EL PAíS
› OPINION
Entre la Corte y el posibilismo
› Por Sergio Moreno
Dos años atrás, apenas, la sociedad argentina gritaba furiosa que la política había fenecido como elemento de resolución de los conflictos, habida cuenta del fiasco que la dirigencia perpetró contra los ciudadanos desde que se recuperó la democracia. El clamor, expresado en el ya casi olvidado voto bronca de 2001, había comenzado con el módico pedido de cambio que el electorado depositó en las urnas en 1999, cuando creyó, equivocadamente, que la alquimia de la Alianza podría llevarlo adelante.
Por esa misma época, el dirigente de centro izquierda y ex primer ministro italiano Massimo D’Alema, preocupado al corroborar cómo un fenómeno similar, con otros matices, hacía tiempo se había instalado en su país y en Europa, sostenía que la política estaba en crisis “porque al carecer de una dimensión innovadora se ha retirado hacia la opinión pública, hasta asemejársele tanto como para diluir su poder orientador en la nueva transmisión de los humores colectivos cambiantes y de la infinidad de intereses particulares”.
Acaso este apotegma haya comenzado a cambiar en la Argentina. Acaso ya no sea, o intente dejar de ser una verdad, a partir de la praxis política que empezó a ensayar el presidente Néstor Kirchner.
El posibilismo mal disfrazado por la polisémica palabra “gobernabilidad”, fue una de las formas ideológicas de la impotencia que la dirigencia política cultivó desde el restablecimiento mismo de la democracia en 1983. El radicalismo encarnó su acción en tal concepto. Puestos a andar, las negociaciones para “mantener la gobernabilidad” a las que la UCR se dio con el peronismo terminaron por generar una cultura de toma y daca por la cual nada podía hacerse en la forma en que lo reclamaba la sociedad. Todo debía negociarse y, por supuesto, morigerarse hasta que de tan desvirtuada cualquier propuesta fuese irreconocible.
Luego el peronismo retomó el poder y produjo la tragedia: el posibilismo devino en pragmatismo, todo se justificó en pos de un fin, sean las privatizaciones, el aumento de las tarifas, el robo de fallos en la Corte Suprema, los indultos, la pauperización del empleo, el desempleo y la exclusión social. Carlos Menem, amoral consuetudinario, llevó a su partido –que durante sus dos mandatos no se negó a nada, salvo rarísimas excepciones de algún que otro dirigente (Kirchner entre ellos)– hasta los rincones de la internacional conservadora de Margaret Thatcher y George Bush (padre o hijo). Lo único que se podía hacer fue lo que el mercado y el establishment imponían, teoría falaz pero funcional a los negocios que el riojano y sus mesnadas supieron hacer durante una década de oscuro latrocinio.
Kirchner, en apenas dos semanas de gestión, ha roto –o ha comenzado a romper– con ese mito, demostrando que con decisión política una cultura nueva puede alumbrar. Desde el Estado, que fuera víctima de la canibalización militar durante la dictadura y menemista en los ‘90, el Presidente y sus hombres han comenzado a batallar en diversos frentes, demostrando que es posible –y necesario– hacerlo a la vez, que cada pelea (resulte como resulte) le acarreará una ganancia política sólo por el hecho de lanzarse a la faena y que todo es posible si se tiene la idea y la determinación de hacerlo. Descabezar a la cúpula militar, replicar el gesto cobarde y antidemocrático de la huida gallinácea del ballottage, salir al cruce del barrabrava judicial a la sazón presidente de la Corte Suprema, Julio Nazareno, e impulsar su juicio político, intervenir directamente y resolver los conflictos docentes provinciales, pudiendo echar la culpa a los distritos (como se cansaron de hacerlo desde Menem -que atomizó y pauperizó el sistema educativo argentino– o ese costoso error político llamado Fernando de la Rúa), abrir a la Justicia una parte importante de la información que el Estado esconde sobre la investigación de la masacre de la AMIA, dar curso al Poder Judicial para que resuelva los temas pendientes de derechos humanos, son gestos que se agigantancuando se cae en la cuenta de lo fácil que fue tomarlos. Kirchner parece ser consciente del poder que el Estado encierra para cambiar la vida de los habitantes del país y para a su vez mejorar la calidad de sus instituciones.
De la forma en que se movió hasta ahora, Kirchner ha desanimado a quien lo imaginó haciendo terrorismo. Ni siquiera un tibio izquierdismo, menos aun setentismo. El Presidente se ha presentado en su gestualidad política, en su forma de abrir nuevos escenarios (que los argentinos creyeron clausurados por el posibilismo y pragmatismo neoliberal) como un socialdemócrata a la criolla o, si se prefiere, un progresista keynesiano. Y es en esa área donde está su gran lid: el frente económico será el que definirá su (el) futuro y si esta actitud innovadora, pro-redistribuidora y equitativa de la que no es ayuno en declamaciones se mantiene.
Hasta ahora supo recuperar la esperanza de la gente. La Argentina está, también, escaldada. La historia, inmediata, la que se escribirá en los diarios a corto plazo, sabrá decir si la política ha vuelto a reconstruir la realidad para recomponer una sociedad apaleada por 20 años de engaños electorales. Sólo hay que esperar.