EL PAíS › ENTRE EL ANTIPERONISMO SIN FUTURO Y EL PERONISMO REJUVENECIDO
Una oposición que se siente derrotada y presión mediática sobre la gran esperanza blanca bonaerense. Ni cacerolas, ni piquetes, ni saqueos, ni embargos, ni paros, ni el dólar clandestino perturban a un gobierno que mantiene el rumbo, para desesperación de quienes no entienden ni admiten aquello que hiere sus ojos. Agobiada confesión de un aspirante a guía espiritual, entre el antiperonismo sin futuro y el peronismo rejuvenecido. Con el reelecto Obama, el sueño de Luther King se vuelve pesadilla.
› Por Horacio Verbitsky
El principal columnista político del diario de registro de la Argentina comía con uno de los más próximos colaboradores del gobernador de la Provincia de Buenos Aires en un restaurante con especialidad en pescados. Lejos del tono cool e irónico de sus columnas, hablaba con ademanes como un bufo italiano, y tan fuerte como para que se escuchara en las mesas vecinas. Está sola, completamente aislada, esto se acaba, no tiene sentido seguir allí, era su reiterativa línea de argumentación. Las respuestas del funcionario bonaerense, a quien el columnista ha mencionado como el mejor vocero de Daniel Scioli y “estratego de su metamorfosis”, encomiándolo por diferenciar entre peronismo y kirchnerismo, no se oían más allá de la mesa que ambos ocupaban, pero la actitud transmitía una gran familiaridad. Como todas las semanas, la cuestión es qué decidirá Scioli, cuya ruptura constituye la única esperanza de una oposición que se siente derrotada desde antes de comenzar el proceso electoral. Como dijo Bartolomé Mitre hace dos meses en un reportaje con la revista brasileña Veja, “no consigo visualizar otra opción que un sucesor de Cristina que venga de otra corriente peronista, un poco más abierta, más de centro”. Con alta intención de voto dentro del dispositivo kirchnerista, Scioli se derrumbaría si decidiera enfrentar a la presidente a la que jura lealtad tres veces por mes, cosa que ya le ocurrió en su esfera gremial a Hugo Moyano. Pero pertenecer a ese espacio implica condiciones que Scioli no parece inclinado a cumplir. Ese es su laberinto. El diálogo privado de aquella sobremesa reproduce el clima evidente en las manifestaciones públicas de otros actores políticos, cuyo grado de exasperación inició el año electoral 2013 en el mismo alto nivel con que terminó 2012. Los saqueos de fin de año no se repitieron, lo cual termina por desbaratar la interpretación de que su origen hayan sido las necesidades sociales insatisfechas, porque de otro modo habrían continuado. Las investigaciones judiciales en distintos lugares del país avalan la lectura oficial de movimientos organizados con propósitos políticos y en combinación con funcionarios. La suspensión del intendente de Bariloche, Omar Goye, quien será destituido de acuerdo con un engorroso procedimiento institucional que le da todas las garantías jurídicas y políticas de defenderse desmiente la idea de que la presidente ya ni controla a los intendentes propalada con insistencia por los mismos medios que desde hace demasiados años dan por terminado su ciclo. Ni las cacerolas, ni los piquetes, ni los saqueos, ni los embargos, ni la escalada del dólar clandestino perturban a un gobierno que no se distrae del rumbo fijado, para desesperación de quienes ni entienden ni admiten aquello que hiere sus ojos. El hijo del historiador José Luis Romero planteó con crudeza los dilemas de la oposición de la que habló en primera persona del plural. “No todo debe girar alrededor de Cristina” es el título de su agobiada confesión, donde reflexiona sobre “el antiperonismo sin futuro y el peronismo rejuvenecido” (La Nación, viernes 18).
El do de pecho más desafinado lo dio el ex ministro de Economía Roberto Lavagna. Según el hombre que Eduardo Duhalde quería para la vicepresidencia en 2003 hasta que Kirchner lo madrugó postulando a Scioli, el gobierno practicó fraude en las últimas elecciones presidenciales. Cuando el asombrado entrevistador le pidió alguna de las “pruebas infinitas” de ello que dijo tener, Lavagna sólo pudo argüir que “basta observar los cómputos oficiales de los votos en blanco y los que no votaron para ver que el 54 por ciento no es 54, sino mucho menos”. Las declaraciones estrepitosas que se disipan como volutas de humo hermanan la política argentina con la de Italia, dos catálogos de escándalos sin solución, en cualquier sentido de la palabra. El inspirador de Lavagna es el dirigente de los estibadores rurales Gerónimo Venegas, quien luego de las Primarias de agosto de 2011 dijo que Cristina no habría llegado al 40 por ciento. El único fraude está en este razonamiento, que mide el porcentaje de votos sobre el total de empadronados y no sobre los “votos afirmativos válidamente emitidos”, que no es un ardid del gobierno sino lo que disponen los artículos 97 y 98 de la Constitución. Si el método Venegas-Lavagna sustituyera al mandato constitucional, para lo cual sería precisa la reforma a la que ambos no obstante se oponen, con los resultados de 2011 sólo Cristina emergería por encima de los indiferentes y los indignados, que constituirían la segunda fuerza, y la tercera estaría muy lejos, cuadruplicada en votos por la presidente. Que algún desafiante pueda en el futuro próximo o lejano obtener el apoyo electoral del sector que se manifestó en las calles con entusiasmo en noviembre, es apenas una hipótesis a demostrar: los porcentajes de asistencia a las urnas y de voto positivo desde 1983 muestran una gran inflexibilidad a los estímulos de la coyuntura política, con la única excepción de 2001, cuando hubo 25 por ciento de abstención, 15 por ciento de votos anulados y 8 por ciento en blanco, es decir la mitad del padrón. Esto no se repitió ni antes ni después, y la asistencia en las últimas elecciones fue la más elevada.
De alguna manera, el voto popular continuó entonces el mandato voceado en las calles hace una década y premió a quienes se animaron a romper la subordinación del sistema político a los intereses particulares.
La segunda nota discordante la dio el presidente de la Unión Industrial, José de Mendiguren, quien se refirió a las negociaciones paritarias como el camino que conduce al Rodrigazo. Tampoco el sindicalista patronal preferido de la presidente, que lo llama Vasco y ha llegado a mencionarlo diez veces en un solo discurso, se distingue por la originalidad de su planteo. El gobierno apoyó su designación en la UIA como alternativa a otras candidaturas que suponía más próximas al Grupo Clarín. Adquirió así un antiguo submarino de la transnacional italiana Techint, con la originalidad argentina de corporizarse como burguesía nacional y para colmo desarrollista. Ya habían dicho casi lo mismo que el gran cráneo de la UIA el propio Lavagna y el gurú económico de la UCR, José Luis Machinea, quien presidió el Banco Central durante la presidencia de Raúl Alfonsín y desde el ministerio de Economía con Fernando de la Rúa rebajó 13 por ciento las jubilaciones y los sueldos de los empleados públicos, a propuesta del secretario de Política Económica, Federico Sturzenegger, el mismo que propuso pagar a los fondos buitres para recuperar la fragata. En junio del año pasado, en una columna publicada en Clarín con el título “Una Economía en falsa escuadra”, Lavagna atribuyó a “cenáculos iluminados” el sueño de que “este mismo gobierno o algún otro haga un rodrigazo. ¿Se acuerdan de 1975, un gobierno de una presidenta peronista? Todo junto, todo rápido, supuestamente para “ordenar” el caos de precios relativos, que como no podía ser de otra manera desató una guerra distributiva”. La siguiente alusión al rodrigazo provino de Machinea, en noviembre. “El intento de corregir distorsiones de precios relativos con una medida de un día para el otro no es aconsejable, la historia muestra que sería muy imprudente”. Esa tentación no cunde en el gobierno sino entre las distintas fuerzas de la oposición, que un día piden la devaluación, otro el ajuste y todos el regreso a los mercados de deuda. Es irónico que haya sido el economista liberal Juan Carlos de Pablo (quien escribió un libro junto con Domingo Cavallo y compró un departamento en el mismo edificio en que vivía el ministro convertible) quien refutara en la forma más rotunda la divagación rodrigal: “Isabel Perón estaba débil y Cristina Fernández de Kirchner no. Uno le puede endilgar a este Gobierno muchas cosas, pero debilidad, no”. Punto y aparte.
En ese contexto, el secretario general de una de las cinco centrales sindicales de trabajadores, Hugo Moyano, amenazó con un nuevo paro para marzo. De realizarlo, mostraría un nuevo descenso en su declinante poder de convocatoria, aunque algún intelectual de la paleoizquierda irredenta considere que el fiasco del 20 de noviembre fue el gran acontecimiento del 2012. El consumo eléctrico de ese día no mostró variaciones con el anterior ni con el siguiente, lo cual reduce aquella jornada a un gran piquetazo que vació el centro de la Capital, favorecido por la invariable decisión oficial de no reprimir la movilización política de protesta. Para salvar la incongruencia de su cambio de posición, el ex ultrakirchnerista Moyano justifica su ruptura con dos argumentos: el tope salarial que el gobierno impondría en las negociaciones paritarias y lo que su agrupación denomina el impuesto al trabajo. Son afirmaciones discutibles. El gobierno no tiene intención de fijar ningún tope a los acuerdos que puedan alcanzarse entre empleadores y empleados, ya que advierte que cualquiera sea el número que fije habilitaría a Moyano para levantar la vara de su exigencia. De modo que tanto la cuestión impositiva como la negociación salarial se darán en la subcomisión de empleo del Consejo del Salario. La eliminación del impuesto a los ingresos para la cuarta categoría sólo reforzaría la heterogeneidad que hoy caracteriza a la clase trabajadora, en beneficio de la elite que representan Moyano y su sindicato de camioneros, quien cuenta con el paradójico apoyo del estibador rural Venegas y del gastronómico Luis Barrionuevo de Camaño. Paradójica porque los afiliados de ambos padecen las más altas tasas de informalidad. La motivación es política: Moyano y Venegas están organizando sus propios partidos y Barrionuevo ha declarado su apoyo a la ilusoria candidatura presidencial del gobernador de Córdoba, José de la Sota. Su primera experiencia en esas lides fue en 1988, cuando integró como precandidato a vicepresidente la fórmula que encabezaba Antonio Cafiero. De la Sota se ganó la aversión del sector al que ahora corteja al declarar que el sindicalismo era la rama seca del justicialismo. Esos agravios han sido olvidados, acaso porque en este cuarto de siglo De la Sota se ha resecado tanto o más que la rama sindical. La fracción gremial del metalúrgico Antonio Caló presentó un proyecto que intenta compensar los ingresos que el Estado obtiene por el impuesto a los réditos de la cuarta categoría con tributos a las transacciones financieras, la comercialización externa de productos mineros y un nuevo revalúo fiscal de los campos de la región núcleo. En un cálculo de extremo optimismo, realizado en el vacío político de un laboratorio, estima que de ese modo se recaudarían unos 13.000 millones de pesos adicionales. También propone cuatro alternativas de modificación de las escalas sobre las que se cobra el impuesto a la cuarta categoría y un incremento de las deducciones admisibles. Como regla general, el tributarista Jorge Gaggero sostiene que “en ningún país serio del mundo se ha eliminado el impuesto a los ingresos para los altos salarios de los trabajadores formales, afiliados a sindicatos con fuerte poder de presión. Es más, los actuales mínimos no imponibles son similares a los de los países mediterráneos de Europa”. Pero Gaggero también reclama la reforma impositiva de fondo, que los sindicalistas bosquejan y el Estado resiste. El gobierno se comprometió a dar una respuesta, aunque adelanta que la dificultad reside en las categorías inferiores de la escala. Quienes perciben remuneraciones de entre 7 y 15.000 pesos mensuales son las tres cuartas partes del universo alcanzado por el impuesto. Con alícuotas del 1 por ciento quienes ganan menos de 10.000 pesos, del 3 por ciento hasta 12.500 y del 7 por ciento hasta 15.000 su contribución ronda los 7000 millones de pesos anuales, cuya falta dejaría sin recursos a los programas de transferencia de ingresos a los más débiles. Los técnicos del gobierno afirman que los impuestos alternativos propuestos no compensarían esa merma. Tal vez, pero como mínimo es indiscutible su valor simbólico, igual que en el caso de los jueces. La idea de la equidad no puede subestimarse. Si es justo que paguen los asalariados más favorecidos, no hay argumento por el que deban exceptuarse los inversores financieros. Con el retraso de la actualización de los mínimos en los últimos años, el 22 por ciento de los asalariados entraron en el radar de la AFIP. En las reuniones mantenidas en las últimas semanas, los representantes oficiales anticiparon que las readecuaciones posibles procurarán mantener ese porcentaje, porque de otro modo al ritmo del incremento actual de precios pronto alcanzaría al 30 por ciento de los trabajadores. Pero dijeron en forma explícita que no volverían los tiempos en que sólo tributaban el 8 por ciento de los trabajadores. Lo que el gobierno está preparando y podría anunciar la presidente al regreso de su gira asiática son medidas muy fuertes para reducir la informalidad laboral, que afecta a un tercio de la mano de obra que no paga impuesto a los ingresos, profundizando aquello que con tanta nitidez describió Mitre en el despectivo reportaje brasileño: “Há no país uma elite que pensa de uma maneira e uma classe baixa que não se informa, não escuta, não toma consciência e segue a presidente”. Acaso porque sabe que esa fidelidad es recíproca.
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