EL PAíS › OPINIóN
› Por José Natanson
Asistimos a lo que el politólogo francés Bernard Manin llama una “metamorfosis de la representación”, un cambio profundo del lazo que une a quienes eligen con quienes deciden. Para Manin, la representación ya no descansa, como antes, en divisiones fuertes de clase, pertenencia social o adscripción religiosa, que fueron el germen de los grandes partidos de masas del siglo XX, ni tampoco en motivos familiares, esas “herencias ideológicas” que se transmitían de generación en generación y que se rompían sólo en ciertos momentos, como en la Argentina de los ’70, cuando muchos jóvenes contestatarios de clase media se hacían izquierdistas o peronistas para desafiar edípicamente a sus padres conservadores o gorilas.
Pero no nos desviemos. Lo que quiero plantear es que la transformación del vínculo representativo, un fenómeno de alcance mundial que se manifiesta de manera diferente en cada país, implica un cambio formidable en los partidos políticos, que ya no funcionan como un reflejo más o menos mecánico de la estructura social y que asumen en cambio formas amplias y fluidas. Convertidos en dispositivos atrapa-todo, desideologizados y lábiles, los partidos son como adolescentes hiperhormonados compitiendo por los favores de las chicas de la clase. Porque la contracara de esta transformación partidaria es una ciudadanía cada vez más independiente y autónoma (veleidosa, freudianamente histérica), una nueva presencia ciudadana que decide el voto ya no en base a lealtades partidarias arraigas históricamente sino a partir de la “oferta electoral” que se le presenta y que se sustenta sobre todo en la imagen de los candidatos que proyectan los medios de comunicación. Una ciudadanía que se comporta como un “consumidor exigente” (la expresión es de Pierre Rosanvallon) que mira y compara y recién después elige.
Politólogos como Isidoro Cheresky, Marcelo Leiras, Andrés Malamud y Diego Reynoso, entre otros, han estudiado estos cambios en la representación, la ciudadanía y los partidos, y han llamado la atención sobre algunas de sus consecuencias: la territorialización de las organizaciones partidarias, que ya no son unidades nacionales sino confederaciones precarias de caciques y estructuras locales; la des-bipartidización del sistema político, que entre 1983 y 2001 concentró algo así como dos tercios de los votos en las dos grandes fuerzas políticas pero que a partir de ahí estalló en mil pedazos; y el ascenso de los líderes de popularidad como verdaderos organizadores de la competencia política en el contexto de una “democracia de audiencia”.
La producción politológica, sustentada en investigaciones cuantitativas y todo tipo de análisis, viene siguiendo de cerca estos cambios. Agregaré aquí un ángulo más: el repaso por el nombre de los partidos políticos, es decir la denominación elegida para presentarse ante el electorado, que a simple vista puede parecer un aspecto secundario pero que creo puede ayudar a ilustrar algunas de las transformaciones que están ocurriendo.
Veamos.
A la hora de elegir sus nombres, los partidos de masas del siglo XX apelaban a cuestiones institucionales (Unión Cívica Radical, Partido de la Revolución Institucional, Comité de Organización Política Electoral Independiente), religiosas (Partido Demócrata Cristiano), de clase (Partido Justicialista, Partido de los Trabajadores), ideológicas (Partido Comunista, Partido Socialista, Partido Socialdemócrata, Partido Conservador) o sutilmente ideológicas (Partido Comunista Congreso Extraordinario).
Esto ha cambiado, y las fuerzas políticas adquieren hoy denominaciones mucho más variadas. Se nota, en primer lugar, la intención de conjurar, desde la elección misma del nombre, uno de los principales males de época: la desafección política, en el sentido de la creciente distancia, teñida de escepticismo y desconfianza, entre gobernantes y gobernados. Así, en un contexto en el que el mundo político aparece como algo sucio, un “reino de lo táctico” separado de la vida cotidiana de las personas, un espacio plagado de egoísmos, oportunismo y corrupción, los nombres de los partidos apuntan a la idea de un vínculo directo y empático, una relación más transparente entre candidato y elector.
Hay ejemplos diversos, desde los más neutros tipo Con Fuerza Perú, a aquellos con reminiscencias evangelistas al estilo del venezolano Un Nuevo Tiempo, o con ecos de bolero como el peruano Y se Llama Perú, y otros de apelaciones más directas, como el boliviano Movimiento sin Miedo, aliado y luego enfrentado a Evo Morales, y el venezolano Alianza Bravo Pueblo, o casos locales como Unión por Todos, de Patricia Bullrich, o Valores para mi País, de la conservadora Cynthia Hotton.
En este camino, los nuevos partidos no le temen a los juegos de palabras a través de siglas rebuscadas, como el Movimiento Integración Latinoamericana de Expresión Social, es decir Miles, de Luis D’Elía, la Alianza País de Rafael Correa, donde país se forma a partir de patria altiva i soberana, el jujeño LyDER (Libertad y Democracia Responsable), los colombianos MIRA (Movimiento Independiente de Renovación Absoluta) y ALAS (Alternativa Liberal de Avanzada Social) o el asombroso ejemplo venezolano de Piedra (Partido Independiente Electoral Democrático de Respuesta Avanzada).
El contexto político, mucho más fluido y dinámico, permite que frentes y partidos cambien de denominación de una elección a otra, con un sentido de inmediatez, de política instantánea que hace que muchas veces los nombres de las organizaciones respondan a las necesidades puntuales de una cierta coyuntura, lo cual es bastante lógico si se considera que muchas de ellas dejarán de existir antes de la próxima elección. Es interesante comprobar, por ejemplo, que en momentos de crisis se apela a nombres que transmitan una cierta idea de dinamismo y a veces hasta se llega al punto de recurrir directamente al verbo, como el Podemos (Poder Democrático y Social) del boliviano Jorge Quiroga, el fujimorista Vamos Vecino (luego rebautizado Sí cumple) o el también peruano Avancemos. El caso más claro en Argentina es el fallido Recrear para el Crecimiento, fundado por Ricardo López Murphy para las elecciones de 2003.
No hay que ser muy sagaz para detectar detrás de estas denominaciones coloridas las técnicas de la publicidad y el marketing político. Y sin embargo ocurre que los creativos, incluso los más talentosos, también tienen un límite, y entonces a veces las ideas se repiten, como sucede con el partido ConFe (Consenso Federal), formado en las elecciones bonaerenses del 2009, y el Partido Fe, creado por el Momo Venegas para los últimos comicios. Como sea, la publicidad gana espacios. Y se entiende: si una marca y su logo conforman un dispositivo semántico que permite a los consumidores identificar fácilmente y comprar un cierto producto, parece lógico que se utilicen también para ganar elecciones, en un camino que va del pionero RA utilizado por Raúl Alfonsín en 1983 al MI de Martín Insaurralde en la última elección (como sugiere Javier Trímboli, el paso de la idea de República Argentina al pronombre personal singular dice bastante acerca de la evolución de nuestra democracia en los últimos 30 años). Pero si de marca se trata, probablemente el caso más nítido sea el PRO de Mauricio Macri, creado desde sus inicios como una marca que integra el color amarillo y el logo de play a su sintético nombre.
Por último, señalemos que el ascenso de las personalidades como nuevos ejes de la política también se refleja en los nombres de los partidos, a veces de manera automática, como en el caso del Partido Roldosista Ecuatoriano, en referencia al ex presidente Jaime Roldós, o del Partido de la U, un desprendimiento del viejo Partido Liberal colombiano creado por el ex presidente Alvaro Uribe. Algunos países, entre ellos Argentina, prohíben asignar un nombre propio a una organización política, lo que seguramente explica que el peronismo no se llame peronismo. Pero hay formas de sortear estos escollos, y ninguna personalización alcanza el extremo del frustrado intento de un grupo de radicales de la provincia de Buenos Aires de lanzar la candidatura presidencial de Julio Cobos con la creación del partido... Cobos (Consenso Bonaerense Social).
Como se infiere de los ejemplos citados, el fenómeno implica diferentes países y es transversal a las más variadas tradiciones ideológicas, porque es el reflejo de una mutación general de la política en la cual los partidos son –junto con la personalidad de los candidatos, su imagen en los medios, las propuestas programáticas, etc.– sólo un dato más del proceso electoral: desempeñan un rol instrumental, y sus nombres se adaptan a ello. Y en este sentido una última reflexión: a veces las fuerzas políticas eligen denominaciones que refieren a un objetivo, en general abstracto y ambicioso, tipo libertad, república, igualdad, etc. En algunas ocasiones el fin es menos nítido, como ocurre, por ejemplo, con el Frente para la... Victoria. Y en unos pocos casos el nombre alude a un procedimiento, como sucede con Unen, escrito en una curiosa segunda persona (¿quiénes los unen? ¿el electorado? ¿el Gobierno? ¿para qué exactamente los unen?). Pero este curioso desplazamiento de sentido no es solo opositor: la dimensión procedimental es también la fórmula de Unidos y Organizados, la articulación de fuerzas no pejotistas que respaldan al Gobierno, otro caso ilustrativo de que a veces el nombre puede ser el recurso del método.
* Director de Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur.
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