EL PAíS › OPINIóN
› Por Vicente Battista
En 1960, John Sturges dirigió Los siete magníficos, una remake de Los siete samurais, aquella celebrada película de Akira Kurosawa que en 1954 obtuvo el León de Plata en la Mostra de Venecia y hoy está considerado uno de los diez films más grandes de todos los tiempos. Kurosawa había situado su historia en el siglo XVI y se refería a un pueblito de campesinos que sufría el constante acoso de una banda de forajidos. Los héroes, en este caso, eran siete samurais que, al borde de la pobreza, asumían la defensa de esos campesinos y recibían como premio un puñado diario de arroz. Para la remake, Sturges sitúa su acción en el siglo XIX, en un poblado mexicano fronterizo que soporta sin descanso la visita de asaltantes. Los héroes también son siete, aunque no samurais, sino pistoleros. Igual que los personajes de Kurosawa, sufren penurias económicas, por lo que defienden a los campesinos a cambio de un puñado de dólares. Yul Brynner, Steve McQueen, Charles Bronson, James Coburn, Horst Buchholz, Robert Vaughan y Brad Dexter personifican a esos héroes que desde el sur de Texas cabalgan hacia México con el fin de llevar justicia al castigado pueblito fronterizo.
Hace unos días pudimos ver una nueva versión de los siete magníficos. En rigor de verdad, se trata de seis magníficos y de una magnífica que, a diferencia de los personajes de Kurosawa y de Sturges, gozan de gratas condiciones económicas, y no son ni samurais ni pistoleros, sino vistosos periodistas que, movidos por el mismo afán de justicia, cabalgaron desde Buenos Aires hasta Washington. No bien llegaron a la puerta de la OEA, sujetaron a sus corceles y con paso decidido se encaminaron hacia la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de ese organismo. Frente a un público expectante, la magnífica y uno de los magníficos desplegaron sus definitivas razones. Fue conmovedor escucharlos. Ambos se ocuparon de recordar el modo valiente con que habían actuado durante los años de la última dictadura cívico-militar. El se refirió a las “atrocidades y crímenes que cometió la dictadura” y ella se indignó porque, ya en democracia, en un juicio popular y público, la acusaron de apoyar a ese régimen. Sin ánimo de quitarles méritos, hay que reconocer que tanto la magnífica como el magnífico no tienen buena memoria. En 1976 el genocida general Bussi, entonces flamante gobernador de Tucumán, premió a una serie de periodistas por su labor en la lucha antisubversiva. Uno de los premiados fue el magnífico. No en vano, durante el “Operativo Independencia”, que se llevó a cabo como paso previo a lo que poco después se convertiría en el golpe de marzo de 1976, había escrito: “La presencia militar ha aquietado las aguas siempre turbulentas y, como barridas por un fuerte viento, han desaparecido huelgas, manifestaciones y disturbios”.
En 1977, el genocida general Videla, durante una entrevista pública realizada en Washington, se quejó por el modo con que se distorsionaba en el mundo la realidad de nuestro país. Entonces la magnífica, con tono respetuoso, le preguntó: “Justamente usted mencionaba hace un ratito la forma distorsionada que en el exterior se presenta nuestra realidad, ayer cuando lo veíamos al presidente Carter en medio de dos argentinos, pensábamos en la importancia de tener una ubicación en la cocina del mundo políticamente, ¿usted tiene planeado en un futuro más o menos próximo viajar, así en carne propia, estar presente donde el mundo necesita que estemos presentes?”. Tres años más tarde, en agosto de 1980, cuando el genocida general Harguindeguy se refirió a la censura y la autocensura de la prensa, la magnífica se apresuró en aclararle: “No queremos que usted crea, señor ministro, que éstas son acusaciones en contra suyo. Son simplemente comentarios que le hacemos para que sepa qué es lo que se dice, qué es lo que se piensa”. Tanto el magnífico y la magnífica, así como los otros cinco magníficos, que ahora en democracia cabalgaron hasta Washington, en ningún momento de los oscuros años de la dictadura ensillaron sus caballos para dar a conocer los horrores que aquí se padecían. Por lo que se advierte, dejaban la tarea de informar en manos de los propios represores.
Los integrantes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos quisieron saber por qué causa habían llegado hasta ahí. La magnífica confesó que porque la criticaban severamente y le gritaban cosas feas por la calle. En la Comisión le explicaron que eso se engloba “en el ejercicio de la libertad de expresión” y que es necesario “respetar esas manifestaciones”. Entonces el magnífico tomó la palabra, dijo: “Ustedes se preguntarán si los periodistas argentinos podemos decir o escribir lo que pensamos, la respuesta es que sí”, y antes de que los presentes salieran de su asombro, completó que, más allá de esa libertad, no trabajan tranquilos, ya que tienen miedo de posibles represalias por parte del Gobierno. Aunque el magnífico dijo que prefiere la cárcel antes que el insulto, en los últimos diez años no hubo un solo periodista preso y no se censuró ni prohibió ningún programa de radio o de TV, no se clausuró un solo diario ni una sola revista.
Los miembros de la Comisión obviaron aconsejarle que una buena terapia podría curar ese miedo, aunque sí les explicaron que había sido una vana cabalgata: “Los testimonios no constituyen un caso específico para que la comisión se pronuncie”. A diferencia de los héroes de Kurosawa y de Sturges, estos siete magníficos perdieron su batalla. Sin embargo, no pierden el ímpetu, ya planean nuevas actuaciones y, fieles al número que han adoptado como cábala, están organizando un nuevo espectáculo basado en “Blancanieves y los siete enanitos”.
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