EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
En parte, quizá se deba a que el verano no suele ser el mejor período para encontrar informaciones políticas destacadas y, en consecuencia, la propensión a inventar o manipular es mayor. Pero también juega que la lucha en ese terreno persiste desembozada, cruel, con intensidad creciente. Por las causas que fueren, enero tuvo mucho de muestrario en torno de cómo convertir al ejercicio profesional del periodismo en un campo de maniobras que prioriza la falsedad y el ocultamiento como (eventual) beneficio de sector.
Ya no sólo con forma de noticia puntual, sino como temática global instalada de modo repentino, la provincia de Santa Fe y la ciudad de Rosario en particular surgieron a la consideración pública cual antros de desarrollo del narcotráfico y violencia imparable. Primero había sido el jefe de policía provincial, acusado de proteger narcos, para sumarse ahora los ataques de esa procedencia contra militantes sociales y, después, la casi inverosímil secuencia de atentados entre hinchas de Central y Newell’s que derivó en la suspensión del partido amistoso entre ambos. Como lo definió Luis Bruschtein en este diario, hace dos sábados, “con la secuencia de un thriller, se proyectó hacia el país un Rosario poco conocido”. Sin embargo, tal lo reseñado por el mismo colega, Santa Fe triplica la media nacional de homicidios dolosos; es mucho más alta allí que en distritos similares –como Córdoba– y, en comparación, ese índice es aún más elevado en Santa Fe que en Rosario. Eso no es circunstancial. Proviene de hace rato. Y a la pregunta obvia de por qué, si esos indicadores de delito y violencia rosarinos son tan elocuentes, las grandes manifestaciones no se producían allí sino en territorio porteño y bonaerense, Bruschtein responde con una ¿obviedad? no menos necesaria: porque hay diferente visibilidad de la problemática. Al revés que aquí, “en Rosario estaba prácticamente ensordinada (...) Los que hacen más o menos visible un problema como éste son los grandes medios. Mientras que en Rosario no le dieron importancia, y por tanto lo mantuvieron invisible para el plano nacional, en contrapartida amplificaron al problema (en Capital y provincia de Buenos Aires). La presencia permanente de móviles de noticieros de canales de aire y cable en estas situaciones, al punto a veces de convertirse en verdaderos convocantes de las marchas; la insistencia en buscar a los familiares para reproducir las declaraciones más lógicamente violentas y desgarradoras, más la repetición día tras día de estas escenas, conforman una estrategia de amplificación de estos hechos (...) Estrategias político-mediáticas que exceden al reflejo de buscar lo escabroso”. Cabe aquí el paréntesis ad hoc de lo perpetrado hace unas semanas por la señal TN, cuando presentó como noticia de último momento el secuestro de un empresario ocurrido hace cinco años. No otra cosa que el abundar en la teoría o definición Argibay (Carmen, jueza de la Corte Suprema): uno se levanta a la mañana; prende la radio; escucha sobre un asesinato; convive todo el día con los detalles y especulaciones que se hacen sin pausa sobre ese crimen; llega la noche; enciende la tele; el machacar de los medios ya le hizo pensar que hubo cien asesinatos y no registra, o no le interesa, caer en la cuenta de que siguen hablando del mismo asesinato de la mañana.
Por cierto que no se trata de elevar lo que se llama “inseguridad” al mero rango de sensación. Pero tampoco de ignorar dos aspectos complementarios que sólo la vagancia intelectual o el resentimiento de clase –son lo mismo, al cabo– impiden ver: el papel que juegan los medios en la construcción de imaginario y, antes o después, el hecho de que esos medios continúan siendo la comandancia política de la oposición. Igual de cierto es que no deben adjudicársele al gobierno santafesino responsabilidades o culpabilidad exclusivas, frente a un escenario complejísimo de alcances poco menos que universales. E igualmente veraz es que, por el hecho de estar esa administración en manos opositoras al gobierno nacional, goza de una protección mediática enorme en la prensa de llegada masiva. La misma que ampara a Macri cuando oculta su condición de procesado. O la que se expresa también por su silencio, a favor del alcalde porteño, al ignorar toda semblanza informativa que pueda perjudicarlo en todo terreno. Nada de lo antedicho significa relativizar lo enmarañado que es tomar decisiones ante el desafío de gestionar grandes urbes, por fuera de reales o eventuales intenciones de enriquecimiento ilícito. Se apunta simplemente a reparar en la diferencia de trato periodístico que reciben los unos y los otros, gracias a una jefatura mediática que no lo es de sí misma sino de quienes aspiran –o eso dicen– a reemplazar el modelo vigente. Las operaciones de prensa, que ahora alternan su presión entre Scioli y Massa para terminar de decidirlos a salirse de la órbita kirchnerista, son la táctica-madre de la coyuntura frente a la comprobación de que Macri no tiene ni cuadros ni vocación de trabajo. No es cuestión de que por cuitas de esta especie se desatiendan los episodios de corruptela e impericia que involucran al gobierno de Cristina. Pero veamos, en cualquier orden: el vicepresidente Boudou es tapa casi todos los días por el affaire de Ciccone y la Justicia sigue su marcha; Ricardo Jaime y Juan Pablo Schiavi, tanto como los “kirchneristas” hermanos Cirigliano, tienen graves complicaciones judiciales por la tragedia de Once; Felisa Miceli está condenada por la bolsa de plata en su despacho; la familia, “corpo”, entramado judicial, o como quiera llamársele, tiene detenida la aplicación de la ley de medios desde su sanción, hace más de tres años; se aplicó un freno que pinta similar a la expropiación del predio de la Rural en Palermo. Insistamos en que esta dictadura que avasalla las instituciones de la República no parece tener demasiado de impune o en que, a lo sumo, es tan singular como lo que los medios –o el grupo de medios dominante– ocultan en torno de sus preferidos. O con más precisión, optados y despreciados. Héctor Magnetto lo confesó ante sus íntimos tras aquella fracasada reunión en su casa, al convocarlos para que se pusieran de acuerdo: con éstos no se puede armar ni una murga suplente.
Esta hinchada mediática es la que promueve hablar de un “rodrigazo”, como se conoce al bestial ajuste producido en 1975 durante el gobierno de Isabel Perón, en curiosa coincidencia con el comienzo de las paritarias. Es la que directamente fantaseó el disgustado retiro de una familiar de víctima del atentado a la AMIA en la reunión con el canciller Timerman, que la propia citada debió desmentir. Es la que resalta al grasulín del Promidachi como un tipo que sabe aceptar errores, tras haberle endilgado a la Presidenta el biotipo de vieja-chota-hija de puta (conste que el tipo dijo lo que auténticamente piensa: no es que se arrepintió de eso, sino de haberlo dicho. El video del momento en que lo dijo, junto con su contexto de guarangadas patéticas, tiene una fortaleza indesmentible). Esta hinchada mediática, cuyas ocurrencias se limitan al denuesto del enemigo, es la que necesita aferrarse a un Darín, a un Pinti, a un Campanella, o a la dispensa a Del Sel, como tablas de salvación efectista. Es la que en un título representó a Milagro Sala de impúdicas vacaciones en Cariló, siendo que la misma nota describía que estaba en Mar Azul. La diferencia sustantiva entre esta clase de periodismo y la que alguna vez se conoció no es la neutralidad, que no se conoció jamás. Es la impudicia. Las “fe de erratas” desaparecieron, y no solamente respecto de papelones provenientes de intencionalidad política. Clarín epigrafió la fotografía de Cristina junto a los hermanos Castro, sindicando a nuestra secretaria de Comercio Exterior como la esposa de Fidel. Para el diario fue un dale que va, capaz de reforzar el significado que twiteó la Presidenta: como Raúl Castro tiene bigotes podrían haberlo confundido con Guillermo Moreno, y lo mismo les daba. En estas cosas tienen razón los que hablan de la muerte del periodismo, aunque nunca deba ser cosa de renunciar a ejercerlo con honestidad intelectual.
Una lástima, y una inconveniencia, tener que dedicarse a estas andanzas mediáticas. Por los hechos en sí, y porque uno carga en ellos la energía que de pronto no consagra a los que deberían importar más. El dólar blue o ilegal está atravesando un techo que impone el interrogante de si lo que se protege por algún lado (el cuidado de divisas) no se escapa por algún otro (la caída en los índices de la construcción, sin abundar). Los cortes de luz son insoportables y las explicaciones oficiales brillan por su ausencia. Seguramente, todo podría justificarse –para estar de acuerdo o no–, pero el Gobierno no lo hace porque la estupidez y la mala intención opositora invitan a concentrarse en eso y punto. Uno, como comentarista, comete el mismo error. O acaso no lo sea o lo sea parcialmente, en tanto razones dialécticas ya simbolizadas en el adagio de que, por más que se quiera ser antikirchnerista, los antikirchneristas no te dejan.
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