Lun 10.09.2012

EL PAíS  › OPINIóN

La delación

› Por Javier Araujo *

Dice Borges en “Tres versiones de Judas” que la delación es la única culpa no visitada por ninguna virtud, el peor delito que la infamia soporta. La delación ha sido un tema muy abordado por las artes, prueba de ello es la profusión de pinturas sobre Judas Iscariote, más que las de cualquier otro apóstol. La imagen del barbado personaje portando una rústica bolsita conteniendo el pago de su acto infame o, mejor aún, la imagen del beso a Jesús resultan tan poderosas que la sola enunciación del nombre del apóstol es suficiente para significar la naturaleza de la delación y los atributos del o los autores de la misma. Finalmente, la imagen de Judas colgando de una soga atada a un árbol conlleva la moraleja de que no hay premio ni recompensa de ninguna especie que consuele la angustia del delito cometido.

En el terreno de la política, la delación siempre ha sido un acto vinculado con regímenes represores que, por cierto, el cine ha explorado muy bien. Por ejemplo, en La vida de otros, la centralidad de la delación no sólo se observa en la conformación de “instituciones especializadas” sino, principalmente, en los efectos que una sociedad vigilada produce en la subjetividad de los ciudadanos. Recordemos: Christa delata a su pareja y luego, atormentada por la culpa, muere atropellada por un vehículo cuando cruza una calle. En La lengua de las mariposas, y más aún en El gran hermano, el cine ha resaltado estos efectos, la delación ya no resulta un comportamiento repudiable sino que se traviste de obligación ciudadana, transformándose en la base de una nueva moral cívica.

En las sociedades represivas, la participación de los ciudadanos en la delación es necesaria, dadas las características del comportamiento que se delata y de los sujetos que los cometen. Se trata de comportamientos “anormales”, “inmorales”, “antinaturales”, “extraños a una esencia o idea”. Los sujetos “están adentro”, “entre nosotros”, “son semejantes”, en definitiva parecen otros como yo, pero es un otro antagónico, al que hay de “descubrir” porque “pasa desapercibido”, “se mimetiza”, su accionar “es oculto”, construye un personaje, actúa como sí, pero es falso, inauténtico. En La lengua de las mariposas, el otro es un “rojo”, portador de una concepción de sociedad “ajena” a los valores de la España tradicional. Ese hombre es además un maestro, por tanto su presencia no sólo es peligrosa por su ideología sino porque en su naturaleza está la irrefrenable pulsión por adoctrinar a los niños. Debe ser descubierto en su fin secreto, debe ser denunciado, debe ser apartado.

El arte refleja un sentimiento de rechazo social por los delatores, confirma la sentencia borgeana. Sin embargo, en los últimos tiempos se puede observar un corrimiento de estas imágenes y de esas valoraciones. La delación, conjeturo, sigue siendo intolerable en el plano de las relaciones amicales o familiares, alguien que delata a un amigo o una amiga o a un familiar sigue siendo merecedor de la infamia. Pero cada vez son más los gobiernos conservadores que promueven “la participación ciudadana” a través de la delación de las actuaciones de otros ciudadanos en el marco de un nuevo civismo. Cito a modo de ejemplo el debate suscitado en España que se refleja en un artículo titulado “¿Delación u obligación?”, aparecido en la edición del diario El País, del 8 de agosto de este año y, en nuestro país, el 0800 del gobierno de Macri.

Mi hipótesis es que los nuevos consensos democráticos impiden a los gobiernos conservadores desplegar políticas abiertas de represión de “lo diferente”, por tanto apelan a nuevos recursos para dar cuenta del control social a los “sujetos peligrosos”. El anonimato de las denuncias revela tres cuestiones complementarias del dispositivo delator. El anonimato vendría a resguardar la seguridad del denunciante frente a represalias del denunciado, mecanismo que refuerza la idea de que el “otro” es peligroso. También el anonimato resguarda al denunciante del juicio público, de la argumentación en el espacio público, por este mecanismo se resignifica la participación ciudadana, la que queda reservada a un acto privado, íntimo, aislado, trivial, llamar por teléfono como quien pide delivery. El tercer elemento consiste en desresponsabilizar al denunciante de las consecuencias de su proceder, se dice que “la autoridad competente” será quien decida la acción a seguir tras la denuncia. Si no se conoce el destino del denunciado, la culpa puede ser menor o acaso inexistente, siempre se podrá argumentar que no se sabía nada.

El 0800 no es un problema de los maestros y de Macri, ni de La Cámpora y el PRO. El objetivo de la delación institucionalizada no es otro que minar la confianza en los semejantes, porque sin confianza se desvanece la posibilidad de comportamientos solidarios. Poner en crítica este comportamiento es imprescindible para avanzar en sociedades más democráticas, porque si dejamos que se imponga la concepción del ciudadano-denunciante, estaremos contribuyendo, por acción u omisión, a consolidar una sociedad signada por el miedo a expresar libremente nuestras opiniones.

* Docente UNQ-Uncpba.

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