EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
El primer hecho político importante después de las primarias abiertas fue protagonizado por la Presidenta. Y no se trata de un anuncio ni de una promesa. La convocatoria a un debate sobre el futuro económico del país, dirigida a las organizaciones de empresarios, banqueros y sindicalistas no fue estrictamente el anuncio de una medida: no se habló concretamente de un cronograma, ni de las formas que tendría ese debate. Simplemente es la formulación de una necesidad política, la de sincerar la existencia de una divergencia de fondo en la apuesta al tipo de estrategia económica que tendría que adoptar el país, en el contexto de una sostenida crisis del capitalismo global cuyos efectos sobre el país y la región tenderán a agudizarse. No estaría mal que la convocatoria a los líderes de sectores económicos –los titulares del equipo, según la Presidenta– se materializara de algún modo, porque sería una forma de convertir un conjunto de perspectivas corporativas, conocidas por pocos en una propuesta política de carácter público.
La oposición suele hacer suyos los reclamos corporativos; la más intensa de las experiencias de esa práctica fue el conflicto desatado por las patronales agrarias en el otoño de 2008. Los reclamos corporativos son justos, razonables y realizables... si se los mira desde la perspectiva de sus promotores. Nadie puede decir que no sea razonable el reclamo de aumento de la tasa de ganancia de tal o cual actividad económica. Cómo no entender que ese aumento de la tasa de ganancia tendrá efectos benéficos sobre la economía en su conjunto, y por lo tanto, para toda la sociedad si se lo valora desde la posición de sus beneficiarios. La política democrática –aun en la más liberal de sus interpretaciones– consiste en la ilusión compartida de que hay un interés nacional común, y su identificación se resuelve desde abajo hacia arriba a través, principalmente, del sufragio universal. Es decir, la política democrática tiene una inspiración universalista, superadora de las particularidades corporativas. El hecho de que muchos países, sobre todo en la Europa de posguerra, hayan adoptado formas “neocorporativas” para la discusión y gestión de políticas públicas no modifica la cuestión porque en esa “concertación” la última palabra estaba, por lo menos formalmente, reservada al Estado, es decir al portador material y simbólico de la “voluntad general”.
Cuando hablamos de reclamos corporativos puede surgir la idea de que se trata de forcejeos entre actores más o menos equilibrados en su capacidad de presión. No se trata de eso, la trama corporativa tiene una estructura caracterizada por la concentración de recursos de poder en pocas manos. Cualquier tendencia estatal a abrir ampliamente las compuertas a las presiones corporativas vuelca la balanza de las decisiones públicas a favor de los sectores más poderosos. De modo que una política democrática necesita reequilibrar la balanza y hacer pesar en ella la relación de fuerzas que se expresa en el voto. La historia constitucional argentina es, en buena parte, la historia de la dialéctica entre democracia y poderes concentrados: de ella son tributarias la pseudodemocracia previa a la ley Sáenz Peña, los golpes militares, la sistemática extorsión sobre gobiernos de diverso grado de legitimidad democrática y, en las últimas décadas, los procesos de desestabilización y desencadenamiento de situaciones de “ingobernabilidad”.
La forma más habitual en la que el discurso opositor presenta los reclamos corporativos es la de una colección de demandas aislables entre sí, que serían fácilmente satisfechas con el recurso mágico de “abrir un diálogo amplio”. En esa caricatura, el Estado (el gobierno según el enunciado formal de la idea) es el personaje malo, el que por su ignorancia, por su autoritarismo, por su corrupción o por todo eso junto, mantiene tensa la cuerda del conflicto y no lo resuelve. Por eso podemos escuchar, en el registro propositivo de algunos partidos y candidatos, que es necesario, por ejemplo, llevar las jubilaciones al 82 por ciento de los ingresos de los trabajadores en actividad y poner más plata en el transporte y la seguridad pública, al mismo tiempo que se argumenta a favor de la eliminación de las retenciones, la baja de la presión tributaria y la contención del gasto público. En apariencia, el fraude es inofensivo porque no está definiendo situaciones sino acumulando fuerzas electorales para definirlas después del triunfo. Sin embargo, el efecto real es el de naturalizar las demandas de los grupos concentrados de la economía, al mezclarlas “inocentemente” con las de los sectores populares que son las que deben ser convocadas a la hora de definir elecciones.
No casualmente, la Presidenta enuncia la necesidad del debate pocos días después del resultado electoral desfavorable para el Gobierno en las elecciones primarias y abiertas: parece estar convencida de que ese debate estuvo insuficientemente presente en las campañas de las PASO. La lectura de esos resultados indica que fue insuficiente la iniciativa de las fuerzas que apoyan al Gobierno en el planteo de ese debate de fondo. Fue sobre esa base que la puesta en escena de los descontentos de sectores medios y populares con aspectos de la política del Gobierno pudieron ser discursivamente colocados como agotamiento y fin de un ciclo político. El amontonamiento opositor de demandas distintas y en muchos casos contradictorias logró instalarse en el lugar de una promesa. Una promesa ambigua y fraudulenta que, en algunos casos, terminó por reducir la política a un ejercicio basado sobre la tolerancia y la capacidad de escuchar, virtudes éticas seguramente muy abundantes en las filas opositoras.
Una vez que se reconoce que el déficit fue una insuficiente politización del debate electoral conviene aclarar de qué se está hablando. No es de un nuevo set de consignas, una retórica mejorada o spots publicitarios más punzantes; o por lo menos no se trata solamente de eso. No es tampoco un debate técnico-académico el que hace falta. No será la destreza o la sapiencia de los expertos la que cubra el bache de politización de la discusión electoral. Por otra parte la insuficiente politización no radica en que se haya hablado poco de la diferencia entre el proyecto de país que propone el Gobierno y el de las fuerzas de oposición. Acaso el problema haya sido el insuficiente diálogo entre la formulación del proyecto y las decisiones políticas que lo corporizan y las formas reales en las que esas políticas llegan, o no llegan, a las personas. Son esas experiencias sociales las que procesan el debate. En la cotidianidad de las personas y los grupos sociales es donde se da la disputa entre proyectos de país alternativos. Es, por lo tanto, un debate hecho de palabras y de hechos e iniciativas prácticas. El resultado electoral sirve para medir el estado de esa discusión, para registrar el efecto de las políticas públicas en la vida social, para detectar los problemas concretos de gestión.
El discurso presidencial que propone el debate establece los marcos en los que el Gobierno lo encarará: la devaluación brusca, la vuelta al endeudamiento internacional, la reprivatización del sistema jubilatorio no forman parte de esos marcos. Es decir, el límite es la extorsión de quienes quieren regresar al país de los años noventa y encubren ese objetivo bajo la agitación de justos reclamos populares. Lo que se plantea es una intensificación del diálogo político entre los sectores medios y populares. Y esto habilita y demanda algo que también está en el discurso presidencial, el reconocimiento de los errores y de las insatisfacciones sociales. El desafío político que enfrenta el Gobierno es el de mantener firme el timón de las decisiones políticas contra la presión, no solamente retórica, sino sobre todo fáctica de las grandes corporaciones y, al mismo tiempo, aumentar la flexibilidad y la actitud innovativa de la acción política en el terreno de la implementación de esas decisiones. En muchos casos se trata también de asumir los costos de algunas medidas –especialmente las que apuntan a defender al país de los procesos especulativos desatados por la crisis internacional– y de racionalizar su aplicación disminuyendo en ella el margen de incertidumbre.
Aun en la adversidad –no matemática, sino política– del resultado, el Gobierno sigue gobernando. Puede incidir en el debate abierto con medidas políticas concretas que apunten a recuperar expectativas favorables que lucen circunstancialmente debilitadas. Ese es su recurso principal a la hora de disputar una compleja batalla cultural en el contexto de una ofensiva mediática inédita en la historia y que ha colocado a las corporaciones económicas del sector en el lugar central de la defensa de los intereses económicos y políticos de los sectores más poderosos.
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