EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Junto con el cierre de candidaturas a las PASO, y por fuera del renovadamente abominable manejo mediático en el caso de Angeles Rawson, el gran tema de la semana pasada es una excelente noticia.
Se piense lo que se piense acerca del fallo de la Corte Suprema contra la elección popular de quienes designan y supervisan a los jueces; del lobby opositor para que el veredicto fuera el que fue y de la reacción de Cristina en el acto de Rosario, vivimos –con ratificada fortaleza– un hecho histórico: el inmaculado Poder Judicial también entró en controversia, en disputa, en des-sacralización. Tomado desde el recupero civil, en 1983, primero fue el señalamiento de las Fuerzas Armadas, no ya como el denunciado brazo ejecutor de los intereses de la oligarquía sino, y nada menos, al pasar por el juzgamiento efectivo de sus atrocidades criminales. Después –a grandes rasgos que ni siquiera son un pestañeo, visto en períodos epocales– se desmoronó la omnipotencia de los grandes medios de comunicación: no sólo quedó categóricamente demodé aquello de que a cierto diario le bastaban cuatro tapas consecutivas para derribar a un gobierno, sino que por fin pudo enfrentárselos con una ley sancionada, participativa, y cuya legitimidad democrática apenas se discute en los estamentos contenciosos que se aferran a los privilegios de clase y sector. Y ahora, el conservadurismo ancestral de la familia tribunalicia también terminó de ingresar en la reyerta. Todo esto habla muy bien de los valores de la democracia reconquistada hace 30 años, al margen (un margen inmenso, aclaremos) de que para vastas franjas populares eso no se registre o asimile en su calidad de vida cotidiana. Si, en nada más que tres décadas de funcionamiento “conforme a derecho”, pudo avanzarse de esta manera en el cuestionamiento a tan sagradas instituciones de la clase dominante, quiere decir que estamos lejos de lo peor. Muy lejos. Salvo, va de suyo, para las tribus de izquierda radicalizada; las del eco-anarquismo meramente denunciativo que pulula por las redes sociales, y las grandilocuentes de derecha que mantienen un poder de fuego enorme. Esta cosa desprolija pero desafiante que es el kirchnerismo ha logrado, más allá de cómo se juzgue la profundidad de sus acciones, la puesta en cuestión de lo que los hombres grises no cuestionaron jamás. Su última conquista en torno de ello es esta ofensiva sobre el Poder Judicial, mientras no se interprete como avanzada el gusto de cooptarlo sino la necesidad de ponerlo en polémica. ¿Quiénes son los interesados, corporativa e ideológicamente, en que la Justicia permanezca intocable e intocada?
El juez Eugenio Zaffaroni despierta tantas simpatías como enconos, aunque nadie se atreva a descalificar sus antecedentes. Tiene reconocimiento unánime como uno de los penalistas más destacados del mundo. Desde la oposición lo trituraron por su dictamen en minoría absoluta, pero en ningún caso por los fundamentos que esgrimió. Lo único que hicieron, en esencia, fue masacrarlo bajo el supuesto de que durante el menemato habría fallado en sentido completamente inverso al de hoy (lo cual es abordado por Zaffaroni en el propio texto de su fallo; que, de acuerdo con la aptitud de las críticas, ninguno de sus contendores se tomó el trabajo de leer en profundidad). Aun así, los cuestionamientos o especulaciones de que el juez es objeto podrían ser tomados como válidos o verosímiles. Sin embargo, hay un tramo de su fallo que es dolorosamente imperdible. Debe decirse de ese modo, “dolorosamente”, porque la obviedad de lo que señala transforma en bochorno la necesidad de recordarla. “En cuanto a la independencia externa (de los consejeros que nombran y controlan a los jueces), o sea, de los partidos políticos y de los poderes fácticos, que es la que se cuestiona en la causa sólo respecto de los partidos, no es posible obviar que es inevitable que cada persona tenga una cosmovisión que la acerque o la aleje de una u otra de las corrientes de pensamiento que en cada coyuntura disputan poder. No se concibe una persona sin ideología, sin una visión del mundo. No hay forma de evitar esta identificación, como no sea pretender que existe lo que es inconcebible: (...) personas sin ideología. Esto se ha puesto claramente de manifiesto en el curso de los años en que ha funcionado, con una u otra estructura, el Consejo de la Magistratura (...). Se trata de un problema humano insuperable: estamos lanzados al mundo con significados. Y dentro de ellos, elegimos existencialmente. (...) Nada hay de vergonzante en que un juez exprese sus preferencias: más aún, esto evita que pueda oscilar sin sanción pública (...). Dado que nadie existe sin ideología, cabe concluir que la única garantía de imparcialidad humanamente exigible es el pluralismo ideológico interno, donde cada uno sepa cómo piensa el otro y le exija coherencia en cada caso, para lo cual es menester que nadie oculte lo que piensa.”
Leer o escuchar a quien fuere –para el punto, un juez de la Corte Suprema– debiendo recordar que no hay personas sin ideología, en ningún ámbito nunca, es, como decíamos, francamente un bochorno. No puede ser que deba remarcarse que la respiración es un acto fisiológico mecánico o que el hombre es un bípedo implume. Pero resulta que es, porque la manipulación mediática y sus cadetes convirtieron al debate, sobre quiénes designan e inspeccionan a los jueces, en una lucha entre la angelicalidad republicana de la Virgen María y unas hordas de La Cámpora. Un combate protagonizado por sacerdotes impolutos que usan la toga hasta para ir al baño, como ironiza el fiscal Félix Crous en torno de las fantasías sociales acerca de la ontología de los jueces, y unas bandas de la yegua que quiere quedarse con todo y que vino para transformarnos en un dictadura estalinista (bien que nunca nazi, salvo para Carrió y vecindades). Tienta, y mucho, articular ese trayecto del fallo de Zaffaroni con el escrito del fiscal general Alejandro Alagia (en Página/12, el miércoles pasado). En la época de la Colonia, dice el miembro de Justicia Legítima, estos supremos habrían resistido la Revolución de Mayo y sus ideales de soberanía política. “¿Magistraturas antipolíticas? Cinismo descarado, con el que se quiere presentar al gobierno judicial, simplemente, como un servicio técnico, a imagen de una guardia médica o una oficina de transporte. Desconfianza en el pueblo, que está para ser dirigido como un rebaño incapaz de entender lo justo y lo moral. No es improbable que una mayoría se equivoque sobre lo que es mejor para su sociedad, pero siempre será infinitamente más doloroso, para todos, el error de un estamento que, en tanto guardianes de la ley, de lo que existe, de lo que es bueno y posible, no deja de arrastrar (...) a grupos enteros de la población a verdaderos mataderos y privaciones aberrantes.”
Le surgen al periodista algunas reflexiones y apuntes básicos, concatenados, entre tantos que seguramente podrían verterse. Uno es que el fallo de la Corte no debe significar que los adherentes al modelo o energía oficialista tengan que retroceder sobre sus pasos. Este tribunal supremo fue inscripto, siempre, entre los provechos más indiscutibles de la gestión K. Si, hasta ahora, todos coincidieron en la jerarquía e “independencia” de esta Corte, no hay por qué dejar de “usarla” como ejemplo de lo que se pregona imprescindible. Si fuera por un análisis ortodoxo de manual izquierdoide, la sentencia cortesana demuestra o demostraría que nunca dejarán de exhibir la hilacha a la hora de los bifes. Pero si es por el escudriño de cómo se puede avanzar en serio contra los poderes fácticos desde una perspectiva progre igualmente seria, en lugar de esas fórmulas que imaginan todo resuelto de la noche a la mañana con la revolución social, que la Corte haya dictaminado de esta manera es un elemento positivo. Porque –segundo aspecto– deja sin explicaciones a quienes hablan de dictadura kirchnerista. “La Corte salvó a la República”, titularon y dijeron los amanuenses de la oposición, a coro, entusiastas. ¿Cómo? ¿No era que la Corte es un apéndice del Ejecutivo? ¿No era que Lorenzetti había transado sentencias clave, favorables al Gobierno, a cambio de que le resguardaran manejos presupuestarios? “Una batalla inútil, perdida de antemano”, dispararon igualmente los voceros opositores. ¿Y si fuera que el Gobierno les coló el Consejo de la Magistratura para “arrinconarlos” en el fallo sobre la ley de medios? El suscripto no afirma en modo alguno que sea así. No tiene datos que lo certifiquen. Sí dice que no todo lo que parece es necesariamente lo que es y que, en todo caso, la oposición quedaría más desarmada que potente con el fallo de la Corte. Uno de sus portavoces, Jorge Rizzo, titular del Colegio de Abogados porteño, dijo que “las listitas de candidatos a consejeros se las van a meter en el culo”, en alusión un tanto directa a que la oposición jugó a dos puntas. Un tipo sincero, capaz de exigir que, si vamos a ser una derecha que se precie de tal, juguemos a fondo.
Algo de eso, de blanquear intereses, hizo el radicalismo de Río Negro al precandidatear a diputado a Antonio Zidar, hasta hace unos días gerente de Contenidos y locutor del Canal 6 de Bariloche, del Grupo Clarín. El mismo Zidar declaró que aceptó la propuesta porque los radicales lo “vinieron a buscar”. Y el ex gobernador y precandidato a senador nacional por la UCR, Miguel Saiz, declaró en el sitio ANB que desconocía “cuál hubiera sido la respuesta (de Zidar) a una propuesta igual de otra fuerza política”. Ojalá que este ejemplo de sinceramiento feroz, parido en una comarca sureña, cundiera entre los disfrazados de republicanos, independientes e intachables que circulan como tales en los medios ídem.
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