EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Goloboff *
El insulto muestra, de la manera más despiadada con su propio emisor, de la manera acaso más patética, la escasez de lenguaje, es decir, de pensamiento. Es una de las formas más primitivas, menos elaboradas (más apasionadas, es cierto, pero también más elementales), en la escala biológica, de expresión de un sentimiento. Quizás solo le sea semejante el grito.
Y, hay que admitirlo, emana de la parte menos alta, menos inteligente de nosotros como seres humanos. Puesto que está hecho con lenguaje casi onomatopéyico, casi visceral, cercano a la interjección, vecino de la exclamación, confesadamente impotente, reconocidamente pobre. Por eso, viviendo o circulando en el extranjero, solo puede pronunciarse, para sentirse que se pronuncia, en lengua materna, porque va unido a lo más primigenio. A lo que viene de la cuna, de la sangre.
El insulto a una mujer, cualquiera sea, a las mujeres, en el que además se vincula permanentemente con atributos o cuestiones sexuales, pone de relieve el carácter profundamente atrasado de una formulación que se utiliza desde los tiempos bíblicos. (¿No es acaso “hijo de puta” la vuelta de tuerca de “hijo de la Virgen”, derivado, como los demás, casi todos de la necesidad de transgredir la interdicción bíblica de pronunciar el nombre de Dios?) Como enseña el sabio lingüista Emile Benveniste sobre la blasfemia, “es un proceso de lenguaje; ella consiste, en cierto modo, en reemplazar el nombre de Dios por su ultraje”.
Aquella débil constitución lingüística permite al emitente o a sus cómplices decir por ello que el insulto es algo “que salió, que se dejó escapar” y de lo cual “uno puede arrepentirse, pedir perdón, reconocer que se le fue la mano...”. (O, más bien, que se le fue la lengua...)
Pero, precisamente ¿en qué se le fue “la mano”? ¿En pensarlo, en decirlo, en ambas cosas...? No deja de ser enigmático, aunque me inclino por la primera hipótesis. Debe ser más bien en pensarlo. Porque el insulto no comunica nada, ninguna circunstancia precisa, ningún hecho, ninguna consideración. Es la expresión de un pensamiento (si puede llamársele graciosamente así), de un sentimiento; es la expresión misma; el insulto es, puramente, expresivo. Por eso también la desconfianza que infunden los “arrepentimientos”, puesto que ¿cómo puede arrepentirse uno de pensar?
Comprendo, sí, que estas son cuestiones que solo pueden plantearse los intelectuales, los “cabezas de huevo” (como llamaban los macarthistas a sus sospechosos), vamos, pero no los seres de carne y hueso, la gente del común, los correctos ciudadanos, los hombres de la calle, hasta los humoristas, claro, que saben muy bien y siempre dónde están parados.
Aunque, vacilo, y hasta me cuestiono y me desdigo: ¿dónde están parados? ¿Allí donde están hablados...?
* Escritor, docente universitario.
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