Dom 09.06.2013

EL PAíS  › OPINION

La mediación peronista

› Por Edgardo Mocca

La suerte del kirchnerismo se jugará en el interior del peronismo. Será más temprano, ahora nomás, o dentro de dos años en las presidenciales. Serán unos u otros los actores centrales del drama. Pero la relación de fuerzas en el peronismo será la clave de la continuidad o la interrupción del proceso político abierto en 2003. Muchos de quienes podrían acordar con esta hipótesis, y actúan en la oposición, creen que así demuestran otra hipótesis: la de que el kirchnerismo es nada más que un movimiento pendular en la historia del peronismo, que siempre termina constituyendo un sistema político en sí mismo.

Sin embargo, una afirmación no se desprende directamente de la otra. Se puede sostener al mismo tiempo que el kirchnerismo es una etapa específica de la historia política nacional y que su proyección depende de la conducción actual y concreta del peronismo. Y cuando hablamos del peronismo, lo hacemos en dos planos: la identidad política de masas y la estructura territorial-estatal. Entre esos planos no se establece una relación simple y lineal como la que describe la tesis elitista del “clientelismo”, como simple intercambio de favores por votos, tal como profundamente lo investigó y lo argumentó Javier Auyero. Pero tampoco las estructuras del justicialismo son las cáscaras vacías que predican quienes creen en la muerte de los partidos políticos. Estamos hablando básicamente de la relación entre clases populares y política, para lo cual necesitamos situarnos fuera de los esquemas doctrinarios y pensar en las transformaciones socioculturales y estatales atravesadas en las últimas décadas. El peronismo es una identidad política que perdura y se actualiza a través de una red de prácticas y experiencias sociales y políticas.

Mucho se ha insistido y, claro está, siempre críticamente, en la complacencia del kirchnerismo con la maquinaria política del justicialismo. Se le reprocha particularmente a Néstor Kirchner el rápido abandono de la promesa de “transversalidad”, fórmula en la que algunos creyeron ver la licuación del peronismo en una malla de referencias “progresistas”. No es el caso aquí de investigar las intenciones profundas del desaparecido presidente en los días de su asunción, con una magra fuerza electoral y una endeble estructura de apoyos partidarios. Lo que se olvida es que Néstor formulaba la tesis de la transversalidad como corolario de otra tesis, la de la necesidad de un sistema político que expresara claramente las diferencias entre el país “progresista” y el país “conservador”. La transversalidad no presuponía –salvo la presunción de un temprano suicidio político– sino la pelea por conducir al justicialismo desde una perspectiva progresista (o, para decirlo con más fidelidad a la experiencia, nacional-popular) capaz de asegurar hegemonía interna y, al mismo tiempo, atraer liderazgos de otras procedencias. La verdad es que, así interpretada, la fórmula nunca fue abandonada y acaso en pocos momentos tuvo tanta vigencia práctica como en estos días. Todos reconocen hoy, contentos o amargados, la existencia del cristinismo, que funciona a la vez como corriente hegemónica del peronismo y como expresión del frente político que respalda activamente al gobierno. También habría que reconocer que la experiencia de los elencos dirigentes de la estructura justicialista no fue inmune al accionar del kirchnerismo y no todos los apoyos que el gobierno nacional recibe de esa línea pueden ser interpretados en la clave simplista del oportunismo.

Si el futuro del país, digamos después de 2015, se jugara en términos de la lucha entre quienes hoy gobiernan y quienes hoy están fuera del gobierno, no sería posible –porque nunca lo es en política– asegurar un resultado; pero sí habría una clara condición de favorito para el oficialismo. En última instancia, toda la cuestión radicaría en el alcance de algunos logros en la gestión política que sostuvieran y animaran el apoyo popular. Claro que esto último sigue siendo decisivo en cualquier configuración política pero, en este caso hay una mediación: es el peronismo. Vale aquí una puntualización: en este texto, “peronismo” y “estructura justicialista” se toman como sinónimos; claramente no lo son, habida cuenta de la experiencia añeja, y fortalecida en estos años, de un peronismo identitario y activo que se mueve fuera de la estructura partidaria. Pero en el contexto del argumento que aquí se desarrolla, cuenta el hecho de que el peronismo no tiene otra expresión práctico-política con gravitación decisiva que no sea el PJ o, para decirlo con más precisión, la red territorial, social y estatal que hace política desde esa pertenencia. Volvamos entonces; entre el proyecto de continuidad kirchnerista y la voluntad ciudadana hay una fuerte mediación, la del peronismo. Y la mediación ha devenido más tensa y compleja que en cualquier otro momento, por el límite que supone el actual impedimento constitucional para una nueva reelección de Cristina Kirchner.

La limitación no puede dejar de impactar en el territorio peronista. Tanto dentro del campo que se ha mantenido leal a la conducción, como el que armó su propio campamento en los confines de la disidencia. Entre los primeros está el legítimo interés de discutir el lugar de cada cual en el marco de la búsqueda de la sucesión. Entre los disidentes, la no reelección es una variable muy importante porque abre un campo de operaciones posible en el justicialismo y, a la vez, genera un enorme interrogante sobre la posibilidad de crecimiento fuera de la estructura; un interrogante que tiene acentos dramáticos después del papel que hicieron Duhalde y Rodríguez Saá en la última elección presidencial. Se podría arriesgar la hipótesis de que uno de los grandes obstáculos que tiene hoy la construcción de un frente de centroderecha, el macriperonismo, es esa incertidumbre peronista. El otro obstáculo es la sospecha –o seguridad– del macrismo acerca del escaso atractivo electoral que algunos de los referentes de la disidencia aportarían a la causa común.

En estos días se desarrolla afiebradamente la “operación Massa”. La cercanía de las primarias abiertas, el estancamiento de las oposiciones y su dispersión –levemente atenuada en estos días por el acuerdo, en la ciudad de Buenos Aires, entre el radicalismo y una serie de fuerzas menores más o menos abarcables por el equívoco nombre de “progresistas”– generan una urgencia mediático-política que ya ha alcanzado uno de sus resultados: el espectacular aumento del precio político del intendente de Tigre. Habrá que ver qué ocurre con esa cotización, un poco artificialmente elevada en estos días, en el futuro más o menos próximo. Cualquier decisión del involucrado supone oportunidades y riesgos que este comentario no se propone analizar. Lo que aquí quiere ponerse de relieve es que el principal y casi único enigma que ha situado su solución en un lugar de interés con vistas a las elecciones legislativas proviene del campo justicialista. Las perspectivas de gobierno para una derecha que tenga que vérselas con un peronismo unido en lo fundamental –o no más dividido que hasta ahora– son francamente problemáticas, por lo menos en un marco de estabilidad política. El radicalismo tiene una presencia federal que no ha quedado intacta por los grandes terremotos atravesados por el partido, pero que sigue siendo un importante capital. Aun así, la posibilidad de enfrentar, en común con algunas fuerzas con presencia exclusiva en un distrito y otras electoralmente irrelevantes, a un peronismo unido tampoco parece arrojar fáciles pronósticos favorables.

En dos de sus últimas intervenciones, la Presidenta ha hablado de esta cuestión. En su discurso en la Plaza, el 25 de Mayo, dijo que quienes hablaban de “fin de ciclo” no estaban hablando de una elección ni de una boleta partidaria, sino de un rumbo y de un conjunto de conquistas que son lo que realmente está en juego. Estaba hablando del poder. Pocos días después criticó con mucha energía a quienes “no la defienden” y quieren “ser amigos de todos”. No es una arbitrariedad el nexo entre esas dos afirmaciones. Cristina ha dejado absolutamente claro que lo que debe esperarse no es la administración burocrática de una sucesión a ejecutarse con base en sondeos de opinión ocasionales. Lo que viene es una lucha por la continuidad de un proyecto de poder y una hegemonía política. Toda hegemonía política se sostiene en un relato, mal que les pese a quienes impugnan el concepto identificándolo con la simple mentira. El relato kirchnerista es el de un proyecto nacional peronista inconcluso después del derrocamiento de 1955 y frustrado en la experiencia de los enfrentamientos de la década del ’70. La crisis de 2001 es en esa narración el epílogo de un largo proceso que alcanzó su etapa más crítica con el golpe de 1976 y la readaptación del país al mundo del neoliberalismo consumada en la era menemista. De esa crisis resurgió un proyecto nacional-popular alternativo al neoliberalismo, ensamblado con un proceso transformador de alcance sudamericano y en el contexto de una grave crisis del capitalismo global. El peronismo opositor, por su parte, se relata a sí mismo como el partido del orden argentino, aquel que siempre dispone de los recursos políticos para sacar al país de la crisis y reorientarlo según los vientos de la época: neoliberales en 1989, nacional-populares en 2003... y seguramente recuperadores del orden, la seguridad jurídica y el diálogo en los tiempos venideros.

Claro que la disputa entre dos relatos no es teórica. No se resuelve en congresos ni en think tanks. Se define en la lucha política. Y no se define principalmente en el siempre imprescindible terreno de las maniobras y las roscas, sino ante todo en la relación con el bloque social que sustenta esta experiencia política. La lucha por el peronismo no es una “lucha interna”; su terreno es la voluntad de grandes masas de millones de hombres y mujeres que serán quienes decidan en última instancia. El resultado de la batalla no lo conocemos. Lo que sí parece seguro es que la batalla no será reemplazada por el retiro, por más “ordenado” que sea, de la actual fuerza dirigente.

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