murió en junio último. Su nombre apareció publicado la última semana porque, según una versión, antes de morir habría recurrido a una escribanía para describir, en una declaración obviamente unilateral, una presunta reunión que habría mantenido con el vicepresidente Amado Boudou. No sería la primera vez que uno de los hermanos Ciccone mostraba su preferencia por un manejo testimonial. Surgida originariamente como Lima-Ciccone, la empresa quedó solo con el último apellido cuando el primero se terminó junto con su dueño. La familia Lima sospechó de la muerte de su pariente cuando descubrió que, antes de morir, había cedido en una escribanía las acciones que hasta entonces poseía en la sociedad.
La historia de Ciccone registra varios saltos propios que terminaron siendo sobresaltos para el prójimo. Uno fue la mudanza a la calle Irigoyen, en Versalles. Otro, la impresión de las entradas del Mundial ’78 cuando el marino Alberto Lacoste dirigía el ente en línea con Emilio Massera y la organización fascista Propaganda Dos.
Expulsada de Uruguay, de Paraguay y de la Asociación Internacional de Empresarios Fiduciarios, con denuncias en Bahrein, con juicios entablados por Banco Nación y Banco Provincia, con casos de fraude por pasaportes supuestamente perdidos en el norte argentino, con prácticas de cartelización para eliminar la libre competencia luego de haber marginado a la empresa Llenas, Ciccone Calcográfica terminó participando de la operación de compra de una parte de las acciones de la Compañía Sudamericana de Valores.
La ilusión de Ciccone y sus nuevos socios era repetir el viejo esquema de influencias en el poder que le había dado tan buenos resultados. Le resultó con Lacoste en la dictadura. Con Armando Gostanian mientras éste presidió de 1989 a 1999 la Casa de la Moneda por encargo de Carlos Menem. En todo momento funcionó con Esteban Caselli, subsecretario general de la Presidencia y embajador en el Vaticano de Menem, secretario general de gobernación bonaerense con Carlos Ruckauf y secretario de Culto en la presidencia de Eduardo Duhalde. Y resultó bien con Enrique Carelli, el mismo funcionario de Fernando de la Rúa que estaba encargado de la seguridad porteña en los días de Cromañón.
A pedido del gremio gráfico, el Estado le dio a Ciccone posibilidades lícitas y controlables para no cerrar la empresa. La firma eligió el camino de siempre y entonces el Poder Ejecutivo, al final, decidió la estatización de CSV. Una medida que avanzó con la media sanción de ayer y que, por cierto, no clausura ninguna investigación de la Justicia.
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