Lun 04.11.2013

EL PAíS  › OPINIóN

Los intocables

› Por Eduardo Aliverti

Ni el más imaginativo de los analistas podría haber previsto que en menos de 48 horas se esfumarían, casi literalmente, los efluvios del acto electoral. Y que haya sido así encierra una de las conclusiones más profundas que dejaron las urnas.

Uno de los principales editorialistas de la vocería mediática opositora escribió ayer que el Gobierno pasó “de una derrota notable a una victoria enorme”, en ese tiempo record. Su artículo es un relevo de pruebas a confesión de partes como pocas veces debe haberse visto, con ese nivel de violencia retórica explícita, desde uno de los órganos que presumen de independencia periodística. El hombre dice que nadie se explica por qué estos jueces le hicieron este favor a la Presidenta. Sólo eso sobraría, para eximirse de todo otro comentario, desde el momento en que juzga una sentencia judicial como exclusivamente medible en especulación política y no por su análisis técnico y de volumen democrático. Pero tan aparatosa conclusión no le bastó y afirma luego que el fallo de la Corte sacó a los triunfantes líderes opositores, con un golpe preciso, del centro de la escena. Recórcholis: ¿cuán “notable” fue la derrota oficialista y cuánto de potentes son los “líderes” (?) triunfantes si no son capaces de sobrellevar una sentencia adversa? Esa “paliza” sufrida por el kirchnerismo, o esa ratificación de que sigue siendo la fuerza nacional más sólida; ese Sergio Massa que volvió a emerger como la gran chance de restauración conservadora, o ese mero alcalde de Tigre al que le aguarda la superación de saber rejuntar voluntades en comicios legislativos de escala intermedia; esa renovada derrota del oficialismo en los distritos decisivos o esa percepción de que aun así los pingos se ven en la cancha de las elecciones presidenciales, duraron mediáticamente lo que canta un gallo. El fallo de la Corte en respaldo a la ley de medios ni siquiera dejó en pie que ganó Racing. La oposición tan presunta y gallardamente vencedora quedó en orsay, empezando por la mudez semántica del alcalde tigrense, continuando por Elisa Carrió como la única desorbitada que anunció promoción de juicio político contra el presidente de los supremos, y rematando con unos periodistas que fueron a la OEA a quejarse de que están amenazados porque tienen todos los recursos para decir todo lo que se les antoja. ¿Cómo fue que pasó esto? ¿Cómo es que un episodio judicial liquida, al toque, las repercusiones de una votación general caracterizada cual comienzo de fin de ciclo? Obvio que fue y es porque resultó perdedora una corporación notable, emblemática, enormemente poderosa. Pero mucho antes que eso debe tomarse nota de qué le ganó, no importa si de manera total o parcial. Le ganó una firmeza, una vocación, un poner fichas contra quien era invencible, una creación de clima progre y decidido, un triunfo de la política cuando parecía que los grandes políticos y la gran militancia social se habían extinguido en los brazos neoliberales de los grandes dueños de la economía. Eso es lo que ganó. Y porque ganó esa épica es que un veredicto electoral puede aparecer evaporado, debido a que lo macizo no es lo pasajero sino la reconstrucción de un sentido colectivo más justo y solidario. A la altura significativa de haber bajado el cuadro de Videla, de la Asignación Universal por Hijo o de la reestatización de YPF, el fallo de la Corte acompaña lo bueno que le pasó a la Argentina desde 2003.

El jueves pasado a la noche, en ronda periodística, se recordaba el horrible desempeño que tuvieron los letrados de Clarín durante las audiencias públicas de agosto. Una falla pomposa y resaltada por el contraste con la brillante intervención de Graciana Peñafort, abogada de la Afsca. Se coincidió en que ese yerro improbablemente pudo servir para cambiar algún voto del tribunal, pero también en que acaso reforzó convicciones. La pregunta generalizada, ya circulante en muchos y variados sectores tras aquella ronda de amicus curiae, era, es, cómo puede ser que una de las corporaciones más influyentes del país no recurriera a profesionales de otro nivel para encarar semejante contienda. Del mismo modo, como la decisión de la Corte habría causado sorpresa en El Grupo, hubo el interrogante de cuáles fuentes tribunalicias maneja tamaño emporio. Desde hace, de mínima, tres semanas, el mundo periodístico bien informado contaba con el dato de que Santiago Petracchi votaría a favor de la constitucionalidad de la ley, quebrando un relativo empate entre los seis miembros restantes (lo cual se corroboró a través de las disidencias totales y parciales del dictamen). Un colega de esa tertulia, que nucleaba a gente de los medios con diversas proveniencias y extracciones ideológicas, dijo entonces algo de una sencillez terminante: “Es el acostumbramiento a la impunidad”. Todos acordaron, porque cómo negar que es así. Clarín consiguió demorar cuatro años la aplicación de una ley votada por mayoría categórica, es cierto. Quizá no haya antecedentes de episodio análogo en lugar alguno. Y es igualmente cierto que la cosa no terminó: en las chicanas jurídicas, vuelve a empezar. Terminada la guerra respecto de un vértice de legalidad clave, y como ya indicaron observadores y cronistas de simpatías gubernamentales y opositoras, se viene por parte de El Grupo la guerra de guerrillas, la táctica foquista o como quiera llamársele a seguir judicializando cada paso que debería dar en dirección a cumplir lo ordenado por la Corte. Los jueces amigos no se esfumaron y la apuesta será llegar a 2015 sin haberse desprendido de nada de lo que les sobra, confiar en el candidato que propagandizarán hasta en la sopa –abierta o subrepticiamente– e impulsar una contraofensiva parlamentaria. En simultáneo, al Gobierno le aguarda ya mismo el desafío de demostrar que la derrota judicial de Clarín es empática con más y mejores medios; más y mejores sustentabilidad económica, diversidad y programaciones, a cargo de más y mejores actores mediáticos profesionalizados. Hay logros, pero falta demasiado. Y mucha parte de lo faltante es producto de un kirchnerismo que, en alguna medida, se durmió en los laureles al cabo de sancionada la ley de medios. El Gobierno tuvo y tiene una visión que peca en exceso de “industrialismo” televisivo. Procedió, y hasta hoy procede, como si sólo se tratara de combatir contra la prédica perforadora del Trece o TN. Como si únicamente fuera cuestión de que, por arte de magia o influencias, aparecerá de la noche a la mañana un grupo reemplazante en condiciones de sustituir, desde el palo, las habilidades de Clarín. Así es, aunque la cita suene frívola, que si Lanata mide bien salen a competirle con el fútbol. Esa –entre otras cuantas– es una artimaña legítima en la lucha por construir poder simbólico (que vaya si es poder). Pero como política de comunicación es renga, en tanto fin en sí mismo. El choque no se relaciona, en lo nodal y apenas como ejemplo, con quiénes se harán cargo del canal de aire. Más todavía: dicho en plata, la prioridad de El Grupo no pasa por Canal 13, ni por Radio Mitre, ni por la 100, ni menos que menos por sus señales de cable (TN, Volver, TyC Sports, Metro y compañía). Le importan como factores de presión y eslabones que hacen al corpus de que debe jactarse un multimedios enérgico. Nunca como negocio determinante. La crema es Cablevisión, que explica el 90 por ciento del origen de las utilidades de Clarín, y que en alguna instancia, a partir de ahora, no debería superar el 35 por ciento del mercado. Todo el resto, centralmente, es una tela que sirve a los intereses ideológico-corporativos desde la fijación de agenda. Desde ya que ese aspecto es importantísimo, porque significa la integración entre sanidad económica y construcción política. Pero no es el campo único. El logro de un espectro radiofónico y televisivo más amplio, pluralista y profesional no puede quedar reducido a lo que debiera achicarse Clarín, que con suerte será un pequeño porcentaje en sus proporciones cuantitativas.

Sin embargo, y sin perjuicio de esas advertencias, el dictamen de la Corte tiene un valor apabullante acerca de lo que es posible conquistar cuando hay decisión política de enfrentar a los grandotes. Una entereza que –debe subrayarse– es producto de quienes no cejaron en la lucha por una ley de medios de la democracia. Veintiséis años de lucha, más los cuatro de yapa de que dispusieron los pobres grupos afectados. Alfonsín, a quien de paso vale reivindicar al cumplirse este aniversario redondo del retorno a las urnas, intentó pero no pudo o no supo. Más lo primero que lo segundo, en opinión del firmante, habida cuenta de todos los frentes que tenía abiertos cuando no había confianza absoluta en la estabilidad de la hija recién parida. Menem les dio todo lo que querían, y Kirchner, tras el jugueteo impuesto por su debilidad iniciática o por convicciones entonces blandengues, los enfrentó de una vez por todas. Pero en medio, siempre, hubo la tenacidad de los imprescindibles. Es la celebrada hora de reconocer a tanto militante suelto y orgánico, a tanto activador gremial, a tanto organismo de derechos humanos, a tantos colegas, a tantos intelectuales jugados, a tantos comunicadores marginales; a tantas charlas, seminarios y conferencias motorizados en soledad en los lugares más propicios y en los más perdidos, en los más progresistas y en los más conservadores, por la gente que no se rinde jamás.

Gracias a todos ellos. Las elecciones pasan, se ganen o se pierdan y se interpreten como se interpreten. Pero lo que tiende a quedar son estos sellos. Estas marcas de lo que puede alcanzarse en beneficio popular cuando se juntan aspiraciones y decisiones. Nadie, con honestidad analítica o salvo que pertenezca al bando de los grandotes, puede no festejar que la política les haya ganado otra batalla a los intocables.

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