Dom 09.09.2012

EL PAíS  › OPINION

Las oposiciones y los extremistas

› Por Edgardo Mocca

¿Por qué no surge ningún liderazgo opositor capaz de generar a su alrededor la expectativa de un cambio de gobierno hacia 2015? Para los analistas de los grandes medios de comunicación la cuestión se reduce a una falta de estatura de los dirigentes, generalmente asociada a la falta de energía y de coraje para enfrentar al gobierno de un modo más radical y contundente. Para no traducir directamente el diagnóstico como la certidumbre de una profunda asimetría de potencia política entre cualquiera de los líderes opositores y la actual presidente, los consejeros mediáticos de la derecha matizan su sistemático ninguneo de la oposición política con referencias al presunto autoritarismo del Gobierno y a las ventajas que el manejo del Estado le da en el conflicto político con la oposición.

La perplejidad de los analistas consiste en la pregunta sobre cómo es posible que no crezca un liderazgo opositor, aun cuando los medios de comunicación dominantes ayudan sistemáticamente a cada uno de los aspirantes a esa condición y dedican todo su mensaje a horadar el campo de apoyo del Gobierno. Es posible que en esa perplejidad se aloje una interesante paradoja: es esa centralidad de los medios hegemónicos en la configuración del discurso y la acción de los opositores una de las causas centrales de esa carencia de liderazgos.

Una primera manera de abordar esa paradoja es la consideración de los medios en tanto tales; es decir los medios como canales de la formación de opinión, como enlace entre el actor político y la audiencia. Visto desde esa perspectiva, el problema consistiría en la visible dependencia orgánica de partidos y líderes opositores respecto de mensajes y formatos establecidos desde fuera de los circuitos formales de la política. En apoyo a esa visión suele utilizarse –no sin muy buenas razones– la experiencia del ex vicepresidente Cobos: situado en el eje de una sistemática publicidad favorable de las grandes cadenas comunicativas, el mendocino fue fácilmente situado por los partidarios del gobierno en el lugar de un títere irrelevante, cuyo único activo era la complacencia que le prodigaban los medios. La cuestión se presentaba, sobre la base de múltiples evidencias, como una pelea entre las corporaciones mediáticas y “la política”.

Se puede ir un poco más a fondo, en términos no de contradicción sino de complementariedad con esta mirada. Podríamos pensar la escena como una puja política entre dos grandes coaliciones sociopolíticas alineadas según la posición asumida frente al rumbo general adoptado por el Gobierno en estos últimos nueve años. Desde esta misma columna se ha sostenido que esa construcción “binaria” de la escena dista de equivaler a la negación del pluralismo político: ambas constelaciones alojan fuertes heterogeneidades y no pocas contradicciones internas. Se podría agregar, por si hace falta, que ese “binarismo” no responde a ninguna determinación estructural prefijada, de carácter económico o de índole moral: es la política la que ha creado esta forma de reagrupamiento y será la política la que eventualmente pueda sustituirla por otras formas del conflicto. La constelación opositora reunió un 46 por ciento de los votos en la última elección (a ella nos remitimos porque fue una encuesta con más de 23 millones de casos), lo que constituye un capital enorme. Al mismo tiempo, ese activo es muy heterogéneo: reúne componentes variados y en casos antagónicos en términos de procedencia social, de orientación ideológica y –lo principal para el propósito de este comentario– de intensidad pasional. No hay un 46 por ciento de los argentinos para los cuales un cambio de orientación de gobierno se haya convertido en un asunto existencialmente prioritario, de igual modo que no existe un 54 por ciento que apoye incondicionalmente y en todos sus aspectos el rumbo gubernamental.

Desde este enfoque puede pensarse a las grandes empresas mediáticas como un sector interno del bloque social opositor. Un sector que ciertamente tiene características propias que lo convierten en un accionista de gran poder en esa sociedad. Los medios devienen articulador ideológico central de la configuración opositora. Tienen para eso una capacidad de coordinación de acciones y de agenda que no tiene, ni podría tener, el partido institucionalmente más ambicioso que pudiera formarse en el interior de esa coalición. Por otro lado, las empresas mediáticas forman parte de un sector socialmente definido, a saber el de los grupos económicos locales altamente concentrados; ese sector que, en una alianza siempre tensa y contradictoria con los grupos multinacionales ejerció una prolongada hegemonía no solamente económica, sino también y principalmente política en la sociedad argentina. Es la plena recuperación de la hegemonía política el horizonte central de ese bloque: como lo demuestra el episodio del ataque de Paolo Rocca al Gobierno hace unos días, la impugnación a las políticas del Gobierno no gira en torno de las ganancias coyunturales –pocos grupos económicos han ganado tanta plata en estos años como el grupo Techint—, sino de la inconformidad con un estado de cosas político en el que existe un timón que no es influenciable en términos decisivos por el poder económico.

El referido bloque social tiene hoy, y a través principalmente de los grandes medios de opinión, una posición claramente dominante en la contradictoria coalición opositora. La emplea de un modo específico: con un planteo de contestación extrema y sin matices con el Gobierno y con una sistemática demanda de sujeción absoluta hacia los potenciales líderes de la oposición. Sobre el extremismo antidemocrático de este sector puede consultarse la nota editorial de La Nación del último domingo, que se titula “El cambio está en nosotros”; es una exhortación a la resistencia civil fundada en la sistemática negación de legitimidad a las actuales autoridades nacionales (“un grupo de individuos que ha malinterpretado el voto popular”, llama el libelo al gobierno de Cristina Kirchner) y en la descripción apocalíptica de nuestra realidad. La propaganda desestabilizadora de los grandes medios oscila entre el tradicional ideologismo oligárquico de La Nación y la pragmática apertura a todo el arco cultural de la oposición que practica Clarín; en este último medio proliferan las exhortaciones a los “verdaderos progresistas”, a los “verdaderos peronistas” y, últimamente, también al “verdadero kirchnerismo”.

No es, entonces, la unidad ideológica lo que caracteriza a la vanguardia mediática de la “resistencia” sino su intensidad, su extremismo. Un extremismo no casual, sino muy vinculado con las urgencias temporales que impone la agenda desmonopolizadora de los medios audiovisuales. El extremismo, se sabe bien desde la izquierda, es un mal consejero a la hora de enfrentar situaciones difíciles desde el punto de vista de las correlaciones de fuerza; puede funcionar, no sin perjuicios a su propio campo general, en el momento de exaltación revolucionaria, pero funciona como una garantía de impotencia política en tiempos más calmos y, sobre todo, en ciclos de retroceso. Algo de eso hay en la actual peripecia de las derechas.

Orientado por esa estrategia extrema, el macrismo ha renunciado a una línea aconsejable de desarrollo político sustentado en la experiencia de un buen gobierno local, capaz de solucionar problemas que otras gestiones y el propio gobierno nacional no han resuelto. Ha optado por la arena de la confrontación a todo o nada con el Gobierno. Y al servicio de esa línea no han vacilado en deshilachar la idea de la autonomía porteña y en renunciar a toda intervención nada menos que en el transporte subterráneo de la ciudad. Ninguna muestra de gobierno eficaz, ningún gesto de generosidad con las provincias que apunte en la dirección de un desarrollo federal de la fuerza, todo debe estar enderezado a mostrar a Macri como el gran rebelde que no se inclina ante el gobierno nacional. El rumbo, que parece estar marcando un techo insalvable para las aspiraciones presidenciales de Macri, es plenamente respaldado por los grandes medios que se lo retribuyen en la forma de un insólito silencio sobre cualquier hecho que afecte su imagen pública.

Es posible que la posición central de los grandes poderes económicos en la constelación opositora y la intransigente radicalidad contra el Gobierno que imponen a través de los grandes medios sean las razones principales de la orfandad orgánica y de liderazgo de la oposición. Estamos ante un gran problema de la democracia que, de alguna manera, reproduce la vieja saga de una derecha que, impotente para formar su propia fuerza política, apostó durante medio siglo XX a la utilización de las fuerzas armadas como su guardia pretoriana. Esas formas militares de la política del privilegio hoy están obturadas. Pero el extremismo, que es políticamente impotente, al mismo tiempo es altamente peligroso por su capacidad destructiva, hoy principalmente manifestada por el cultivo del odio y el desprecio por la voluntad popular en busca de escenas desestabilizantes. En eso, y no en el “populismo”, consiste la principal amenaza a nuestra democracia.

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