EL PAíS › OPINIóN
› Por Rubén Chababo *
En una de sus novelas, Heinrich Böll narra la vida de un personaje, el Sr. Burke, quien trabaja en la radio de su ciudad como sonidista. Cuando sale de su trabajo, y como pasatiempo, el Sr. Burke se dedica a coleccionar retazos de silencio. “Cuando tengo que cortar blancos –suspiros, vacilaciones, pausas prolongadas– los recorto y los guardo. Los pego uno tras otro, y de noche, en mi casa, paso la cinta y los escucho.”
En este pasaje de su libro, pensé en estos días en los que tanta palabra circundó la evocación de qué hacer con los lugares donde habitó la muerte, días en que tanta discursividad acalorada se abocó a construir trincheras desde las cuales desposeer “al enemigo” de su verdad sobre el tema.
Desde ambos lados se dijeron demasiadas cosas, con demasiada estridencia. Casi sin cuidar las palabras se enfrentaron los discursos, como si el lenguaje fuera algo que no mereciera el cuidado que merece cuando se nombran el dolor o la muerte, cuando se habla de temas que a muchos hieren porque todavía sus heridas no han encontrado conjuro.
Las palabras son algo preciado y a pesar de que no siempre midamos su alcance, en ciertos momentos debiéramos prever su impacto. Pueden parecernos gratuitas, porque no pagamos crematísticamente por su uso, pero sus efectos pueden ser devastadores.
Hay tiempos en los que hay inflación de los discursos, no sólo porque se dice mucho, sino porque lo mucho que se dice es tan banal como el dinero que se acumula en los bolsillos en las épocas en las que el papel moneda se devalúa.
La disputa abierta a partir de una celebración en la ESMA dividió las aguas entre los que apuestan a la sacralidad del sitio y los que creen que ese territorio puede oficiar como espacio para otras actividades no necesariamente vinculadas con la memoración. Casi ha sido difícil escuchar posturas intermedias, que no se encolumnen en alguna de esas dos posiciones. Tampoco se han escuchado las voces de aquellos que desde hace años trabajan reflexivamente en cómo abordar ese tipo de espacios. Porque no es que ese tema, el de qué hacer con los sitios de memoria, no se haya discutido antes, por el contrario, se lo ha discutido y mucho. En esos debates que evoco y que se multiplicaron a partir de 2003, organizados tanto por el Estado como por organizaciones de la sociedad civil, participaron tantos actores diferentes, desde historiadores y sociólogos a sobrevivientes, artistas, filósofos y familiares. Decenas de volúmenes recogen esos encuentros en los que acaloradamente se evaluaron experiencias y se pusieron sobre la mesa tantas posiciones diferentes. Un debate que no cesa y que seguramente se prolongará por años. Un debate poderoso, lleno de pliegues y encrucijadas, de interrogantes y dilemas.
Lo que la experiencia acumulada al día de hoy enseña es que el tema de qué hacer con esos espacios, –cómo gestionarlos, cómo hacer uso de ellos–, requiere más de la mesura, de la reflexión sosegada que del armisticio en el que pareciera querer ganar quien grita más fuerte.
Discutir los espacios de memoria, qué hacer con ellos, cómo “habitarlos”, no debiera nunca tener el mismo espesor, ni apelar a la misma estridencia con la que se discute el problema de qué hacer con el tránsito o si los números del índice inflacionario son más o menos ciertos. Debiéramos hacer el intento, siquiera una vez, de poder tratar estos temas apelando a otra cadencia, mimando de otro modo las palabras, haciendo pausas, no por nosotros, los que estamos vivos, sino por aquellos que ausentes tienen borrada su palabra y su posibilidad de defensa. Y también por aquellos que han salvado su vida de esos sitios, cuyos cuerpos también fueron duramente lacerados por la violencia y que prefieren o han preferido –en su justo derecho– callar.
Los sitios de memoria son, entre tantas cosas, lugares en los que el pasado disputa sus sentidos. Son territorios de batalla, siempre, allí donde estén, en cualquier geografía del mundo. Pero también son territorios donde se dirime, a veces de manera más o menos eufemística, el presente. Y es ahí entonces cuando el sitio deja muchas veces de ser importante al transformarse en una excusa para atacar o defender algo que nada o poco tiene que ver con el sitio.
Entonces, deja de discutirse cómo evocar a los ausentes, cómo traer su memoria al presente, sino quién tiene derecho hoy a hacerlo y en qué lugar de la trinchera política se encuentra. ¿Son peronistas, son comunistas, son socialistas o radicales? Cualquier pertenencia partidaria puede ser argumento para la descalificación a la hora de evaluar la propuesta. Y así, ya no se discute si su idea de qué hacer con el espacio es buena, mala o regular, sino desde qué lugar de la trinchera se lo enuncia. La afectividad, la dimensión sensible, pocas veces es un valor considerado en esa clase de debates.
Los sitios de memoria son lugares dinámicos, las comunidades ensayan continuamente qué hacer con ellos. Muchas veces esos ensayos fracasan y los sitios se pierden y desaparecen, como desaparecieron violentamente en el pasado quienes los habitaron. Y otras veces, en ese ensayo se hacen cosas que luego, miradas en perspectiva, pueden leerse como erróneas. Lejos de lo que la gente vulgarmente cree, la mayor parte de los sitios de memoria europea a los que siempre se pone como ejemplo son palimpsestos, espacios donde se acumulan, como en capas, errores y ensayos, lugares donde es posible advertir no los acuerdos plenos, sino las disputas en torno al sentido según las diferentes coyunturas históricas.
Es cierto que algunos sitios exhiben monolíticamente un mensaje, pero son los menos, y generalmente están despojados de inquietud. El esfuerzo homogeneizador borra la fuerza vital de las luchas y las polémicas por el sentido, lo muestra inmaculado como si el debate por el pasado fuera algo trasparente, diáfano, sin contradicciones, enunciado por comunidades que acuerdan en un todo qué hacer con el ayer.
¿Quién tiene la verdad absoluta acerca de qué hacer con estos sitios del dolor? ¿Quién puede elevar su índice y decir, con absoluta certeza, esto es lo que hay que hacer, esto no se debe? Porque hay quienes seriamente impulsan su desaparición, su borradura definitiva de las tramas urbanas (que el paso del tiempo los erosione, dicen). Otros apuestan a su conservación intacta tal como ese sitio fue habitado en el pasado y hasta trabajan para reconstruirlo en sus mínimos detalles como lo hacen los restauradores con las obras valiosas de la historia del arte. Otros se conforman con las ruinas y trabajan por reinterpretarlos desde la ausencia y el vacío, y así casi hasta el infinito. Acerca de esas experiencias se han escrito miles de páginas de un lado y del otro del océano y puede asegurarse que nadie, absolutamente nadie puede arbitrar con absoluta legitimidad cuál de todas es la mejor opción.
Pero, además, en nuestros intentos por reapropiarnos de esos sitios, ¿estamos exentos de equivocarnos? Y si alguna vez hacemos algo que otros consideran desde su más íntima sensibilidad que es errado, ¿no es posible evaluar su perspectiva y considerarla?
No debiera entenderse como derrota aceptar el error, sino como un gesto que visualiza al otro como alguien que siente que allí es posible hacer otra cosa y cuya palabra puede ser valiosa para la significación del espacio. Pero si esas palabras no se despojan del resentimiento, del prejuicio o la sospecha, es muy difícil que se llegue a un entendimiento. O de otro modo, si lo que se discute qué hacer en esos sitios olvida en el fragor de la discusión a los ausentes, reponiendo en su lugar, de manera exclusiva, mi derecho absoluto a disponer de esos lugares, entonces algo sustancial se pierde en el camino.
Lo cierto es que el tema que hoy se discute en torno de una celebración que tuvo lugar en la ESMA, va más allá de la ESMA, porque concentra odios y rechazos que poco tienen que ver con la historia del terrorismo de Estado. Allí se disputa una posesión real o imaginaria de unos, frente al afuera de otros que quisieran estar en ese sitio y por diversas razones no lo están. La ESMA, cualquier sitio de memoria del dolor no puede ser entendido como una pica en Flandes. Si se lo considera así, el sitio, su aura, se desvanece. Porque esos sitios deben ser conquistados, aquí y donde sea, no como revancha de nada sino por desinteresado amor a los ausentes. Si los ausentes no son cuidados, si sus nombres son utilizados como soldados de una batalla que ya no tienen la posibilidad de librar, de qué sirve el supuesto éxito de esa conquista?
En estos días de trincheras abiertas habría que hacer silencio. No un silencio de aquellos que anulan la capacidad de que el pensamiento y las ideas fluyan, no el típico silencio que imponen los autoritarios vedando la capacidad imaginativa o de intervención en el presente, no, se trataría de otra clase de silencio: un silencio significativo, de esos silencios que cuando se hacen permiten que uno escuche y entienda con más atención lo que se dice y lo que sucede. Un silencio que invite a una pausa para que luego de esa cesura sosegada, las palabras puedan salir con mayor resplandor de nuestras bocas.
Un silencio que permita, a todos los que pensamos en la importancia que supone el cuidado de la memoria, escucharnos.
Acaso sea necesario que hagamos lo que el personaje de la novela de Heinrich Boll, que nos demos un tiempo para coleccionar pausas y paréntesis, esos que se producen entre grito y grito, y como él lo hacía con las cintas de radio, estemos dispuestos a pasarlos y escucharlos para ver qué nos dicen esos hiatos entre voz y voz. Tal vez haya allí algo que aún no sabemos, alguna enseñanza que nos está destinada y que el vértigo no nos permite conocer.
Porque en medio de la gritería nada se escucha, porque en medio del barullo ninguna palabra resplandece, y si no hay palabras que resplandezcan y todo es puro barullo, es posible que no logremos estar atentos a escuchar el ruido de los cimientos de nuestros sitios cuando el derrumbe sobrevenga y ya sea tarde o estemos cansados para abocarnos a su reconstrucción.
* Director del Museo de la Memoria de Rosario.
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