EL PAíS › MURIó LAURA BONAPARTE
Fue una Madre de Plaza de Mayo con voz singular y también pionera con su conciencia feminista en la atención mental de las mujeres. Pero, sobre todo, encarnó la alegría para los que la conocieron.
› Por Marta Dillon
Sería un consuelo creer que ese inmenso recorte de su familia que extrañó por tantos años está afinando sus instrumentos para tocar la canción de la alegría por el próximo abrazo tan deseado. Sería un consuelo pensar que hay cielo donde Noni –Aída Leonor– acaricie el piano, “Irenita” rasgue el arpa y Víctor el violoncello; un cielo donde esos tres hijos que le hicieron cuestionarse su condición de madre cuando ya no estaban, cada uno y cada una con sus parejas y su padre, Santiago Bruschtein, estén tendiendo la mesa para recibirla con un buen vino y buena comida, esta vez no hecha por Laura Bonaparte, esa mujer alta y hermosa como una Venus cuya sonrisa su nieta Victoria dice que va a llevar como bandera. Sería un consuelo creer, pero ella misma lo echaría por tierra. No hay cielos en los que refugiarse de su ausencia, ahora que su cuerpo dijo basta, 88 años después de su nacimiento en la entrerriana Paraná. Ahora que ya no va a estar para llenar de vida incluso los momentos más trágicos. Hay, en cambio, el deber de memoria. Hay, en cambio, la memoria como un fulgor, como una antorcha, como el alivio de una carcajada como las que ella sabía regalar a pesar de su pecho siempre cargado con las imágenes de sus ausentes, y en ellos y en su pañuelo de Madre de Plaza de Mayo la imagen y la memoria de todas las injusticias que supo denunciar.
Laura Bonaparte, la Madre de la voz singular y paradigmática, la mujer que en su historia personal cargaba la historia de un país, murió ayer y en los ritos de su despedida los pañuelos que enjugan las lágrimas no dejan de ser estandartes de una lucha que continúa. Hija de un juez socialista que le abrió la puerta a su primera militancia alfabetizando a personas detenidas en la cárcel de Paraná cuando era adolescente, esposa y madre de cinco hijos –uno de ellos fallecido a poco de nacer–, psicóloga recibida mientras ponía a sus chiquitos a amasar escones en la mesa de la cocina, a Laura Bonaparte no la parieron sus hijos como se suele decir de la génesis política de las Madres de Plaza de Mayo. Ella los parió, a todos y a cada uno. Ella, siempre dueña de su voz y su pensamiento sin atarse nunca a lo que imponía ningún sentido común, fue capaz de divorciarse cuando todavía parecía un pecado vergonzante y de continuar aquello que había aprendido casi al mismo tiempo en que sumergirse y desafiar a nado las aguas del río Paraná le entregaba la conciencia de su cuerpo, de lo que el cuerpo tiene para decir y que ella nunca iba a callar.
En los ‘70, cuando su familia era una fiesta, cuando en su living podía armarse una orquesta propia y los registros de tenores y sopranos se superponían para presumir que la fiesta podía empujar las paredes de la propia casa, Laura formó parte de una experiencia pionera en la atención y el fortalecimiento de la salud mental de las mujeres de clases populares que asistían al Hospital Evita, el Policlínico de Lanús, ahí donde ella empezó a bajar al territorio su conciencia feminista para favorecer la autonomía sobre el propio cuerpo, para hablar de lo que parecía impensado o todavía postergado porque había ideales revolucionarios más urgentes: el derecho a regular la fertilidad, a elegir cuándo y cuántos hijos tener o no tener.
De los cinco que ella eligió tener, sólo uno de ellos acompañará su cuerpo esta mañana. Luis, el mayor, el que de alguna manera le salvó la vida cuando le pidió que viajara a México cuando ya habían matado a Noni, dos meses después de haber parido a su nieto Hugo, y antes de que secuestraran a su primer marido, a “Irenita” como llamó siempre a su hija menor, al marido de ésta, antes también de que acribillaran a la pareja de Noni. Todos esos nombres y sus fotos se colgaba del pecho en su exilio mexicano, cuando supo entablar relaciones solidarias y de trabajo conjunto con el feminismo para pedir no sólo por las crueldades de la dictadura argentina sino también por los torturados en Filipinas o en América Central porque ella siempre supo que su lucha no era una lucha de entrecasa, aunque esa casa fuera un país entero sino una lucha por todos los oprimidos y contra todas las opresiones.
“La inteligencia, la apertura, la militancia, la locura”, dijo Lita Boitano, de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por razones políticas, anoche para describir a su amiga y en esas palabras que se atropellan caben desde el recuerdo del primer congreso feminista que se celebró en el país, en los ‘80, adonde viajaron juntas para maravillarse del encuentro con tantas y diversas mujeres, esos días en los que Laura se metió al mar levantándose las polleras hasta la cintura “porque total no usaba bombacha”, hasta la descripción cruda de la lucha de las Madres que hizo enmudecer a más de uno cuando planteó diferencias que todavía se decían en voz baja, cuando alertó a sus compañeras recordándoles que las víctimas eran sus hijos y no ellas mismas.
La socióloga María Pía López recordaba anoche también su sorpresa cuando la entrevistó un día y escuchó de su boca la persistencia en el deseo de felicidad aun en la noche oscura de la dictadura cuando se iba a dormir sola con su nieto Hugo, al que crió, permitiéndose llorar solamente cuando los domingos volvía de la ópera, tal vez porque en esos momentos las voces de los hijos que le faltaban le resonaban en el cuerpo, ese territorio soberano que siempre juega sus propias pasadas.
Fue joven a los 40 y a los 50 y a los 60 y siguió siendo joven hasta pasados los 80 cuando llegó por fin el momento en que alguien –una periodista francesa, Claude Mary– escuchó su relato y lo transformó en un libro que, aunque se lea con un dolor que pone el corazón en puño, no deja de iluminar con su ejemplo. “¿Soy madre de mis hijos ahora que ellos no están? ¿Sigo siendo madre porque Luis sobrevivió?”, es capaz de preguntarse sin santificar ningún rol, ninguna experiencia. “Sé que cuesta escucharlo, pero no hay madre si no vive más el hijo o la hija (...) Se la nombra ‘madre de desaparecido’ en un lenguaje que la nombra al mismo tiempo que la despoja.” Ella, despojada, nunca se ancló en lo que le quitaron, nunca lograron encerrarla en ese “espacio donde la muerte ronda la derrota”. Por eso siguió atendiendo pacientes, bailando con cualquier música para apropiarse de su alegría, festejando la aparición de una agrupación como Hijos al punto de desvalijar su propia casa para que éstos pudieran montar su propia sede. Fue capaz, como recordó Lohana Berkins anoche, de encadenarse junto a un centenar de travestis que pedían el fin de la represión que en los ‘90 les causaba cárcel y tortura cotidiana aun cuando en ese gesto de valentía casi la aplastan las militantes con sus movimientos exaltados y supo reírse con ellas de cómo fraguaban la huelga de hambre que proclamaban comiendo a escondidas unos sanguchitos que habían comprado poniendo cada una dos pesos de su bolsillo.
Laura nunca fue víctima para sí misma aunque quisieron convertirla en eso. Aunque el dolor la hubiera golpeado sin pausa y sin clemencia. Sabía que en la lucha había una alegría que podía compartir, que ponerse a disposición de otros era algo que la dejaba seguir moldeando ese cuerpo ágil y esbelto, esa sonrisa a prueba de todo, esa valentía que le permitió una vez, en un escrache de la agrupación Hijos, cuando terminaban los ‘90, partirle una pancarta en la cabeza a un esbirro de la represión para defender a los jóvenes que la rodeaban. Terminaron quebrándole un brazo, pero no la voluntad. Y después de eso siguió participando de escraches y supo salir de la represión que se ensañó contra la facultad de Sociales, después de haber denunciado dónde vivía gozando de la impunidad de esos años, Miguel Etchecolatz, el genocida de la Policía Bonaerense. De allí la sacaron dos travestis de tacos y labios rojos que se limpiaron la boca mientras ella se sacaba el pañuelo, porque ambas cosas eran signos de luchas hermanas.
Laura Bonaparte fue la primera en reivindicar al predio de la ESMA para el pueblo cuando el gobierno de Carlos Menem intentó privatizar ese inmenso terreno. Junto a Graciela Lois, de Familiares de Detenidos-desaparecidos por razones políticas, puso un recurso de amparo que impidió esa maniobra y además la llevó de paseo a un programa de televisión donde se enfrentó con una abogada a la que le tiró del pelo mientras le decía a Lois por lo bajo: “¡Mirá vos, yo creí que tenía peluca!”. Lois lo cuenta y se ríe, como se ríen y lloran sin dejar que la tristeza sea vencedora, cada una de las personas que acercan una anécdota. Porque si su familia era una fiesta, ella supo convertir en fiesta cada espacio de militancia, de reflexión, de lucha, sea por el juicio y castigo o por el derecho al aborto.
“No somos madres míticas, solamente mujeres desesperadas que llegamos a la defensa de los derechos humanos por sufrir un dolor sin nombre”, decía Laura para humanizar todavía más ese pañuelo blanco que seguía reivindicando y que anoche la seguía acompañando, aunque sólo los restos de su cuerpo estuvieran ahí, hablando de todos modos, dejándose acompañar por las fotos que fueron poniendo en la pared, ahí donde no había cruces ni signos religiosos, sino testimonio de una vida que se agradece y que aun cuando se haya apagado en sus signos más terrenos, seguirá alumbrando, seguirá alumbrando.
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