Dom 14.04.2013

EL PAíS  › OPINION

Todas las batallas y la madre que la parió

› Por Alejandro Slokar *

La reforma judicial tiene la capacidad de alterar el perfil de un poder del Estado, y sus relaciones con la sociedad, nada menos que en un año electoral. En ese contexto, las tensiones al interior del Judicial, y en la política en general, son inevitables pero también buenas.

Difícilmente alguien pueda oponerse a los postulados de democratización, transparencia, agilidad, publicidad, etc. Lo que algunas interpretaciones cuestionan es el encuadre constitucional de algún proyecto, a mi ver, sin una argumentación suficiente y con clichés banales. Si la reforma entra en el terreno de lo constitucionalmente posible, sólo cabe discutir en términos de preferencias o gustos sobre mejores propuestas. Lamentablemente, aun cuando desde todos los sectores políticos se asume la crisis del Judicial, no hay modelos que se formulen y el debate sigue ausente.

Peor aún: se anticipa un escenario de judicialización de la reforma para obturar su efectiva vigencia en caso de consagrarse la ley; claro, cautelares mediante. Ello reafirma lo endógeno y corporativo, esto es, jueces que revisan leyes sobre jueces. En definitiva, algo nada lejano a la escandalosa acordada del ’96 que exime el pago de impuesto a las Ganancias.

En verdad, no hubo cambios institucionalmente virtuosos que hayan partido del interior del Poder Judicial, porque sectores corporativos con resistencia a los cambios siempre lo impiden en defensa del statu quo. Quizás algo similar a los desafíos del papa Francisco ante la estructura del Vaticano.

Al interior del Judicial, la espina dorsal de la reforma es el proyecto que procura la modificación del Consejo de la Magistratura. Es el más trascendente porque pone en juego el gobierno del Poder Judicial y su cabeza, al aclarar definitivamente la ingeniería institucional que se estableció en 1994.

En el reparto de tareas, la Constitución reformada le encomendó al Consejo la administración en general del Poder Judicial y la ejecución de su presupuesto, mientras la Corte Suprema –que hasta entonces tenía esas facultades– quedaba como máximo tribunal con competencia en los diversos ámbitos del derecho.

Lo que ocurrió en casi veinte años fue una traslación de las llamadas facultades de “superintendencia” del Consejo a la Corte, con pretendido fundamento en leyes anteriores a la reforma, y todo –o casi– en ese rubro siguió funcionando como si el Consejo no existiera, cuando es el ámbito que desde una representación amplia y plural –contra todo verticalismo autocrático– tiene constitucionalmente esa tarea.

La iniciativa en ese sentido claramente reafirma la Constitución y clarifica el ámbito de competencias: los jueces deben dictar sentencias y es al consejo al que le corresponde administrar. Más aún: obliga a la Corte a que en tres meses se transfieran todas las dependencias técnico- administrativas que no tengan relación directa con la función jurisdiccional. No hay que olvidarse de que, más allá de las tradicionales como la Obra Social, en el último tiempo las áreas creadas se fueron extendiendo cada vez más, a la vez que el ingreso de causas cada vez es mayor.

Para ello la vía de creación de una instancia intermedia como la Casación, de modo de descongestionar la labor de la Corte acercándola al modelo estadounidense, también es trascendente. Morello enseñaba que nadie puede negar la conveniencia de organizar un “filtraje” razonable y previsible ante la invasión de recursos a la Corte, tanto más cuanto se ha acrecentado la posibilidad del rechazo por aplicación del certiorari (art. 280), o la perpetuación de los caracteres pretorianos de uso frecuente para los rechazos. Es este estrechamiento del sistema de recursos lo que potencia la relevancia de la casación para satisfacer la tutela judicial efectiva.

* Juez de la Cámara Nacional de Casación.

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