EL PAíS
“El carnicero” de Tucumán ya no tiene más coartadas
El represor Antonio Domingo Bussi quedó detenido ayer en el Edificio Libertador. Su ferocidad como represor lo distinguió entre sus pares. Nunca fue juzgado en el país por los crímenes que ordenó y cometió.
› Por Felipe Yapur
Antonio Domingo Bussi, el genocida, “el carnicero de Tucumán”, está preso. Lo espera la Justicia, cualquiera sea, española o argentina. Y si todo sucede como debería, terminará condenado. No será por los más de 800 casos de desaparecidos que se produjeron durante su reinado en Tucumán entre 1975 y 1977. Pero seguramente, será un aliciente para algunos de los familiares de las víctimas ver cómo al anciano general –que acaba de ser elegido intendente de la capital provincial– se le borra la amarillenta sonrisa que le produjeron los más de 25 años de impunidad.
El genocida suele autodefinirse como un general tropero. No lo considera un defecto. Es más, cree que es una virtud que da cuenta de la capacidad de mando a la que condimentó con brutalidad y crudeza durante la dictadura militar. Ambas características fueron perfeccionadas en los años ‘60, durante su paso por Vietnam. Allí, el entrerriano aprendió con entusiasmo y devoción las técnicas de tortura que le enseñó el ejército norteamericano para arrancar información a los prisioneros del Vietcong. No sólo estudió, si cabe el término, en el sudeste asiático. También pasó tiempo en Kansas, Estados Unidos, donde nació su vástago y hoy diputado nacional, Ricardo Argentino.
Los que pasaron por algunos de los 33 campos clandestinos de detención que funcionaron en Tucumán conocieron en carne propia la brutalidad de este general tropero. “En dos oportunidades presencié fusilamientos en ese campo. El que efectuaba el primer disparo era el general Antonio Bussi. Después hacía participar a todos los oficiales de mayor jerarquía. El lugar de las ejecuciones estaba ubicado a unos 300 o 400 metros de la Compañía de Arsenales, monte adentro. Se tendía un cordón de seguridad a los 20 metros y otro a unos 100 metros. Los disparos se hacían con pistolas calibre 9 milímetros y 11.25. Siempre entre las 23 y 23.30. Cada quince días se asesinaba entre 15 y 20 personas.” El relato es uno de los tantos que se pueden leer en el Informe de la Conadep, corresponde al ex gendarme Omar Torres, y da cuenta de la práctica genocida de Bussi.
En 1977, y mientras se dedicaba a “limpiar Tucumán”, Bussi comenzó a mostrar una faceta que recién 20 años más tarde saldría a luz durante un frustrado juicio político. En ese año, el tropero comenzó una compulsiva carrera por la compra, venta y recompra de departamentos y casas en Buenos Aires. Esta supuesta fiebre inmobiliaria mucho tiene que ver con una de las estrategias utilizadas por los militares argentinos para “blanquear” el dinero obtenido en la impunidad que les dio el poder dictatorial. El general, que siempre se jactó de vivir de su sueldo de militar, llegó a poseer, junto a su esposa e hijos, 18 propiedades que sumaron la friolera de dos millones de dólares. Menuda capacidad de ahorro, sobre todo si se tiene en cuenta que desde el inicio de su carrera militar, en 1947 y hasta 1982 (el año en que pasó a retiro), Bussi cobró en concepto de sueldos sólo 700.000 dólares.
Tras el retorno de la democracia, el ex dictador se recluyó en uno de sus tantos departamentos porteños. Los juicios por violaciones a los derechos humanos que comenzaron a realizarse en 1984 lo devolvieron a disgusto a Tucumán. La inestimable ayuda de la cobardía radical –léase ley de Punto Final– más la de algunos jueces federales, le permitió salvarse de la cárcel. Pero su regreso a la provincia, y el buen (incomprensible) recibimiento del que fue objeto, lo catapultaron a la política. Situación que le sirvió no sólo como un paraguas protector ante nuevas embestidas judiciales, sino que lo convirtió en uno de los pocos dictadores que lograron reivindicarse a través del voto popular. Su paso por la Cámara de Diputados y luego la gobernación tucumana, le permitieron incluso volver a soñar con llegar a ser presidente. Una posibilidad que ladura interna militar le impidió luego de que abandonó la provincia en 1977.
Las pésimas gestiones justicialistas que se sucedieron en Tucumán a partir de 1983, posibilitaron que Bussi se haga del poder en el ‘95 tras derrotar a la entonces senadora del PJ, Olijela del Valle Rivas. Llegó como el adalid de la fuerza moral de los tucumanos y el día de su triunfo organizó una multitudinaria marcha donde hombres y mujeres enarbolaron escobas que anunciaban el comienzo de la lucha contra la corrupción. Nada más lejos de la realidad. Bussi no sólo repitió las mañas de los políticos a los que criticó con fiereza y prometió traje a rayas, sino que hasta se las ingenió para superarlos. Como ejemplo, basta recordar el caso del nuevo Hospital Padilla, que su entonces ministro de Salud, Carlos Quijano intentó construir. Con la firma del funcionario y Bussi se adjudicó la obra a una empresa que resultó fantasma y que era presidida por un amigo del ministro de profesión albañil y que sólo contaba con un par de picos, palas y una carretilla. La obra no se llevó a cabo y todavía hay quienes se preguntan por qué los chicos de Tucumán mueren por desnutrición.
El descubrimiento de una cuenta en Suiza, jamás declarada como las otras que poseía en Estados Unidos, Alemania, España y Holanda, hicieron tambalear su gobernación. Hasta lagrimeó frente a la prensa al intentar explicar que él no había mentido sino que había “omitido” en su declaración jurada sus inversiones en el exterior. Enfrentó un largo juicio político que logró sortear al conseguir que ninguno de los legisladores que le respondían se quiebre. Para ello se valió de una frase que forjó en las noches de la dictadura: “En política está todo permitido, desde el aborto, el robo y hasta la rapiña, pero jamás la traición”.