EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Las líneas que siguen persisten en una temática que viene siendo habitual en esta columna. ¿Qué es lo auténticamente disputado en la Argentina crispada que estamos viviendo o, tal vez, sólo consumiendo? ¿La puja tradicional por el ingreso, mediante actores cada vez más enfrentados acerca de la administración de un modelo capitalista? ¿O se trata del choque entre intereses de sector que, vistas la marcha y perspectivas generales de la economía, no tienen trascendencia más allá del sector mismo? Por tanto, ¿la crispación es producto de clases perjudicadas de manera económicamente global? ¿O lo es, mucho antes que eso, de la afectación que sufren en su capital simbólico?
Basta repasar el “campus” de las informaciones transmitidas con agitación, de buen a tiempo a esta parte, para advertir que casi ninguna de ellas es cruzada por problemáticas o angustias sociales de índole económica. Como mayor salvedad podría citarse la inflación, que es motivo de inquietud popular, pero no con el rango de prioritaria (excepto, a su vez, cuando el Indek queda desguarnecido frente a unas cuentas que le saca la oposición mediática y que el organismo no sabe, no quiere o no puede desmentir con efectividad). Hay paritarias. No se registra conflictividad expansiva por el tema, ni gremial, ni sectorial ni general. Apenas si hubo la pobre manifestación, en Plaza de Mayo, de una porción del sindicalismo enfrentado al Gobierno. Sí se mantiene la vocinglería de Moyano, quien recoge cínicas adhesiones en medios de prensa que representan a parcelas incapaces no ya de votarlo: les causa repulsión el sólo verlo. Con cierto esfuerzo, puede agregarse al “cepo” cambiario en los items de impresión negativa que tienen al bolsillo como eje cognitivo. Se juntan en ese aspecto las opciones de ahorro, en un país que funciona operativa y culturalmente con un sistema bimonetario; la restricción de divisas para viajar al exterior e importar ciertos bienes; las arbitrariedades en su aplicación. En síntesis, una imprecisa pero significativa cantidad de gente observa en la medida alcances injustificables, ya fuere porque efectivamente se vio damnificada o porque los medios construyen la eterna táctica de que quienes no pueden invertir ni viajar afuera, ni pensar en mucho más que sus acomodamientos cotidianos tomen como propios los “problemas” de una minoría. Es un inconveniente de clase, que no va en perjuicio de que los argentinos que viajan al extranjero gastan más plata que nunca ni de que sus chances de inversión local permanecen atrayentes, a excepción de que el dólar ya no es la mejor o más accesible de las variantes especulativas.
Apartadas esas facetas tempestuosas, el resto de la crispación comunicada no se liga en absoluto con escenarios de dramatismo económico. En Mar del Plata acaba de celebrarse el coloquio de IDEA. Como siempre, se colmó de grandes empresarios apreciados como un barómetro esencial de lo que piensan y actuarán “los mercados”. La mayoría de ellos dijo contemplar un panorama despejado, optimista, gracias –entre otros factores– a la mayor demanda brasileña, la campaña sojera e, inclusive y como consecuencia, holgura de dólares. El índice desagregado del relevamiento de Expectativas de Ejecutivos, efectuado en el Sheraton marplatense por la consultora D’Alessio Irol, revela que, para el próximo semestre, el 34 por ciento de los hombres de negocios estima estar entre mejor y mucho mejor; el 21 por ciento, moderadamente mejor; el 39 por ciento, igual; y peor, sólo el 6 por ciento restante. Casi el 60 por ciento de los empresarios estima que el personal de sus compañías no se modificará. Y cerca de la mitad prevé que sus ventas subirán entre discretamente y mucho. Increíble o elemental, esta acostumbrada reunión anual del establish-ment no mereció espacio destacado en los grandes medios, salvo por el imán que significó la presencia de Lula (de quien, encima, tuvieron que engullirse los largos elogios que dispensó a Cristina y a los modelos de intervención estatal en la economía). Así que no. No es la economía. En orden cualquiera, son las denuncias de corrupción monopolizadas por la prensa ultraopositora, la rere, la Fragata Libertad, los modos de Guillermo Moreno, los informes televisivos desde territorios feudalescos que parecen haber descubierto de la noche a la mañana la soberbia de la Presidenta y los hoteles donde se aloja, el avasallamiento de la Justicia, la presión sobre el periodismo independiente, los episodios de inseguridad en las grandes urbes, los planes de ayuda social. Y hasta el riesgo de parecerse a la versión dictatorial respecto del chavismo, que algún colega transformó en papelón antológico en su reciente cobertura de las elecciones venezolanas. Es eso. Son los símbolos construidos a partir de intereses de grupos de presión, que terminan siendo asumidos por franjas capaces de atravesar a todas las capas de la sociedad. A las medias, en especial, porque viven bajo la coacción autoinstituida que les representa la presencia de un “otro” invariablemente peligroso, aunque no sepan explicar en qué consiste ese peligro o cuáles serían sus causas. Es la pulsión vivencial de requerir superioridad asegurada, contra la intimidación de un abajo o un arriba, incluso, que adquieren formas diversas y variables: inmigrantes, gobiernos asistencialistas o inclusivos, jóvenes, consumo material afectado o amenazado, politización y movilizaciones callejeras, ascenso social de los más desprotegidos.
Pierre Bourdieu explica esa tensión desde sus apuntes sobre el capital simbólico, precisamente. Propone el ejemplo del juego, en el que los participantes, una vez que interiorizaron sus reglas, actúan conforme a ellas sin reflexión ni cuestionamiento. Los jugadores se ponen al servicio del juego en sí, se automatizan y son las reglas del juego las que determinan el hábito, el “cuerpo socializado”, en lugar de recapacitarse sobre ellas. El propósito final de la sociología, según Bourdieu, sería deducir las reglas de juego a partir de observar a los jugadores. Quiénes son los que están jugando, cuál es el espacio en que lo hacen y, recién establecido todo ello, deducir de las acciones qué tipo de juego es el que practican. Por ahí vamos. Con toda modestia, claro. ¿Quiénes son los jugadores políticos argentinos? Este es un primer desafío en términos de observación clásica porque, obviamente, no hay dudas de que uno de ellos es el Gobierno, con sus más y sus menos, pero manteniendo la capacidad de ofensiva contra un equipo que no es la oposición dirigente ni el conjunto de los agentes de la economía, ni el sindicalismo, ni sectores de base, ni el campo intelectual y cultural; ni, por carácter transitivo, grandes mayorías populares articuladas en figura y programa alternativo algunos. No. El otro equipo es un combinado de emporios comunicacionales con un solo delantero, expresado por el daño a (sus) intereses corporativos que no son los del grueso social. Aquí aparece el segundo elemento de diagnóstico y el problema más intrincado, porque el espacio en que se desempeñan esos jugadores es, entonces y nada menos, el forcejeo por la construcción de sentido en el terreno mediático. Es decir, aquel que en las sociedades contemporáneas puede resultar decisivo para volcar los proyectos políticos en tal o cual dirección. Para terminar de volcarlos, en realidad, porque los medios son capaces de operar sobre la realidad. Pero no de conducirla, si es que carecen de una plataforma fuerte en la convicción de las mayorías. Problema número tres, aunque dentro del espacio de los jugadores: ¿cuál es la base de sustentación social de la campaña de horadación mediática contra el Gobierno? Alta. No entre los sectores populares que fueron y son beneficiados por las políticas activas del kirchnerismo. Ni entre franjas medias politizadas que aprecian sus rasgos progresistas. Pero sí en las que provienen del fondo de los tiempos argentinos, con su mentalidad conservadora, asustadiza, frívola, disfrazada con esas urgencias republicanas que simplemente esconden el hipócrita temor de perder los privilegios. Ya demostraron su potencia considerable en la calle y volverán a hacerlo. Sin embargo, esos que se mueven a caballo del miedo o la indignación promovidos por los medios no son la totalidad de la clase. Entre quienes se anotan en la defensa del oficialismo y quienes pregonan un golpismo patéticamente abstracto (porque de cuál otra manera podría definirse a esas máscaras del odio y del yoísmo), hay una capa de gente que uno imagina atribulada, confundida en medio de tanta prédica extrema, que a juicio del firmante no entra en el tipo de juego que se practica. Gente a la que sería dable estimar como espectadora y expectante, seguramente molesta e irritada frente a modos y disposiciones gubernamentales que no le gustan, pero también ante las manifestaciones energúmenas y la ausencia de toda idea de cambio, que no consista en un desastre ya comprobado.
Esa gente, mientras el Gobierno conserve su base popular, es uno de los núcleos más importantes de la cuestión. Dicho de otra forma, el juego es afinar la puntería para la disputa del capital simbólico en la clase media.
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