EL PAíS › OPINIóN
› Por Raúl Gustavo Ferreyra *
Entre 1983-2013 lo que ha distinguido a la Constitución federal de la Argentina ha sido un proceso de gobierno: en siete oportunidades el cuerpo electoral eligió presidente y vicepresidente de la República; en dieciséis ocasiones se eligieron diputados nacionales; también el cuerpo electoral eligió a los senadores; los jueces de la Corte Suprema y de los tribunales inferiores fueron elegidos, designados y removidos de acuerdo con las reglas constitucionales; en 1994, se reformó la Constitución estableciéndose el paradigma normativo de los derechos humanos. Todos los servidores públicos pueden cumplir sus funciones por mandato ciudadano; no hay otra fuente de emanación del poder para el proceso de gobierno.
Una de las peores crisis de la historia constitucional de la Argentina –iniciada en 1989 y cuyos efectos devastadores se vislumbran entre 1999-2001– fue superada merced al proceso de gobierno estipulado en la Constitución: participación y apertura a todos quienes de una forma u otra deseaban decidir o participar en las decisiones. En plena crisis y por la senda de la Constitución, Néstor Kirchner fue elegido presidente por el cuerpo electoral.
La Constitución se ha mostrado como una regla abierta, capaz de asegurar que cualquier alternativa política que cumpla con sus reglas, acceda a la dirección del proceso gubernativo constitucional. Sin embargo, los controles no funcionan completamente; por ahora: una democracia constitucional procesal, con debilidades.
La Constitución es imperfecta e incompleta; la perfección, por otra parte, si existe, es cualidad del arte y de las matemáticas. Aun con esa ausencia de perfección y totalidad, el mundo de la regularidad y la estabilidad desarrollado por la democracia constitucional de la Argentina 1983-2013 es el mejor de todos los mundos políticos de cuya existencia histórica la ciudadanía ha tenido conocimiento, constancia acreditada y, quizá, disfrute.
Los argentinos del siglo XXII quizá contemplen la democracia constitucional de estas tres décadas, en algún sentido semejante al empleado en la actualidad para observar una ley fundacional de la democracia: la 8871, de 1912, que estableció el sufragio individual, obligatorio y de naturaleza secreta para los ciudadanos desde los diez y ocho años cumplidos de edad.
Para ejercitar la memoria se enuncian tres actos de cada uno de los departamentos del gobierno, es decir tres procesos de gobierno concretos, referidos a la política exterior, a la interior o en relación a la comunidad internacional.
La Declaración de Foz de Iguazú fue un acuerdo celebrado en noviembre de 1985; el presidente Raúl Alfonsín y el presidente de la República Federativa del Brasil, José Sarney, establecieron para siempre el fundamento seguro de la integración bilateral actual.
La resolución de la Corte Suprema recaída en la causa Simón, en junio de 2005, por abrumadora mayoría de jueces, en la que se dispuso declarar, a todo evento, de ningún efecto las leyes 23.492 –autoamnistía de la dictadura militar– y 23.521 –obediencia debida– y cualquier acto fundado en ellas que pueda oponerse al avance de los procesos que se instruyan, o al juzgamiento y eventual condena de los responsables –civiles y militares–, u obstaculizar en forma alguna las investigaciones llevadas a cabo por los canales procedentes y en el ámbito de sus respectivas competencias, por crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Argentina.
La ley del Congreso federal número 26522, sancionada en octubre de 2009 –impulsada por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner–, que reglamenta los servicios de comunicación audiovisual, especialmente: su consideración como actividad de interés público, de carácter fundamental para el desarrollo sociocultural de la población y sus claros objetivos antimonopólicos y tendientes a la desconcentración del capital.
Se trata de un buen comienzo... Simplemente.
* Profesor Titular de Derecho constitucional, Facultad de Derecho, UBA.
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