EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
La política argentina tiene muchos aspectos y sucesos contradictorios. En otras latitudes quizás ocurra lo mismo, aunque habría que ver si con tanta intensidad. Como sea, la observación no pierde valor. El tema es advertir que esos contrapuestos involucran al conjunto de los actores políticos, sociales, corporativos, y no sólo a las figuras alcanzadas por la acepción común de “política”.
En los períodos electorales, naturalmente, lo llamativo se agudiza. A la búsqueda de algún lugar bajo el sol, los juegos de alianzas dejan paso a casamientos tan temporarios como insólitos. El acuerdo entre Fernando Solanas y Elisa Carrió, a la par del suscripto por Francisco de Narváez y Hugo Moyano, parecía –y puede continuar semejando– una muestra quizás insuperable de la extravagancia. Las cosas que supo decir Pino de la diputada integrarían una antología de la indignación, no por acusaciones personales sino por haberse cansado de explicar diferencias ideológicas irreconciliables. De Narváez aparece en cualquier archivo fácil sindicando a Moyano como el símbolo prácticamente máximo de la enfermedad que los argentinos deben enfrentar, y el líder camionero le retrucaba con otro tanto, cuando lo que ahora juzga como la década perdida era lo mejor que les pasó a los trabajadores después de Perón y Evita.
Pero acabamos de desayunarnos con la “reunión cumbre” y campaña al unísono del creador intelectual de la Resolución 125, que disparó uno de los conflictos más agudos de los últimos años, y el senador que la volteó. Sí, señor: Martín Lousteau y Julio Cobos a los besos. El mendocino dijo que se junta con el ex ministro de Economía porque le interesa su visión global, “ver cómo salimos del cepo, de este proceso inflacionario, cómo podemos construir una política de vivienda...”. Es de Ripley. Y por supuesto que no lo único. Para otro recuadro, al pasar, Domingo Cavallo se candidateó en Córdoba por un sector o algo así que, en el acabose de la ironía, se llama “Es Posible”. Es del tándem Rodríguez Saá, que en ejercicio de la presidencia de la Nación declaró insanablemente ilegítima e impagable la deuda externa motorizada por su postulante. El postre es que Acción por la República, el partido que fundó Cavallo, va con De la Sota en contra de su fundador.
A simple vista, lo previo, más todo lo que desee agregarse, es susceptible de sonar a chascarrillo. Pero no. No tiene pretensión de ingeniosidad ni de exageración. Es prueba lisa y llana. También podría husmearse, sin demasiado trabajo, en que Sergio Massa se presenta como kirchnerista ma non troppo, cuando hay candidatos de Macri en casi cuarenta distritos y localidades bonaerenses. El intendente de Tigre reparte fichas para un lado y otro según le pinte la ocasión, lo que le pregunten, lo que es o lo que se quiere que sea. A ojímetro del columnista se tira un lance de resultado incierto, mediante una táctica que le permitiría salir bien parado en toda circunstancia. Si gana queda en posición mediática de presidenciable, a pesar de que debería revalidarlo demostrando, nada menos, que es capaz de aglutinar al peronismo anti K; de aguantar lo que sería el embiste de una figura presidencial y un gobierno con piso de consenso alto; de sobrellevar un paisaje económico sin tormentas feroces a la vista. Si pierde, o vence por un margen estrecho que no lo habilite a terminar de tirarse a la pileta, le quedará el expediente de sostener que nunca fue lo que se creyó que era. Será tan kirchnerista o tan opositor como los guarismos determinen. Lo seguro, aunque siempre pueden llevárselo preso, es que 2015 se resolverá hacia adentro del peronismo. Que Massa pertenece a ese espacio (a la derecha, pero a ese espacio). Que el peronismo se acomoda a las mieles de donde quede el poder. Que no acepta jefatura bicéfala. Y que su variante kirchnerista, así resultase derrotada o golpeada tras agosto y octubre, todavía tiene mucho por jugar, empezando porque dispone del protagonista cardinal. Así lo entendió el gobernador bonaerense, y por eso no sacó los pies del plato. Todos los demás tienen que demostrar que no son de reparto.
El panorama es entonces asaz complejo, pero, y aquí va lo de la “política” como abarcador de un conjunto y no solamente de figuras expuestas o candidatos electorales, según lo que estipularían las encuestas –el ánimo popular, por ende– casi no hay más nada que hablar. Si se repasan los primeros relevamientos difundidos, el fin de semana anterior, y las conclusiones extraídas por los editorialistas de la prensa opositora, no hay nada más que hablar. Massa pica en punta con una ventaja enorme. El kirchnerismo pierde en todos los distritos decisivos. El “fin de ciclo” es irremediable. Ese es el dibujo que trazan desde los medios opositores. Y una primera constatación es cómo esa prensa logra instalar una profecía que descarta la complejidad, a contramano de los números que esos mismos medios esparcen. A Martín Insaurralde no lo conoce nadie, pero tiene un 25 por ciento de intención de voto. Si no lo conoce nadie y arranca con esa base, ¿tiene lógica decir que todo está dicho cuando la campaña apenas comenzó? Por las dudas: no se afirma que el oficialismo no habrá de ser vencido en la provincia de Buenos Aires, ni se niega que el intendente de Lomas de Zamora es desconocido por una proporción considerable del electorado. Sí cabe aseverar que es insensato dar las cosas por definidas con cifras como ésas en la largada. Se titula asimismo que cayó uno o dos puntos la imagen de la Presidenta, pero no se destaca que conserva un favoritismo de alrededor del 40 por ciento. Cerca de Massa se escuchó advertir que la oposición, globalmente tomada, tiene un 75 por ciento de imagen negativa, de acuerdo con toda encuesta que se quiera. Eso no es título. Sí es que lo mediático desempeña un rol preponderante en la construcción política. A comienzos de semana, Moyano pasó un papelón de convocatoria en Plaza de Mayo, pero, en lugar de destacarse esa muestra de anemia popular, los análisis se centraron en las características del mínimo no imponible. De manera análoga, las coberturas periodísticas sobre las campañas de todos los dirigentes opositores se limitan a lo que son, en verdad, esas apariciones: tímidas recorridas y actos bajo techo. Y el resto –lo central, es decir– consiste en demoler, sin pausa, a través del denuncismo de la corrupción oficial. Ni siquiera cuentan todas las investigaciones y disposiciones judiciales en marcha, como, para recorrer sólo los últimos días, la orden de detención contra Ricardo Jaime o el juicio oral al que será sometido uno de los empresarios amigos del oficialismo por la tragedia ferroviaria de Once. Cuanta menos impunidad hay más dictadura o avasallamiento de las instituciones, según parece.
Frente a esa andanada mediática de acción u omisión, el Gobierno reacciona sobre dos ejes cuya efectividad merece ser puesta en duda. Uno es el andar favorable de la economía, que tanto asusta al senador radical Ernesto Sanz y a todos quienes por lo bajo están igual de asustados. El otro es descansar, o confiar a rajatabla, en lo que ya se hizo. Sobre el primero, valdría tomar nota de que, así no haya gran indicador alguno que amenace gravemente los niveles de consumo y estabilidad, cualquier chaparrón brusco puede afectar. Y cómo, en unas elecciones que son de medio término. Lluvias más reales que operadas o viceversa, del tipo de dólar blue disparado, fracaso de los Cedin o de la supercard, precio del pan o del tomate o de lo que vaya a ser o se necesite que sea, pueden ser capaces de inclinar o acentuar la balanza en contra. Pero lo más inquietante es lo segundo. Está claro que el oficialismo tiene logros de los que sentirse orgulloso, y se lo retribuye esa base de apoyo popular que, corresponde repetir, envidiaría cualquier gestión con diez años encima. Diez años. Más luego, de la Presidenta para abajo se llama a “ir por más”, a ganar otra década. Para gusto personal, se lo hace sin una explicitación firme de en qué vendría a consistir eso por fuera de lo ya demostrado. La reforma del Poder Judicial es lo que concentra la mayor energía discursiva del oficialismo y no se le quita mérito –todo lo contrario– a cruzar golpes con semejante dinosaurio. Haber batallado y continuar haciéndolo en las arenas de patronales agropecuarias y mediáticas, y hoy contra el conservadurismo ancestral de las familias tribunalicias, llama al aplauso tratándose de un gobierno “burgués”. Sin embargo, comprensiblemente o no, la embestida o el señalamiento contra los barones de la Justicia no parece mover el amperímetro del registro o la adhesión masivos, sin que esto signifique que cada medida, cada gesto, cada alocución, deban ser calculados en función de su popularidad (sí será atrayente ver qué sucede cuando la Corte falle sobre la ley de Medios, y sobre todo si dictamina a favor de Clarín). Quedaría más cerca saber y estimular en torno de cómo se avanzará contra los oligopolios formadores de precios, que es decir contra la inflación y que es decir mucho. Da la impresión de que al oficialismo le falta contar, o relatar entre bastante y mucho mejor, planes de largo aliento. Los que hay, los que pueda haber, los que haga falta crear. Según sus propios antecedentes, lo peor que podría hacer el kirchnerismo es dejar de ser y de parecerse a sí mismo, lo cual, entre otros puntos distintivos, siempre conllevó fugar para adelante cuando las coyunturas apremiaron o dieron indicios de poder apretar.
Dicho de otro modo, no perder la costumbre de continuar reinventándose. Pero más con lo que falta que exclusivamente con lo hecho.
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