EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
BRUJAS
› Por J. M. Pasquini Durán
Cada vez que pretenden disparar la cacería de brujas, los argumentos conservadores se repiten con tanta añeja monotonía que la réplica puede parecer innecesaria y, lo que es peor, aburrida. A pesar de esa recurrencia, hay que ocuparse del tema porque está a la vista una sostenida campaña de agitación que usa como pretexto el macartismo para atacar al Gobierno y a la protesta social como si ambos datos fueran parte de un mismo y único plan. Ambos, Gobierno y protesta, son zurdos, según la rústica hipótesis de los chulos y alcahuetes que se ocupan, salvo pocas excepciones de raíz ideológica, de semejantes menesteres, por dinero, que aportan desde atrás los verdaderos intereses en pugna.
Hay quienes sostienen, con encuestas en la mano, que a la mayoría de los ciudadanos la campaña los deja indiferentes. También en 1995, la mayoría hizo a un lado las denuncias por corrupción, aunque ésas estaban probadas, y votó por la reelección de Carlos Menem. Bastó que la ilusión económica de los años 1991/93 se hiciera trizas con el ajuste permanente para que la volátil opinión pública se mudara a la vereda opuesta. En la actualidad, los indicadores estadísticos de apoyo popular al Gobierno son abrumadores, pero también es cierto que todavía el centro de la escena no lo ocupan los factores económicos y sociales, más allá de la atención debida a las urgencias asistenciales.
Ninguna mirada sensata ignora, sin embargo, que la resolución de problemas esenciales, como el desempleo, la pobreza y la parálisis productiva, no son temas del corto plazo. Los cazadores de brujas, que no quieren cambios sustanciales, apuestan a reunirse, en algún momento, con la impaciencia popular y las debilidades del Gobierno, así como el boxeador golpea al adversario en los flancos para sacarle respiración y movimiento de piernas. La oligarquía venezolana mostró el golpismo de nuevo tipo que no saca tropas a la calle sino a los contingentes más insatisfechos o impacientes de la sociedad, sobre todo de las clases medias.
Por ahora, el macartismo ataca al gobierno nacional por su compromiso con los derechos humanos y sus gestos de ruptura con los bolsones de corrupción y de impunidad. Por si algún espíritu desprevenido cayera en la confusión, eso no es el socialismo ni es una aspiración exclusiva de la izquierda. Lo que sucede es que a la derecha ninguno de esos propósitos le interesa, ya que en definitiva el terrorismo de Estado se aplicó en sus términos y para sus beneficios. En estas semanas, en Chile hay una campaña similar, a cargo de la pinochetista Unión Demócrata Independiente (UDI) y de jefes militares retirados.
Un comentarista chileno describió con precisión el inmediato objetivo de la caza de brujas: “Según la UDI, los 4 mil ejecutados y desaparecidos, los miles de torturados, exiliados, despedidos de sus trabajos, hostigados y reprimidos, ‘no afectan la legitimidad intrínseca del paso que dieron las Fuerzas Armadas y de Orden’ al dar el golpe de Estado en 1973 y perpetuar una dictadura por 17 años”. Salvando las diferencias numéricas, la campaña local también busca mantener el amparo, en la mentira y la injusticia, a los represores del llamado “Proceso”. Ni a los de allá ni a los de aquí les alcanza el coraje para reivindicar los crímenes como la consecuencia de esa cínica “justa causa”.
Agitan el fantasma de la “izquierda” en busca de reactivar la memoria social, y por consecuencia los miedos, a que semejante confrontación, al reiterarse, pueda reincidir en la violencia de los años de plomo. Parten del supuesto de que la sociedad no aprendió nada de aquella experiencia, pero en estos veinte años de libertades democráticas hay numerosos ejemplos de prudencia y de tolerancia, en particular entre los defensores de los derechos humanos y de los que tienen legítimos motivos pararebelarse contra las injusticias. Las actuales expectativas esperanzadas en las políticas públicas es la palpable demostración de esa meritoria conducta de la voluntad popular.
La reactivación de la inescrupulosa campaña contra los “zurdos” prueba también la hegemonía del discurso único conservador que asoló al mundo en el último cuarto de siglo. Desde ese punto de vista, el regreso al debate ideológico no puede ser motivo de pesar, sino al contrario. Uno de los peores vacíos de la democracia, en estos años pasados, era la ausencia de la pluralidad ideológica, como si de verdad hubiera llegado el final de la historia. No fue ni podía ser así, por supuesto, pero aquella hegemonía, ahora quebrada, hizo su efecto y dejó su legado, sobre todo porque desacreditó a la política como instrumento de cambio, reduciéndola a sus meras apariencias y a territorio para el latrocinio.
Recuperar el sentido de la política y reconciliarla con la sociedad, sobre todo con los más desamparados, no es tarea fácil. Los que tienen hambre y sed quieren saciarlas y franjas completas de los estratos medios quiere, más que nada, recuperar el esplendor de alguna época. No es fácil para nadie aceptar que por un determinado tiempo la vida nacional debería ser austera y solidaria, hasta que las necesidades más urgentes estén satisfechas. Tan difícil como imaginar que el esfuerzo individual es insuficiente para escapar de la decadencia general, así sea sólo por la inseguridad en la que tienen que vivir con sus familias, mirando siempre por encima del hombro, eligiendo zonas y horarios para circular y desconfiando de cualquier desconocido.
Los discursos políticos, multiplicados por las campañas electorales, aún no dan cuenta de la compleja realidad nacional y todavía menos de la internacional. En general, tienden a repetir la agenda que establecen los medios de información y a ofrecer lo que las encuestas o sus pálpitos le sugieren como los temas que afligen o preocupan a los ciudadanos. Casi ninguno aporta iniciativas concretas para que las instituciones desempeñen un papel activo en la búsqueda del bien común. Lo más común es que se limiten a reaccionar, sea a favor o en contra, a la gestión de gobierno que, en la práctica, actúa como si fuera un partido único.
Es cierto que están apareciendo o buscan consolidarse candidatos y agrupaciones que procuran escaparse de los estrechos límites del bipartidismo que dominó buena parte del siglo XX. El tiempo dirá cuál de esas alternativas tendrá sobrevida y alcanzará el favor popular. No alcanza, para eso, con los méritos de cada uno sino también una modificación de los hábitos de votación de porciones importantes del electorado, sujeto en más ocasiones de las deseables a rutinas que favorecen a más de un dirigente nacido en las prácticas y los vicios de la vieja política. Para que los cambios sean efectivos tendrán que modificarse las cúpulas, pero también las conductas de las bases. Es comprensible que, debido a las dificultades cotidianas, a los ciudadanos les resulte una carga adicional ocuparse de los sucesos públicos y políticos. Sin embargo, es allí donde tendrán que surgir las respuestas a esas dificultades y dependerá de quién y cómo las resuelvan para que la vida de todos y cada uno sea diferente y mejor.