Un espacio de debate sobre los cambios en la Justicia.
Opinión
Por Javier Augusto De Luca *
La inusitada situación generada en el segundo semestre de 2012 por el trámite de una demanda judicial en la que se pretende la inconstitucionalidad de unos artículos de la ley de medios audiovisuales despertó asuntos que estaban latentes, ocultos por el devenir cotidiano, que seguramente los actores de ese coyuntural conflicto no tuvieron en cuenta.
En realidad, el caso sirvió como elemento catalizador de una serie de sensaciones contenidas para muchísimos actores judiciales que no veníamos expresando nuestro descontento con una determinada forma de hacer justicia y de proceder de los hombres y mujeres de la Justicia.
Muchos de nosotros deploramos el tratamiento judicial de los casos por fuera de los expedientes y los estrados judiciales. No en el sentido de dar noticias y opiniones por la prensa, sino en el de hacerlo de un modo oscurantista, con juegos de palabras, declaraciones públicas redactadas en forma ambigua, con secreto de las fuentes de información, que no terminan de decir claramente a qué sucesos concretos se refieren y que siempre parecen apuntar a presiones que no se denuncian con precisión, y a callar las acciones de esa índole de algunas partes procesales cuyo poder real ha atravesado y estado presente en todos los gobiernos, democráticos y dictatoriales.
Quizás esta reacción de cientos de magistrados y funcionarios de todo el país pueda ser aprovechada por el PEN en este momento, pero ese es un dato ajeno a nuestros reclamos, porque no se trata de un asunto generado desde el PEN o por representantes de medios de comunicación en litigio o por un puñado de magistrados judiciales, sino uno ya existente desde antaño. El sistema se reproduce en todas las jurisdicciones, donde parece ser imposible administrar justicia imparcial cuando una de las partes goza de un poder real, sea o no sea superior al del gobierno de turno, se encuentre alineado con él o en contra de él.
Un denominador común del descontento y del desconcierto de la ciudadanía en general es la hipocresía que manifiestan algunos que hablan como si no existieran determinados grupos de poder económico y social que tienen todo arreglado y controlado ante los tribunales, con múltiples formas de influencia, sutiles o directas.
La llamada democratización de la Justicia comienza con concursos abiertos y anónimos para que los puestos judiciales sean conformados con chicos y chicas de todos los estratos sociales y disímil pensamiento e ideología, para que en 10 o 20 años se conforme un Poder Judicial pluralista en todas las jurisdicciones, lo cual asegurará un nivel de discusión totalmente diferente con los gobiernos de turno y con los poderes económicos y sociales reales, en estrados conformados por esa gente. Y sigue con los consejos de la Magistratura nacional y provinciales, que demandan mayor participación en las elecciones y mayor transparencia en los concursos. Por ejemplo, en el ámbito nacional, los fiscales y defensores oficiales, y una multitud de funcionarios judiciales que son abogados, que actuamos de manera necesaria en todos los “expedientes”, no podemos votar para consejeros jueces, mientras que sí lo pueden hacer los abogados de la matrícula que ejercen la profesión de manera privada y los funcionarios y magistrados afiliados a la AMyFPJN.
La democratización también alude a la transparencia de los actos judiciales, como clásico método anticorrupción (que no es sólo económica). Todo a la vista. Todo escrito o grabado o filmado en las resoluciones o dictámenes correspondientes y en un lenguaje simple. Este método genera obstáculos a quienes resuelven sus asuntos por debajo de la mesa y después los colorean con argumentos jurídicos. En ello también están incluidos los conflictos de intereses. Hoy en día, todas las convenciones internacionales anticorrupción se refieren a ellos y tienen mecanismos para evitarlos o solucionarlos. Todos podemos quedar envueltos en conflictos de intereses sin quererlo, pero cuando nos lo anotician, debemos pedir disculpas y excusarnos inmediatamente. Y estos conflictos no se presentan de manera desembozada, sino de las formas más sutiles y oblicuas. Como diría Carrara, el ruego de los poderosos es una manera violenta de mandar. Esto que fue desnudado y explicado hace 150 años, que es una sencilla descripción de hechos de la vida, parece hoy olvidado en un cajón.
Existe una práctica que todos conocemos, pese a que quienes la llevan a cabo creen que no la advertimos. Se trata de resolver los casos midiendo los tiempos políticos o sociales, y no los procesales. Cuando se vienen las elecciones, nadie resuelve una causa de gravedad institucional. Y el no resolver las cosas, también es una forma de decidir; se trata de un ejercicio del poder de la peor calaña.
Ello no ocurre por la vetustez de los procedimientos, porque todos los códigos procesales permiten resolver las cosas en pocas horas o días, sino de actitud. El abuso del lenguaje técnico prioriza la burocratización, como un fin en sí mismo, para no expedirse sobre el fondo de los casos.
Se está hablando del Impuesto a las Ganancias, y no hay motivos para que los funcionarios del Poder Judicial y Ministerio Público no lo paguemos. Pero cuidado, eso no asegura una mejor administración de justicia. Una discusión meramente contable no puede comerse la cuestión mayor que se refiere a cómo deben conformarse los tribunales y ministerios públicos para garantizar una forma de tratamiento y decisión de los casos judiciales de manera compatible con la Constitución Nacional y los Pactos de Derechos Humanos, no como una mera descripción normativa, sino con la ideología que los inspiran.
* Fiscal general. Cámara Federal de Casación Penal. Titular asociado Derecho Penal y Procesal Penal. UBA.
Opinión
Por Mauro Benente *
A primera vista, el debate sobre la democratización de la Justicia presenta un panorama por demás tormentoso, entre otras cosas porque combina las ideas –o ideales– de democracia y de justicia. Tal vez un primer paso en este sendero bien sombrío sea despejar la noción de justicia. Es un valor que puede construirse individual o colectivamente, pero de ningún modo debe confundirse con una institución como el Poder Judicial. De lo que se trata es de democratizar una institución que guía el destino de los individuos, que puede funcionar de modo justo, pero también de modo muy injusto.
De todos modos, esto no parece resolver completamente el asunto, porque resta indagar las implicancias de la democratización. Etimológicamente democracia remite al poder del pueblo (o de los barrios) pero, al menos en la Atenas del siglo V a.C., muy unida a esta noción estaban las de isonomía –igualdad ante la ley– e isegoría –igualdad de palabra–. Avanzar por el camino de la isonomía y la isegoría nos puede aclarar aún más el camino, ya menos tormentoso, de la democratización del Poder Judicial.
Sin dudas, aquello que resulta más escandalosamente violatorio de la isonomía es la exención que tienen los jueces de pagar el Impuesto a las Ganancias –tributo por estos días muy en boga–. Aquí es importante aclarar que no es la ley la que los exime. Ella los obliga a pagar, pero la Corte Suprema, mediante una acordada de 1996 –que podría ser derogada en cualquier momento por el máximo tribunal–, ha decidido que los jueces no debían pagar el impuesto. Pero no solamente los jueces no tributan, sino que los funcionarios tampoco lo hacen y, como si esto fuera poco, la Corte ha resuelto causas en las cuales ha impedido que a jueces jubilados –es decir, a personas que ya no son jueces– se les cobre. De todos modos, este privilegio debe inscribirse en otros tantos, como los cuarenta y cinco días de vacaciones al año, la jornada laboral de seis horas y los sueldos notablemente altos en comparación con otros empleados estatales como los médicos, quienes todos los días realizan el ideal de justicia salvando vidas y curando enfermedades. Los privilegios en general, y algunos de los que gozan los integrantes del Poder Judicial en particular, son muy malos compañeros de la isonomía y, por ello, de la democracia.
Por otro lado, en la democracia ateniense del siglo V a.C., cuya asamblea requería de un quórum de seis mil ciudadanos para iniciar algunos de los debates, la isegoría, la igualdad de palabra, era otro valor central. Esta igualdad de palabra es notablemente dificultosa de hallar en una institución como el Poder Judicial, puesto que allí no todas las palabras tienen el mismo peso. En primer lugar, la palabra de los verdaderos afectados es casi nula, puesto que a diferencia de los procesos en la Grecia clásica, en donde los individuos hablaban por sí mismos, en los procesos modernos es necesario un abogado o una abogada que hable en lugar del afectado o afectada. Sin embargo, el asunto se torna notablemente más sombrío cuando se advierte que por sobre las partes hay una palabra que tiene más peso: la del juez o la jueza. El magistrado es quien construye el relato sobre los hechos. Los hechos ya pasaron, nunca es posible saber efectivamente qué ocurrió –justamente porque ya aconteció–, pero en la desigualitaria distribución de la palabra, el magistrado es el único facultado para armar un relato sobre lo que supuestamente sucedió. Algo similar ocurre con el derecho. Si bien la ley está escrita, es un significante vacío al que hay que dotar de sentido: no es lo mismo la noción de propiedad privada para alguien que vive en un barrio de emergencia –donde los jueces y las juezas generalmente no viven– que para quienes están radicados en un barrio cerrado.
Es cierto que pensar en un proceso judicial que respete plenamente la isegoría puede sonar dificultoso a corto plazo. De todos modos, aunque sea el juez quien mantenga una preeminencia en la distribución de la palabra y en la construcción del relato, eso no implica que sea siempre el mismo juez o la misma jueza. La garantía de estabilidad de los magistrados estipula que a menos que sean destituidos por un jurado de enjuiciamiento o, si se trata de un juez o jueza de la Corte Suprema, por un juicio político, son vitalicios en sus cargos. Los jueces y las juezas no provienen de la elección popular y es casi imposible que sean removidos de sus cargos. Si bien esto ya debería provocar cierto ruido, un ejemplo puede ayudar a graficar la gravedad de la situación: de acuerdo con los datos del último censo, de los poco más de 40 millones de habitantes de Argentina, 21 millones tienen 29 años o menos, lo que no implica otra cosa que el hecho de que más de la mitad de la población no solamente no votaba, sino que ni siquiera había nacido cuando Enrique Petracchi y Carlos Fayt asumieron como jueces de la Corte Suprema. Esto no los transforma en malos jueces, sino que simplemente es una muestra de la distancia que tiene la estructuración del Poder Judicial con el valor de la isegoría. El propio rol del juez rompe con la isegoría y, además, los añicos de esa rotura son pisados hasta la destrucción si el sistema contempla que sean siempre los mismos jueces y las mismas juezas.
Según creo, hablar de la democratización de la Justicia implica entrometerse con dos nociones notablemente complejas. Proponer la discusión en términos de democratización del Poder Judicial y avanzar por la huella de la isonomía y la isegoría, entiendo que nos permite establecer algunas pautas un poco más claras en la discusión. Nos permiten, pues, democratizar la (in)justicia del Poder Judicial.
* Profesor en la Facultad de Derecho de la UBA/ Conicet.
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