Lun 15.04.2013

EL PAíS  › OPINIóN

Una crítica desleal

› Por Eduardo Aliverti

¿Cuáles antecedentes habrá de que una medida de Gobierno (no éste en particular: cualquiera) haya sido cuestionada, desde la unanimidad opositora, sólo “por las dudas”? ¿Cuántas veces pasó que sea virtualmente imposible encontrar una, apenas una fundamentación técnica para contraponerse a tal o cual acción del oficialismo de turno? Pero, sobre todo, ¿se tiene registro de que haya habido alguna oposición de turno capaz de reconocer que de eso se trata? ¿Admitir que únicamente es cuestión de me opongo porque me opongo?

Casi con toda certeza, debe haber historial al respecto. Sin embargo, el solo hecho de tener que dedicarse a revolver para toparse con algo parecido, en la historia reciente o lejana, ya habla de la dimensión del asunto no por su importancia en sí, ni por el interés popular que despierta. De ser por eso, admítase que la reforma judicial es uno de esos temas mueve pelos masivos. Es tomada como cosa de jueces, abogados, gente del mundo del derecho o de políticos que quieren aprovecharla. Hablan de ampliar casaciones, de Consejo de la Magistratura, de juridicidad más democrática, y no hay manera de descubrir que en la conciencia o el espíritu social mayoritario esté hecho carne. Lo cual no tendría por qué decir algo sustantivo. Cuando Kirchner ordenó bajar el cuadro de Videla de las paredes del Colegio Militar, nadie se lo reclamaba. Estuvo a la izquierda de la sociedad cuando hizo eso. Pero fue uno los actos fundacionales para construir y ejecutar un relato, que sirvió –entre otros aspectos– a fin de que jóvenes y desencantados volvieran a confiar en la política. Es que alguien, desde allí, podía animarse a patear algún tablero. La justeza de una medida o una actitud, su proyección a largo plazo, su modalidad, pueden no ser apreciados por las masas como un elemento determinante, cuando en verdad lo es. Para eso están los líderes, los estadistas, las figuras sobresalientes: para adelantarse a las expectativas sociales. De modo que no. No se señala que la reforma judicial no deba importar porque, hoy, le interesa solamente a una minoría de cenáculos. Sí se apunta que, tenga de fondo lo que tuviere, el Gobierno vuelve a marcar agenda. Pero esta vez, en lugar de que se acuerda una Súper Card con los supermercados y se retruca con que eso es una mera transferencia de ingresos, de los bancos a un sector del comercio; en lugar de que haya publicidad oficial en exceso y se cuestione que el Gobierno usa los fondos públicos para propagandizar, y no para dar cuenta constitucional de sus actos; en lugar de que Cristina haya hecho uso y abuso de la cadena nacional, para contraponer que ese recurso debe limitarse a casos de gravedad o repercusión masiva, el Gobierno propone tal y tal medida sobre el funcionamiento de los Tribunales y le dicen “no, no te creo nada; no nos incumbe entrar en ningún debate; estamos en año electoral y lo único relevante es nuestra capacidad de convencer para cuestionar lo que sea”.

Si acaso lo entrecomillado puede parecer una exageración interpretativa, una semblanza retórica y punto, vean lo realmente ocurrido. Una serie de dirigentes enfrentados al Gobierno, de cuya existencia no se tenía mayor noción pero que fueron presentados en los títulos del periodismo opositor como un arco monolítico, llamó a la rebeldía ciudadana sin más ni más. En previa sintonía, Federico Pinedo, del PRO, quien, ya hemos dicho, no es ni de lejos el peor gurka de la derecha sino un tipo habitualmente centrado, twiteó que no tiene idea de lo propuesto por el Gobierno pero que cabría presumir un avance sobre la independencia de la Justicia. Carrió equiparó al proyecto oficial con “una dictadura de facción”, y la cúpula radical la reprodujo en palabras textuales. Los socialistas (?), o alguna de sus caras más visibles, se subieron a lo mismo. Se entiende de qué hablan, en cuanto a intencionalidad política. Están en todo su derecho democrático de hacerlo. Lo improbable es localizar objetivamente en cuál soporte argumentativo se amparan. Y en mayor o menor medida, todos concluyen en que ahora viene el 18-A y “los ciudadanos” deben conformar ese ahí, ese cuándo, esa explosión. A ganar la calle, sin que tampoco alguien explique para qué por fuera de engancharse al odio de clase, a la libertad de comprar dólares, a la defensa de esas “instituciones” que jamás precisan y en las que se defecaron toda la vida. Un otrora icono de la frivolidad reaccionaria, Bernardo Neustadt (periodista de presunto o auténtico gran influjo entre la última dictadura y los comienzos del menemismo), tenía el mérito de aprovechar o inventar frases efectistas. Una de ellas era “prohibido criticar sin proponer”. Imaginemos ese concepto, que Neustadt usaba para amparar a los militares y a sus mandantes civiles, aplicado a los que ahora serían sus seguidores contra la dictadura kirchnerista. La propuesta vendría a ser “dejemos todo como está, que estamos bárbaro”. Para el caso, en la Justicia.

Cuando pasan estas cosas, el carácter de lo simbólico es mucho más fuerte que el análisis de toda proposición. Más que importar si esto es bueno o malo (la coyuntura de una medida o lo estructural de un gobierno), de seguro sería peor –mucho peor– en manos de una runfla que supera a la hibridez de lo que fue la Alianza, cuando la articulación entre viudas peronistas, radicales y compañía en la decadencia del menemismo. Aquello, por lo menos o digamos, tenía algún sentido de consenso para acabar con la corrupción, siempre que no fuera la sistémica. Esto, en cambio, es un rejunte que mezcla el agua con el aceite sin ningún empacho vergonzante. Sindicalistas de aparato extorsivo; empresarios-nenes bien metidos en política, a falta de cuadros políticos que defiendan sus intereses mejor que ellos; tipos con un piné que se agota, con suerte, en manejar intendencias; legisladores que entran por acá y terminan allá, en esos monobloques unificados en sí mismos. Y los campestres que el jueves pasado, en una asamblea de la extinta Mesa de Enlace, en presencia de Eduardo Buzzi y adláteres, llamaron a “hacer desaparecer” al Gobierno. Entre todos no juntan uno solo capaz de marcar el paso. Eso es lo que vuelve a verse ante la dichosa reforma judicial que impulsa el oficialismo: no tienen un dirigente, ni uno y ni por asomo, en condiciones de dar debate. Lo rehúyen. Carecen de quien pueda valerse de lo mediático para discutir, aun cuando tienen los medios a disposición para escandalizar sin contrapartida.

Un breve repaso sobre el objeto de estudio. Están más o menos todos de acuerdo en extender las cámaras de Casación más allá de las fronteras de lo penal. Luego, gente progre del derecho expresa que restringir los recursos cautelares hace pagar a justos por pecadores, porque, por vía de cercar a Clarín y a sus chicanas, se protegerían los abusos del Estado contra particulares. Pero de esto, en la oposición, se habla un poco más que nada y hasta al revés. Solamente los excita que en las elecciones habrá que votar candidatos a Consejo de la Magistratura. Y que, por tanto, tendrán que pensar de quiénes disponen para presentar postulantes. Como para eso tienen igualmente a nadie, el ardid es señalar que el Gobierno se quedará con la Justicia enterita, a través de candidaturas mezcladas en las listas sábana, en las que van aspirantes a diputados, senadores y concejales, nacionales y provinciales. ¿No tendrían que interrogarse por qué le tienen pánico al sufragio popular? Si están tan confiados en que el ciclo kirchnerista se acabó, y en que en agosto/octubre de este año, o en 2015, surge una Nueva República Grondoniana, o Carriotística, ¿por qué preocuparse? Si el 18-A van a tapizar de bronca propositiva el Agora ateniense; si la yegua ya está con la lengua afuera; si les falta nada más que el último empujón, ¿cuál es el problema? Van, votan a sus chicos y sanseacabó. Así de fácil, en acuerdo proporcional a lo que indican como el crepúsculo del oficialismo. No se presentan a debatir. Conservan o usufructúan la ofensiva mediática para no dormirse del todo en los laureles. Y chau. ¿No es así? ¿Será igual que en 2009, cuando se deleitaban con Cobos en reemplazo urgente del matrimonio presidencial derrotado? ¿Será que un par de años más tarde de imaginarlo debieron digerir el 54 por ciento? ¿Será que no le confían a que el 18-A, y antes el 8-N o el 13-S, tengan traducción política? No se entiende. Hay algo que no cierra. O tienen la potencia necesaria para descansar en que la bronca masiva hará de las suyas a favor. O saben que “la gente” no es tonta, tras ratificar durante diez años –en las urnas y en la convicción activa o pasiva– este modelo de construcción que radica en ir cimentando como se pueda. Con el convencimiento prioritario de que no puede construirse nada que valga la pena a través de las recetas de los ’90.

Disculpas por lo sempiternamente reiterativo, pero uno ve que en contra de esta ampulosa o tibia reforma judicial están los voceros periodísticos de los privilegios de clase, los peronistas disidentes, Sanz, esos radicales trajeados de republicanos impolutos, Carrió, Moyanos, algún trosco imperturbable. La suma de todos los fracasos comprobados. Y no queda otra que fugar a no, está bien, dejá, me quedo con lo que hay. Deberíamos estar discutiendo que el patrón energético del país es paupérrimo; que caridad no es solidaridad; que Cristina sola no alcanza; que sin perjuicio de lo que fue el devastador huracán noventista se impone avanzar más enérgicamente en la calidad del empleo, en ir dejando atrás el asistencialismo. Es difícil, muy difícil. Si los que cuestionan absolutamente todo no quieren discutir absolutamente nada, ¿puede darse alguna discusión leal?

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