EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Con todo el pudor que es menester, pero seguro de que la copia a sí mismo es útil al efecto de compartir una convicción reforzada, quien firma se otorga la licencia de reproducir el último tramo de su columna publicada en este diario el lunes 15 de julio pasado.
Se decía que, frente a la andanada mediática “(...) el Gobierno reacciona sobre dos ejes cuya efectividad merece ser puesta en duda. Uno es el andar favorable de la economía (...) El otro es descansar, o confiar a rajatabla, en lo que ya se hizo (...) Lo más inquietante es lo segundo. Está claro que el oficialismo tiene logros de los que sentirse orgulloso. Más luego, de la Presidenta para abajo se llama a ‘ir por más’; a ganar otra década. Para gusto personal, se lo hace sin una explicitación firme de en qué vendría a consistir eso por fuera de lo ya demostrado (...) Haber batallado y continuar haciéndolo en las arenas de patronales agropecuarias y mediáticas, y hoy contra el conservadurismo ancestral de las familias tribunalicias, llama al aplauso tratándose de un gobierno ‘burgués’. Sin embargo, comprensiblemente o no, la embestida o el señalamiento contra los barones de la Justicia no parece mover el amperímetro del registro o la adhesión masivos, sin que esto signifique que cada medida, cada gesto, cada alocución, deban ser calculados en función de su popularidad (...) Quedaría más cerca saber y estimular en torno de cómo se avanzará contra los oligopolios formadores de precios, que es decir contra la inflación y que es decir mucho. Da la impresión de que al oficialismo le falta contar, o relatar entre bastante y mucho mejor, planes de largo aliento. Los que hay, los que pueda haber, los que haga falta crear. Según sus propios antecedentes, lo peor que podría hacer el kirchnerismo es dejar de ser y parecerse a sí mismo; lo cual, entre otros puntos distintivos, siempre conllevó fugar para adelante cuando las coyunturas apremiaron o dieron indicios de poder apretar. Dicho de otro modo, no perder la costumbre de continuar reinventándose. Pero más con lo que falta que exclusivamente con lo hecho”.
Cabe poner en duda que el ensimismamiento de la campaña gubernamental en torno de la década ganada, destinando pocos o ningún esfuerzo a la puntualización de cómo se sigue, haya sido el único elemento generador del triunfante y magro resultado oficialista. Pero puede tenerse la certeza de que jugó un rol importantísimo. Un consultor cercano a Casa Rosada recordaba en estos días la obviedad –o no– de que las conquistas políticas y sociales, cuando son percibidas como asentadas y por más notorias que fueren, se integran al paisaje cotidiano de las gentes. Gentes que reclaman más y más, o que sancionan, cuanto más tienen o más recuperaron. No es una característica de los sectores del privilegio. Abarca a todas las clases. Resulta inevitable, de acuerdo con toda experiencia histórica y aun cuando se provenga de un infierno relativamente cercano, que los grandes logros pasen a ser tomados con la llaneza de que se abre la canilla y sale agua. Hay frente a eso dos probabilidades básicas. Una es enojarse contra los olvidadizos, en tanto capaces de no registrar, o de que naturalicen, todo lo que se avanzó y avanzaron. Apenas se tuerza un poco la cabeza hacia los costados –ni siquiera para atrás– surgen de inmediato las imágenes de un país en quiebra, incendiado, con más de la mitad de la población bajo la línea de pobreza, dirigentes políticos sin respuestas de índole alguna, colas en las embajadas para escaparse. Brota exasperarse, contra esa gente que protagonizó lo que se dio en llamar, con cierta justeza, voto castigo. Gente de las clases populares pero, muy sobre todo, gentes de las capas medias que hace un rato estaban golpeando las puertas de los bancos para que les devolvieran sus ahorros; que gritaban que entre piquete y cacerola la lucha era una sola; y que ahora problematizan no contar con dólares suficientes para hacer turismo en el exterior, cuando hace el rato ése pensaban a España o símiles como movida exclusiva para tomarse el buque de este país que no daba para más. Gente que hoy reclama o se asume perjudicada porque le sacan del sueldo unos pesos de Impuesto a las Ganancias, cuando lo único que les quedaba era rogar por un trabajo en lo que fuese.
El colega Alfredo Zaiat, en la introducción de su nota del sábado anterior en Página/12, reflejaba el espíritu analítico de muy buena parte de esa gente; o bien, de la gente que parece ser efectiva para pensarle, a esa otra, que las cosas funcionan así. “El aumento del turismo durante las vacaciones de invierno es por la inflación. El incremento de los viajes al exterior de un sector de los argentinos es porque no saben qué hacer con el dinero. El record de ventas de autos y motos tiene su origen en que no hay alternativas de inversión, atractivas, en relación a la evolución de los precios. El alza en los despachos de heladeras, aire acondicionado, televisores y otro tipo de electrodomésticos es porque ahorrar no es conveniente por la depreciación de la moneda. Las salas llenas de los teatros y cines son porque ‘la gente’ tiene pesos y quiere desprenderse de ellos lo más rápido posible (...) El consumo de bienes muebles y de ocio tiene el único origen en el fantasma de la inflación”. Así sucesivamente, hay una excusa para atenuar o desmerecer cada dato positivo. Y otro tanto en la escala de las capas bajas y mediobajas, entre las que podría observarse que alguna sensación reparadora, e inclusive necesidades más o menos satisfechas o en vía de avance (AUH, programa Pro.Cre.Ar, obras públicas de diversa índole en las zonas y barrios más postergados, escuela primaria con un altísimo porcentaje de retención de alumnos, unos 2,5 millones de personas que pudieron jubilarse a pesar de los años en que no les aportaron, y varios etcéteras), son valorados como provechos “normales”, ya no susceptibles de reconocimiento. O no, por lo menos, al momento en que vota una significativa cantidad de los beneficiados. Una buena porción de ellos es la que le certifica al kirchnerismo su condición de primera fuerza o minoría a nivel nacional, tomado el país como distrito único. Pero hay un “resto”, mayoritario y disperso, que se mostró a contramano aunque en planos diferentes. Ante ese gran pedazo de votantes, queda dicho que una variante es encolerizarse y seguir con las botas puestas como si no hubiera pasado nada. La otra es tomar nota de que debe tomarse nota, porque las masas andan de esa manera. Y eso no implica retroceder respecto de ninguna de las grandes líneas trazadas. Consistiría en ajustar sintonías porque, además, se añaden errores propios. Hay pifiadas estructurales que el Gobierno ya no puede ignorar y que no pasan, en su sustancia, por distinguir que se ganó en la Antártida o entre los qom. Una de ellas es relativizar el peso de la inflación, que pega en los bolsillos populares y que debe integrarse a las causas, si no la primera, provocadoras de fuga de voluntades en núcleos de población afines al oficialismo. ¿O acaso se piensa que esos votos se perdieron porque los preocupa el “autoritarismo” gubernamental, las denuncias de corrupción o la situación del jefe del Ejército? ¿Cuál es el rédito de ningunear los problemas, de no explicarlos con mayor profundidad, de que la Presidenta se cargue personalmente toda la comunicación? ¿Cuál es la utilidad de insistir con estratagemas que convencen a los convencidos?
La derecha construyó un tanque mediático, un operador político que obra de gran deschavador, idóneo para hacer creer que la política podría ser el paraíso mientras no se robe; e inventó una figura que es su construcción coyunturalmente más sólida de mucho tiempo a esta parte, ya descartados Macri y, se supone, cualquier alternativa por fuera del espacio panperonista. Todo susceptible de ratificación, porque ni unos lugares periodísticos ni un intendente, por más que dispongan de cuanto fierro mediático se quiera, son piloto automático. Sergio Massa es, estrictamente, el pasado al que (se) afirma que no debe volverse. Se planta y lo plantean como la superación del kirchnerismo, desde un lugar peronista que es el único visualizable como factor de gobernabilidad. A nadie se le ocurre, es de presumir, que la factible o verosímil entente de Binner, Cobos, Carrió, los radicales, e inclusive el PRO, sea atrayente como opción ejecutiva nacional. Eso es gorilismo que se tira una cana al aire en elecciones de medio término. No es aspiración ni edificación de poder, siempre suponiendo –aun cuando el peronismo llegara dividido a 2015– que no podría haber una rechoncha intención social de suicidarse, tras la experiencia de la Alianza y de otras alternativas por el estilo.
Lo que parece haberse abierto el domingo, en la ancha avenida peronista y más hacia la elección presidencial que de cara al próximo octubre, es una interna de facto que por ahora tiene a Daniel Scioli y Sergio Massa (el segundo muy lejos, todavía) como protagonistas principales. El del kirchnerismo no se conoce pero –antes que eso– debe preguntarse si a Cristina, como su gran electora, hay que meterla ahí, en la interna peronista de hecho, de aparato, de lealtades y traiciones, de acomodaticios; o en una concepción definitivamente instalable como alternativa hacia la izquierda, superadora. Sonaría a esto último. Sin embargo, por eso mismo y aun cuando aguarden opciones de derecha, al oficialismo le valdría la pena que intente reinventarse mejor, en el sentido de no creer que se trata de seguir como si el domingo no hubiera pasado nada. Ampliar (la imagen de) conducción política, comunicar de otra manera, afrontar temas como inflación, corrupción e inseguridad sin que deba ser bajo la lógica cualunque con que los suscita la oposición. Los votos que se fueron por gorilas nunca estuvieron ni estarán. Pero alguna, mucha o estimable parte de los que se escaparon por disgusto, por aburrimiento, por una bronca que nos les gustaría tener contra el Gobierno que les dio mucho, tal vez sea recuperable.
En octubre será muy difícil. A mediano y largo plazo habrá que ver. La ecuación 2009/2011 lo atestigua.
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