EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
La presidenta Cristina Kirchner ha vuelto a poner en escena el particular género discursivo con el que suele intervenir en las reuniones internacionales. La ocasión fue una nueva Asamblea General de la ONU, la número 68 desde la fundación del organismo. La palabra “asamblea” no indica, como se sabe, una mera aglomeración de individuos. Tampoco una sucesión ininterrumpida de discursos, con poca o nula interacción entre sus enunciados. Sin embargo, esta última sigue siendo la forma predominante en el desarrollo de los grandes foros globales; en el mejor de los casos, estos eventos sirven para que cada actor (cada gobierno en el caso de la ONU) exprese sus puntos de vista, sin que los matices o las divergencias tengan ocasión alguna de ser debatidos. El modo discursivo de la Presidenta introduce tensión argumental, sugiere la necesidad de discusiones específicas y propone una agenda tentativa para esas discusiones. Colonialismo, terrorismo, estructura y funciones de los organismos internacionales, crisis económica, desigualdades nacionales y regionales, guerra, militarismo, concentración de la riqueza, crecimiento de la pobreza, hegemonía mundial, soberanías nacionales, racismo, xenofobia aparecen en sus intervenciones, encarados desde una perspectiva polémica y heterodoxa.
Ese carácter polémico, cargado de sugestión e ironía, aparece curiosamente enlazado con otro rasgo de los discursos presidenciales: la decisión de tomar en serio el rol de la ONU y asumir críticamente su legalidad interna. La mítica imagen de una asamblea de autoridades nacionales, de igual jerarquía en tanto detentadores del poder soberano de sus respectivos estados, que se reúne para pensar los asuntos del mundo global y abordar la solución de sus problemas, es radicalmente respetada por el discurso presidencial. Es justamente desde ese deber ser del mundo y desde las formas en las que se supone está políticamente organizada la convivencia planetaria que se escenifican las contradicciones y las incongruencias del mundo y de la ONU “realmente existentes”. Funciona así un sistemático contrapunto argumental que apunta a cuestionar los abusos de poder en escala global, no sobre la base de construcciones ideológicas acerca de lo que debería ser sino de lo que los propios actores estatales han acordado formalmente como reglas de sus conductas. Así se contrastan las múltiples declaraciones contra el colonialismo con la conducta real de las potencias colonialistas –protagonistas centrales, como son, del orden internacional–. Así se cuestiona el unilateralismo y la guerra preventiva desde las propias estipulaciones de la ONU y se contrastan las protestas en defensa del “libre comercio” con las prácticas discriminatorias de Europa y Estados Unidos contra las exportaciones agrarias de los países emergentes.
No se trata de una simple reedición del discurso tercermundista, de un repertorio reivindicativo formulado desde los márgenes del sistema; también la globalización es tomada seriamente en los mensajes de la Presidenta. En la última reunión ha llegado a utilizar la expresión “gobernanza global”, que tiene una cierta reminiscencia de los años dorados del neoliberalismo con su ilusión del desdibujamiento progresivo y pacífico de las fronteras estatales en las redes desterritorializadas del capital financiero. Aquí la “gobernanza” deja de ser utilizada en su sentido de administración despolitizada del mundo estable del final capitalista de la historia para ser asumida como tensión conflictiva entre intereses desiguales en su disposición de recursos. La voz de la Argentina –como también la de otros países de la región y otros del mundo “emergente”– ha ido enhebrando una agenda provisoria de transformaciones globales, algo así como un orden político alternativo al que, nacido al final de la Segunda Guerra Mundial, tiene más de cuarenta y cinco años y ha quedado visiblemente retrasado respecto de los cambios mundiales. Es interesante que esa agenda y ese orden hipotético no se enarbolan exclusivamente desde el interés nacional o regional; no se habla de un orden favorable a cierto grupo de países sino de un orden capaz de producir nuevos equilibrios humanos, sociales y culturales necesarios para evitar las catastróficas consecuencias del actual rumbo global que se insinúan (y recurrentemente se muestran) hacia un futuro no muy lejano.
La crítica mediática dominante en lo local ha adoptado un par de esquemas interpretativos críticos del mensaje internacional de la Presidenta. El primero se abroquela en la denuncia de la utilización de los foros internacionales para pronunciar discursos “demagógicos” dirigidos al consumo nacional. Como digresión, puede apuntarse que a la utilización de la expresión “demagogia” en muchas críticas políticas le ocurre lo que Borges decía respecto de la presencia de dragones en ciertos relatos: los contamina de irrealidad. La palabra “demagogia” parece presuponer la posibilidad de intervenciones políticas sinceras y neutrales, no orientadas a la lucha por el poder; el crítico de la “demagogia” parece estar en posesión de la verdad política que el “demagogo” perversamente oculta. Pues bien, con esta puesta entre paréntesis de la famosa palabra es posible aceptar la observación crítica: los discursos internacionales de Cristina tienen, también y acaso principalmente, destinatarios locales. Y no puede ser de otro modo porque la política internacional de un Estado es parte, cada vez más esencial, del proyecto de país que se sostiene. Hubiera sido impensable que Menem o De la Rúa criticaran al Fondo Monetario Internacional o denunciaran a los fondos buitre en una Asamblea de la ONU; y no (solamente) por un problema de reverencia hacia el statu quo mundial, sino porque esa crítica no tendría ninguna operatividad política en el escenario nacional. Hoy la posición internacional de la Argentina (desde la posición frente al terrorismo, hasta la actitud ante el militarismo de Estados Unidos, pasando por la crítica a las recetas de los poderes fácticos para enfrentar la crisis capitalista en Europa) es portadora de una experiencia, de una praxis histórica como Estado nacional que ha vivido al borde del derrumbe como comunidad, a causa de muchos de los postulados del sentido común político y económico predominante en el plano mundial. Fuimos alumnos modelo de las doctrinas del alineamiento incondicional con Estados Unidos, de la desregulación de los mercados, de la promoción salvaje del endeudamiento para financiar apoyos políticos internos de las clases medias, de las “soluciones” fiscales basadas en la barbarie social, de las “flexibilizaciones” laborales que empeoraban el trabajo y la vida de millones de personas. Los sectores que en nuestro país sostenían ese tipo de políticas han vuelto a la carga; la denuncia de sus mentores globales es parte de la lucha política nacional.
La otra forma de la crítica adopta la forma de una incertidumbre, lindante con la desesperación, ante un tipo de definiciones internacionales que pondrían al país en los márgenes del sistema mundial, en el lote de los países caídos de la historia. Muy bien ha representado este esquema crítico el periodista Marcelo Longobardi, quien calificó de “psicodélico” al discurso presidencial en la ONU y dijo “no entender” fragmentos centrales del mismo, en especial aquellos que ponían el acento en el doble standard y en la impunidad de los crímenes internacionales cometidos por las grandes potencias. La Presidenta habló de la operación psicológica preparatoria de una invasión de Estados Unidos a Siria, basada en la supuesta utilización de armas químicas en el conflicto interno de ese país, dijo que un 99 por ciento de los muertos en ese conflicto lo habían sido por medio de armas convencionales, se preguntó quién abastecía de armas a las fuerzas rebeldes sirias y mencionó a Hiroshima, Nagasaki y Vietnam como los antecedentes más criminales del empleo de armas químicas y nucleares; ciertamente nada demasiado difícil de comprender.
La incertidumbre de las derechas mediáticas y políticas sobre la política internacional argentina no tiene como causa la incomprensión, por lo menos en la acepción racional del término. Hay algo así como un deliberado abroquelamiento espiritual de esas fuerzas: se niegan a ver el mundo tal cual es, prefieren mantener los viejos mapas cognitivos del auge neoliberal. Viven el mundo en el exacto punto en que estaba cuando cayó el Muro de Berlín; con Estados Unidos en el cenit de su poder hegemónico, con la cultura neoliberal atravesando el mundo como pensamiento único, con la Argentina necesitada de incorporarse a ese carro triunfal de la mano de un gobierno amigo de las grandes corporaciones y de los grandes centros de poder mundial. Por su parte, el país, como entidad histórica, necesita reconocer las enormes tensiones de la época mundial y contar con una política de alianzas regional y con el mundo emergente, para poder actuar en función de sus intereses y apostar prácticamente por nuevos equilibrios globales. Al fin, también de esa evolución mundial depende, en gran parte, nuestro futuro como nación.
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