EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
Para algunos, en Venezuela –como en Argentina y otros países latinoamericanos– confronta un polo republicano democrático con otro populista autoritario. Pero el supuesto sector populista autoritario ganó, en el caso venezolano, 17 elecciones con limpieza y la única vez que perdió, por muy poca diferencia, lo reconoció inmediatamente y sin problemas. Por el contrario, el supuesto sector republicano democrático viene de un golpe de Estado en 2002 y en estos días está al borde de propiciar otro. Es decir, para esa mirada que está tanto en la derecha como en la izquierda más aguada que suele acompañarla, habría que ser golpista para ser republicano y democrático. Es la ambigüedad de decir una cosa y hacer otra, como lo que pasa en Venezuela y también en Argentina, donde los caceroleros, que marcharon el jueves enarbolando alguna bandera de Capriles, dicen que se movilizan por la libertad de prensa y cuando encuentran a algún periodista que no piensa como ellos, lo agarran a patadas.
Cuando vio que perdía por escasa diferencia, el candidato derrotado Henrique Capriles trató de apurar un pacto con el candidato ganador, Nicolás Maduro, que lo rechazó públicamente. Hacer un pacto a espaldas de los electores es democrático y rechazarlo sería populista.
Cuando le falló el pacto, Capriles desconoció el resultado electoral. Si la oposición, que abarca a la mitad menos uno de un país, desconoce la autoridad presidencial, ese país queda a merced de una gran conmoción y al borde de un golpe de Estado. Capriles dijo que hubo cientos de irregularidades, pero no presentó ni una sola denuncia. Las elecciones venezolanas son de las más monitoreadas del mundo y nadie detectó esas irregularidades.
La actitud de Capriles, buscando el golpe, sería democrática para esa mirada que se considera dueña excluyente de la democracia y la República.
Al denunciar el resultado de la elección y agitar a sus simpatizantes, Capriles promovió que miles de ellos salieran a las calles para atacar centros comunitarios y locales partidarios del chavismo, donde mataron a golpes y a tiros a ocho militantes chavistas, e incluso trataron de quemar vivo a uno de ellos.
Aquí en la Argentina, el socialista Hermes Binner dijo que las muertes no eran responsabilidad de Capriles, sino del populismo. Ya el candidato presidencial por el FAP, que se presenta como centroizquierda, había dicho que si hubiera sido venezolano, habría votado por el derechista Capriles, un hombre que participó como comando civil en el golpe del 2002, en el intento de asalto de la embajada cubana en Caracas.
La mayor parte de la izquierda y los movimientos populares latinoamericanos han reconocido la importancia de los procesos democráticos como la herramienta más eficaz para los procesos de transformación de las sociedades. Esa mayoría de la izquierda dejó a un lado la idea de la dictadura del proletariado y asumió que esos procesos de transformación van acompañando el desarrollo político de los pueblos y que la mejor garantía para ese desarrollo es un marco democrático.
En las últimas décadas han sido esos sectores de la izquierda, junto con movimientos nacionales y populares, los más comprometidos con los impulsos de profundización democrática y defensa de la democracia. El fenómeno, que caracteriza esta época, se expresa en Bolivia con el MAS, o en Brasil con el PT, por mencionar aquellos procesos que provienen claramente de corrientes de la izquierda revolucionaria. En Argentina, los protagonistas del actual proceso político tienen un origen más de tipo nacional y popular, sumados a fuerzas progresistas y de izquierda. La idea de soberanía y elección popular a través del voto está prácticamente en su génesis. Son fuerzas políticas que están acostumbradas a ganar o a perder en una elección. En Venezuela y Ecuador, son fuerzas políticas más nuevas, pero la composición es más o menos parecida.
Nunca antes en la historia latinoamericana hubo gobiernos que se coaligaran para contrarrestar intentonas militares, golpes parlamentarios o acciones desestabilizadoras en la región, como sucede ahora. Esos gobiernos que han hecho lo que nunca hicieron otros, son los acusados de populistas y autoritarios por países como Estados Unidos, que promovió numerosos golpes. La defensa de la democracia está garantizada por estos gobiernos. En cambio, las oposiciones están más unidas por el rechazo a cualquier forma de progreso social y distribución de la riqueza. Ese rechazo al cambio es la identidad real de esas oposiciones y no la defensa de la democracia, sobre la que tienen posiciones heterogéneas. Muchas de las fuerzas que las componen han sido golpistas, como las viejas derechas conservadoras, a las que se suman sectores que prefieren actuar como la izquierda de la derecha antes que ser verdaderamente de izquierda o centroizquierda y terminan por ser tan conservadores como sus aliados.
Esa vocación se demostró cuando Chávez perdió el referéndum en 2007 y lo reconoció y lo mismo hizo Néstor Kirchner cuando perdió las elecciones de 2009. También cuando los presidentes de los países del Mercosur, más Venezuela y Ecuador frenaron el golpe contra Evo Morales en Bolivia o cuando se negaron a reconocer a los golpistas de Honduras y Paraguay. Por supuesto, en estos dos países los golpes se dieron en nombre de la democracia.
El desconocimiento de las elecciones por parte de Capriles fue una intentona desestabilizadora, tratando de aprovechar la pequeña diferencia de los resultados y la ausencia de Chávez. Por eso fue tan importante que América latina reconociera de inmediato el triunfo de Maduro. Capriles había atacado a la Argentina durante su campaña y se molestó cuando Cristina Kirchner fue una de las primeras en reconocer el resultado y exhortó a que Estados Unidos hiciera lo mismo. La presidenta argentina lo hizo en una declaración pública, pero en ese momento hacían lo mismo Dilma Rousseff, Rafael Correa y otros mandatarios latinoamericanos. Cualquier demora podía ser fatal para la estabilidad democrática en Venezuela. Estados Unidos fue el único país que se prestó al juego antidemocrático de Capriles y demoró en reconocerlo.
Hubo otros dos gestos para consolidar al candidato ganador. La Unasur convocó a sus integrantes a Perú, desde donde emitieron una declaración de respaldo a Maduro. Y al día siguiente los mandatarios latinoamericanos viajaron a Caracas para participar en la asunción del nuevo presidente. Era evidente que Estados Unidos estaba interesado en desestabilizar al ganador de las elecciones porque en su frente interno la derecha republicana con base en Miami está directamente relacionada con la oposición venezolana. El secretario general de la OEA, Miguel Insulza (a quien Chávez llamaba “el insulzo”) ,titubeó al principio porque el reflejo de ese organismo regional fue siempre seguir a los Estados Unidos, por lo que ha sido tolerante con las dictaduras militares.
Este gran debate que se abre en América latina no está relacionado solamente con las vías alternativas al neoliberalismo o con los caminos de integración regional para poner un frente común ante los mercados internacionales, los organismos financieros y comerciales y ante los grandes bloques de poder. También es un debate por la defensa y la profundización de la democracia, con ampliación de derechos y mayor equidad social. En ese gran debate que tiene proyecciones mundiales, el polo verdaderamente democrático, el que respeta la democracia y la amplía y estimula, está constituido por los gobiernos populares y progresistas que las derechas califican despectivamente como populistas. Así lo demostró por enésima vez el escenario político venezolano.
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