Jue 05.12.2013

EL PAíS  › OPINIóN

El hombre y el mito

› Por Facundo Martínez

“Tenía que meter un poco de pesimismo. Era fácil subirse al carro triunfal”,Horacio González

El sociólogo, ensayista y director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, tuvo un merecido homenaje en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, donde es profesor titular de las materias Teoría estética y Teoría política, y de Pensamiento social latinoamericano, de la carrera de Sociología, y de la materia Pensamiento político argentino, de la carrera de Ciencia Política.

No fue un acto oficial. La UBA se lo debe, como a tantos otros prestigiosos profesores a los que no se esfuerza por encontrarles el espacio ganado para que, a pesar de la edad jubilatoria, continúen compartiendo sus profundos conocimientos con las generaciones venideras. La reunión fue organizada por docentes compañeros y amigos del profesor; la palabra podría acaso ser también ¿discípulos?, pero tratándose de González y sus infinitas huellas resulta una expresión inconveniente.

Digamos que fue una jornada maratónica y que llevó el nombre de “González 451”, en alusión al libro Fahrenheit 451, de Ray Brabdury, cuya cita convocante: “Vagabundos por fuera, bibliotecas por dentro”, sirvió de excusa para hablar sobre la obra de González. Allí ocurrió algo imposible de repetir. Todo comenzó a las 17 del viernes 29 y concluyó a la 1 de la madrugada del sábado 30 –¡en esas ocho horas de palabras apenas hubo una pausa de poco más de diez minutos!–; el profesor González, sentado en uno de los bancos de madera del aula magna de Sociales, junto a su inseparable compañera Liliana Herrero, escuchó pacientemente las 36 intervenciones de todos y cada uno de los profesores y ensayistas –entre los que se encontraban Eduardo Rinesi, Christian Ferrer, Alejandro Kaufman, María Pía López, Esteban Vernik y Américo Cristófalo, entre otros–. Las intervenciones tuvieron un tópico común: los libros y la influencia inspiradora de la obra gonzaleana.

González, como suele corresponder en estos casos, cerró su propio homenaje. Caminó con la lentitud de un cuerpo maltrecho hacia el frente del aula, meditando esas palabras que luego pronunció. De pie, apoyado en su flamante bastón borgeano, que utiliza desde el episodio de salud que sufrió no hace más de un mes en Panamá, y con refinado e irónico sentido del humor brindó un discurso pesimista y al mismo tiempo conmovedor.

No le importó la dificultad de imponer su amable voz ante la música que apenas un piso abajo emanaba de una fiesta estudiantil. Cierto es que en la universidad pública conviven los murmullos y que la queja no tiene precisamente recepción entre dos mundos que, por momentos, parecen desconocerse y que, cuando se encuentran, lo hacen con pavorosa fragilidad.

Las palabras brotaron en tirones. González agradeció y enseguida reparó en la incomodidad que le produjo el hecho de haberse escuchado citado y elogiado tantas veces. Luego contó que había elegido especialmente para la cita ponerse “la campera de viejo” que heredó del fallecido Oscar Landi, otro gran profesor de la UBA; se trataba –explicó– de una suerte de homenaje personal al propio Landi, y luego fue extendiendo su participación a David Viñas, Rodolfo Fogwill, León Rozitchner y Roberto Carri. Hablaba el González que uno conoce y aprecia infinitamente, generoso en su noche como lo ha sido a lo largo de 40 años de clases en las aulas de la universidad pública. El final de su discurso expresa, como de ninguna otra manera podría hacerse, su fortaleza de intelectual crítico, de naturaleza trágica. “Quiero decirles que ustedes esta noche no han hecho más que alimentar un mito. Un mito que, no bien atraviese esta puerta, comenzará a derrumbarse”, dijo, invitando con un gesto de su mano a abandonar el aula.

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