EL PAíS › LAS ESCENAS DRAMATICAS DE UNA CIUDAD CONVERTIDA EN TIERRA DE NADIE
El hombre que vio a los vecinos saquear su ferretería. Los que armaron barricadas y se defendieron por mano propia. El joven golpeado porque ser morocho lo hizo sospechoso. Los tiros y la noche sin dormir. Imágenes que los cordobeses nunca creyeron que vivirían.
› Por Marta Platía
Desde Córdoba
El hombre vio, desde la ventana de su casa en barrio Argüello, al norte de Córdoba capital, cómo un grupo de personas saqueaba su ferretería. El hombre vio, con un dolor nuevo, a algunos de sus propios clientes y vecinos llevándoselo todo.
“Hace 22 años que tengo este negocio. Y lo que más me dolió fue que a muchos de los que vi saqueando los conozco... Pero voy a tratar de olvidarme de eso. No me van a quebrar. Voy a empezar de nuevo. Lo que todavía no me explico es por qué antes de irse prendieron fuego.” El hombre se había limpiado las lágrimas antes de hablar con el cronista radial. Había contenido a su esposa, que sufrió un ataque de nervios. Se había recompuesto él mismo de “un llanto que le sacudía el cuerpo”, según relató el periodista Nicolás Gerchunoff. Eran cerca de las diez y media de la mañana y en esa zona los saqueos continuaban. Bajo un sol blanco, la gente se llevaba, a pie, en autos o en moto, lo que aún quedaba en las casas de electrodomésticos de la zona, y hasta en una modestísima peluquería.
Otro cronista alcanzó a preguntarle a un joven que llevaba ¡una mesa! en su moto por qué lo hacía. “¿Hacer qué?” “Robar, robar esa mesa.” “No, yo no la estoy robando. La llevo.” “Pero si no es suya. Yo lo he visto cuando la sacaba”, insistió el reportero. El rugido del motor en la huida fue la respuesta.
La noche había sido de terror. De literal terror. El tableteo de los disparos, los estallidos de proyectiles que algunos usaron para volar portones, el escándalo de los perros que corrían desesperados, erráticos, no habían dejado dormir a nadie. Acercarse a las ventanas era peligroso. Córdoba pareció una zona de guerra. De hecho era una zona liberada. Liberada por la policía que se había atrincherado. Por un reclamo que nadie cuestionó por justo, pero sí en su procedimiento, en su método para llegar al fin. La total desprotección se vivió en la piel y en el miedo ardiendo en la nuca, en el temblor de las manos. “Para ir al baño, íbamos caminando agachados, casi al ras del piso”, contó Nancy D., de barrio Quebrada de las Rosas, que se encerró en uno de los dormitorios de su casa con sus dos hijos adolescentes. “Recién cuando el sol estuvo alto nos animamos a dormir. Nos intentaron abrir el portón de la casa un par de veces. Fue horrible... Corrían arriba del techo... Tuvimos miedo de que entraran por la puerta del patio. ¡Todos, todos tienen la culpa –se agitó Nancy P.–, De la Sota y también la Presidenta... No nos pueden dejar así de solos. Esto fue espantoso!”
Vecina de uno de los grandes shoppings del centro cordobés, Mabel N. y su marido tampoco pegaron un ojo: “Se escuchaban los disparos desde la avenida Colón (la 9 de Julio cordobesa), y con Alberto nos pasamos la noche oyendo los gritos, las corridas... Y por otro lado, el hecho de que los camiones que descargan mercadería en las madrugadas en las bodegas del shopping tampoco vinieron nos hizo sentir que todo era más grave. Desde la dictadura que no vivíamos una noche como ésta, esperando que nos tocara...”.
En Nueva Córdoba, grupos de estudiantes y vecinos armados o a puro puño montaron barricadas y decidieron defenderse “por mano propia”. Una de las imágenes más desoladoras fue la de un muchacho morocho, un clásico “portador de rostro”, como se les llama a los chicos de las barriadas más pobres, salvajemente golpeado “por si acaso”. El video recorrió las redes sociales: “¡No soy un ladrón!”, gritaba el chico y blandía su DNI para demostrar que sólo pasaba por allí. Su hermana lo encontró “golpeadísimo, muy mal y prontuariado”, en una comisaría. “¿Y ahora cómo vamos a hacer para demostrar que él no hizo nada?”, se preguntaba, agotada por los nervios y la búsqueda.
Mientras la oscuridad y los tiros, el gobernador en vuelo desde Panamá, el Panal –como se le llama a la nueva Casa de Gobierno– parecía ciego, sordo y mudo. Tanto la vice, Alicia Pregno, como la ministra de Seguridad o cualquier otro miembro de su gabinete no aparecieron para decir nada. Y él mismo, cuando por fin dio la cara, no sólo ordenó poner música fiestera antes de la conferencia de prensa, sino que ni siquiera pidió un mínimo perdón a sus “queridos cordobeses” –como gusta repetir con su tono engolado– por la peor noche que se ha (sobre)vivido desde el regreso de la democracia.
Nadie estuvo a salvo. Nadie se sintió a salvo. Las mandíbulas apretadas ante cada sonido, ante cada sacudida de la puerta de calle. De las balas que silbaban, de las corridas y los gritos. Esa fue la banda de sonido de “la película de terror que se pareció mucho a ésas de zombies que se ven en el cable”, comparó Silvio M., un pibe de 18 años que “montó guardia” dentro de su casa con su hermana Silvana en la zona conocida como El Infiernillo, cerca del estadio de fútbol Mario Kempes.
Con la luz del día sobrevino el silencio. Un silencio sobrecogedor. De esos que asustan. Sin ómnibus, ni chicos en los colegios, ni gente en sus trabajos, ni barrenderos, ni comercios abiertos. Calles fantasmas como antes lo fueron salvajes, despiadadas. Y el miedo. Omnipresente. Caliente. Cocinándose en los 38 grados que siguieron castigando bajo un sol criminal. El miedo que todavía se respiraba y se respiró a lo largo de toda la jornada a pesar del “arreglo” al que llegó De la Sota con la policía. Es que ahora la policía estaba en la calle. Feliz por su triunfo salarial; pero agotados, armados y con ganas de hacer méritos. Un cóctel que, a nadie se le escapaba, seguía siendo peligroso. A medida que caía la noche, la consigna dicha y tácita era “guardarse”, “tratar de no salir”. Pasar la noche.
Mañana, hoy, sería otro día.
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