Mar 28.08.2012

EL PAíS  › OPINIóN

Etica y política exterior

› Por Juan Gabriel Tokatlian *

Ni en el centro ni en la periferia, ni en el Norte o el Sur ha existido una política exterior ética si por ello se entiende una práctica internacional guiada por la indeclinable defensa de valores de alcance universal o motivada por la promoción de ideas morales indisputadas. En Occidente los gobiernos de distinto signo ideológico han transitado su política exterior entre el pragmatismo y el principismo, entre la lógica política y la lógica normativa, entre la salvaguarda de intereses materiales y el avance de ciertos valores. En la medida en que sólo lo pragmático se impone, se tiende a una política exterior presuntuosa y opaca desde el punto de vista ético. Esta postura lleva a asumir la superioridad de la propia moral en los asuntos mundiales y erosiona el necesario escrutinio interno ante el imperio de la realpolitik. Contrariamente, en la medida en que lo que se impone es el principismo, ello conduce a una política exterior ingenua y confusa desde el punto de vista ético: se asumen cruzadas “heroicas” ante cuestiones globales y se debilita el ineludible reconocimiento de múltiples opciones morales. Por lo tanto, una política exterior sólida y sustentable éticamente es la que logra localizarse, a pesar de lo complejo que resulta, en el centro. Los polos reflejan posturas atractivas, pero insostenibles en el mediano y largo plazos por los mayores costos internos y externos en el terreno de la reputación y la legitimidad. En breve, entre los extremos de un realismo deformado y un idealismo militante es posible vislumbrar un espacio para una juiciosa política exterior ética.

En este contexto, la pregunta esencial es: ¿hay en la actualidad políticas exteriores que lo sean? O, en otras palabras: ¿es posible hoy tener una política exterior ética? Distintas evidencias confirman que predomina una oscilación falaz: en el plano del discurso, una buena parte de Occidente invoca un talante neoidealista pero, en realidad, ha puesto en práctica una estrategia hiperrealista. El resultado ha sido la manipulación y el desdén por la ética en los asuntos internacionales.

Un tema fundamental en el que esto se manifiesta es el de los derechos humanos. Los ejemplos abundan. Hace unas semanas, el ex presidente Jimmy Carter señaló en una nota en The New York Times que “Estados Unidos está abandonando su papel como campeón mundial en materia de derechos humanos”. En particular, su crítica apuntaba a la ejecución sumaria de extranjeros y estadounidenses con el uso de misiles teledirigidos desde vehículos aéreos no tripulados –los llamados drones. Ya en 2009 el relator especial de Naciones Unidas para Ejecuciones Extra Judiciales, Philip Alston, advirtió que los drones podrían violar el derecho humanitario. Hace poco, otro relator especial de la ONU, Christian Heyns, volvió a cuestionar la práctica de targeted killings como una violación a los derechos humanos. Pero nada parece conmover a la administración del presidente Barack Obama: al fin y al cabo una encuesta de The Washington Post/ABC News del 7 de febrero de 2012 indicaba que el 83 por ciento de la opinión pública (y 77 por ciento de los que se consideran demócratas liberales) respaldaba la política de utilizar drones. También es bueno recordar que el 31 de diciembre de 2011 Obama sancionó la Ley de Autorización de Defensa Nacional de 2012 por la que un estadounidense sospechoso de terrorismo puede ser detenido indefinidamente por autoridades militares.

En un ámbito más amplio, algo semejante ocurre con el comportamiento de varias naciones de Europa y en el marco de la OTAN. Específicamente el ejemplo de los bombardeos sobre Libia ha llevado a que un principio que venía legitimándose en la política mundial –la denominada Responsabilidad de Proteger–, en el contexto de un mayor activismo a favor de la intervención humanitaria, se pusiera en duda.

Más recientemente, y en el marco de una profunda crisis económico-financiera que se inició en 2008 y no parece ceder, se ha puesto en evidencia que varias naciones (nor)occidentales han reubicado el tema de los derechos humanos en un lugar secundario. La necesidad de recursos energéticos e insumos vitales, así como la urgencia de más mercados y nuevas inversiones han llevado a disminuir notablemente el perfil de los derechos humanos en las respectivas políticas exteriores. En el último lustro se ha atenuado la denuncia y la crítica a la desprotección de los derechos humanos en países como Rusia, Ucrania, China, Arabia Saudita, Nigeria y México. En síntesis, en el Norte, si bien con matices, el neoidealismo antes y el hiperrealismo actual le han restado verosimilitud a la dimensión ética de la política exterior de varias potencias.

Si miramos ahora al Sur, la preeminencia de los derechos humanos en la política exterior ha sido más infrecuente. En algunos casos, y en tiempos más cercanos, la protección y el impulso de los derechos humanos se han convertido en un componente importante de lo que se conoce como “poder blando”; una modalidad de poder más persuasiva que coercitiva, cimentada en la capacidad de proponer conceptos e ideas interesantes y dirigida a gestar regímenes internacionales y a reforzar ámbitos multilaterales. Uno de los casos relevantes en América latina ha sido el de la Argentina. Quizá, el asunto de los derechos humanos, hacia adentro y hacia afuera, constituya el principal tema en el que, desde 1983 a la fecha, confluya una política de Estado que involucra al Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial y cubra un amplio espectro social, político y partidista.

En la última década, la cuestión de los derechos humanos en el frente externo alcanzó un lugar muy destacado. Así, la politóloga de la Universidad de Minnesota Kathryn Sikkink, ha mostrado en varios ensayos y libros cómo la Argentina pasó de ser un “paria” mundial en materia de derechos humanos a ser un “protagonista” internacional en ese frente. En esa dirección, en su Informe Mundial sobre Derechos Humanos de 2011 Human Rights Watch afirmó: “La Argentina mantuvo una intervención positiva en temas de derechos humanos en el marco del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y en otros ámbitos internacionales. En el Consejo, Argentina ha expresado consistentemente su voto comprometido a favor del juzgamiento de quienes cometen violaciones a los derechos humanos”. En línea con esto y en el escenario de la Asamblea General, la Argentina apoyó en febrero de 2012 la resolución que condenaba a Siria por las masivas y sistemáticas violaciones a los derechos humanos, resolución a la que se opusieron Bolivia, Cuba, Ecuador, Nicaragua, Venezuela, Bielorrusia, China, Corea del Norte, Irán, Rusia, Siria y Zimbabwe.

No obstante este acumulado positivo en cuanto a la defensa y promoción de los derechos humanos, en los últimos tiempos se observan señales llamativas. La Argentina democrática, que ha sido un activo, justificado y comprometido defensor de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), pudo haber sido más enfática para moderar, alterar o frenar una peculiar coalición compuesta por Brasil, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela que, con el silencio de países como Colombia y Perú, pretende reformar la comisión para restarle autonomía. La Argentina deberá estar muy atenta para que lo aprobado recientemente en la reunión de la OEA en Cochabamba y dirigido a “modernizar” la CIDH no se convierta en la defunción del principal (junto con la Corte Interamericana de Derechos Humanos) órgano operativo de derechos humanos en el continente. No se trata, ahora, de desmantelar la CIDH que bien ha funcionado y crear un consejo paralelo de derechos humanos en Unasur. En este contexto, el abandono de Venezuela de la CIDH es un acontecimiento muy negativo que se suma a otros aspectos contraproducentes, como es el hecho de que Estados Unidos no reconoce la competencia contenciosa de la Corte Interamericana.

Asimismo, hubiera sido preferible que la Cancillería fuera la que encabezara, con bajo perfil, la visita a Angola para que los empresarios buscaran forjar buenos negocios sin comprometer a la Presidenta en un viaje a un país con serios problemas en el ámbito de la democracia y los derechos humanos. Es atendible que la Argentina explore, dada su situación petrolera, más vínculos energéticos con Azerbaiján, máxime que Bakú estará en 2013 en el Consejo de Seguridad de la ONU. Es bueno recordar que desde enero de 2013, y por dos años, la Argentina ocupará un asiento en dicho Consejo. Sin embargo, cabe recordar que el Informe Anual de Derechos Humanos de 2012 de Amnistía Internacional sobre Azerbaiján es lapidario: “frustración creciente con el régimen autoritario” que gobierna en Bakú, “protestas pacíficas” prohibidas, “represión” de los disidentes, “hostigamiento” a las ONG que trabajan en torno de reformas democráticas, etcétera.

En el caso de Siria, a la luz del grave empeoramiento de la situación de violencia, sería esperable que el país elevara el tono de su crítica. Es evidente que la Argentina tiene un gran número de descendientes de migrantes sirio-libaneses, que no debe legitimar una (nueva) intervención armada de Occidente en un país árabe, que las exportaciones argentinas a 16 naciones árabes pasaron de U$S 99 millones en 1987 a U$S 3600 millones en 2010, y que el relator especial del Comité de Descolonización es el sirio Bashar al Jafari. Sin embargo, la postura del país en cuanto a los derechos humanos en Siria no debe silenciarse. Ello es costoso hacia afuera y también hacia adentro, donde cada vez más distintas organizaciones realizan un seguimiento pormenorizado de estos temas y exigen mayor transparencia y coherencia.

Lo peor que le podría pasar al país en el campo internacional de los derechos humanos es optar por un hiperrealismo y alejarse del relativo lugar preeminente y equilibrado que supo ocupar, después de tres décadas con gobiernos de distinto signo, en la promoción de una atinada política exterior ética.

* Director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella.

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