Sáb 02.08.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

FONDEANDO

› Por J. M. Pasquini Durán

La negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI) de un acuerdo trienal supone comprometer casi todo el período de mandato del actual gobierno. Un compromiso semejante es prematuro para una administración que le propone a la sociedad un cambio de rumbo sustancial en materia de políticas públicas, sobre todo en el área económico-social. Más que nada, porque los delegados del FMI demandan el mismo programa de ajuste que impusieron durante la mayor parte de las últimas décadas democráticas y cuyo propósito esencial es siempre el mismo: crear las condiciones para que el Estado pague la mayor cantidad de deuda, sin ninguna quita de importancia en los montos del débito ni postergaciones significativas en los vencimientos. El Fondo defiende a los acreedores, a los bancos y a las empresas privatizadas de servicios, mientras que el Poder Ejecutivo tiene que proteger y ampliar el capital social (producción, trabajo y recursos humanos) de la Argentina. Son propósitos opuestos, inconciliables, que sólo pueden sostenerse en el tiempo si las partes aceptan transacciones a corto plazo que sean de cumplimiento factible, sin costos insoportables para el país.
El Fondo tiene apuro porque no puede seguir tolerando que un habitante del “patio trasero” siga en default sin caer en las llamas del infierno, como predecían los augures neoliberales. Más aún, en vez de empeorar hubo ciertos síntomas, modestos pero visibles, de cierta reactivación. Luego, necesita disciplinar a la administración que promete cambios, no vaya a ser que el populismo (traducción anglosajona de peronismo) sea más rebelde que Lula, el izquierdista. Sin más consideración, porque si no cumple su rol de manager de los prestamistas internacionales habrá perdido su razón de ser, bastante cuestionada ya, por cierto, debido a la acumulación de errores y de imprevisiones en varias zonas del globo. En la dimensión política de sus dilemas, debería conformarse si logra que Argentina acepte levantar el default, aunque sea por el momento sólo más simbólico que efectivo.
El Gobierno, por el contrario, necesita tiempo. En poco más de dos meses levantó expectativas favorables en una holgada mayoría de la población, pero está lejos de la acumulación de poder institucional que ratifique un liderazgo nuevo, tanto en el peronismo como en el sistema de poderes republicanos. La Corte Suprema y el Congreso están empezando un proceso de renovación y recién cuando terminen los turnos electorales, en noviembre próximo, contará con el mapa institucional con el que tendrá que gobernar durante el resto de su mandato. Ni siquiera tuvo tiempo de rodaje suficiente para tomar el control completo del aparato de gobierno y del Estado, mucho menos para reacomodarlo a los nuevos tiempos. Hasta los ministros, incluso el de economía, Roberto Lavagna, están en período de prueba, expuestos a recambios. Conceder el fin del default, mientras posterga el resto del “paquete” del FMI (aumento de tarifas, compensaciones a los bancos, aumento del superávit fiscal, etc.), debería ser suficiente para mostrar disposición a reconocer las obligaciones sin compensación que impone la actual relación de fuerzas en el continente y en el mundo.
Las estadísticas oficiales sobre pobreza, marginalidad y desempleo, actualizadas al día de hoy, han vuelto a estremecer la sensibilidad nacional y han ratificado que Néstor Kirchner no tendría futuro, al menos ninguno diferente al de sus predecesores, si dejara de lado las urgencias de su propio pueblo para conformar las urgencias del FMI. Para sostener esas prioridades, claro está, el Gobierno tendrá que confrontar con las clásicas opiniones del Fondo y también con los bancos, las privatizadas, el capital prebendario, la elite exportadora, la oligarquía agropecuaria, los devoradores de prebendas de los ajustes perpetuos y la derechapolítica, irritada además por la reivindicación de juicio y castigo para los verdugos del terrorismo de Estado. Tendrá enfrente, asimismo, a todos los que fueron subyugados en los últimos veinticinco años por las teorías del neoliberalismo, según las cuales no hay gobernabilidad posible sin el certificado de garantía que dan, no las urnas, las “cartas de intención” rubricadas por el FMI. Aunque por diferentes motivos recibirá la hostilidad de los grupos que preferirían que no haya ningún diálogo con el Fondo, mucho menos alguna concesión por leve que sea, porque consideran que al enemigo ni justicia. Ojalá las relaciones internacionales pudieran establecerse sobre la base de la absoluta autodeterminación de las naciones, pero las condiciones del mundo han estrechado esa capacidad, salvo que el país siga el camino de Cuba, el único país en el continente que soporta el aislamiento con mucho coraje y sacrificio. Para llegar a ese punto habría que hacer primero la revolución socialista, pero no parece ser ese el destino inmediato de Argentina. Tendrá que actuar, sin remedio, en el área del capitalismo hasta que maduren las energías capaces de semejante hazaña. Aun Fidel Castro, en su exposición en la Facultad de Derecho de Buenos Aires, explicó que en la actualidad sería conveniente pensar cuántas reformas, dentro del sistema, podrían lograrse en beneficio del pueblo.
Las cabezas más sensatas del Poder Ejecutivo saben que el apoyo político de los jefes de Estado de Europa y Estados Unidos son tan seguros como los amores de estudiante. Por lo demás, esos anfitriones, sin excepción, le desearon suerte en las negociaciones con el Fondo, un modo oblicuo de sugerir que esperaban que Argentina volviera al redil. Tampoco hay en la región un bloque de voluntades dispuestas a intercambiar solidaridades en defensa de los más débiles. Ni siquiera la administración del Partido de los Trabajadores en Brasil pudo resistir la presión del capitalismo internacional, para no hablar de Chile, flamante “socio” comercial de Estados Unidos, por mencionar a los miembros de lo que algunos comentaristas llaman el eje de centroizquierda en el Cono Sur. En este rubro de la identidad regional tampoco transcurrió el tiempo suficiente para que la crisis de hegemonía del neoliberalismo cediera el lugar al predominio de otro pensamiento con raíces latinoamericanas.
El gobierno nacional, sin embargo, no está condenado a cien años de soledad como las estirpes malditas. A diferencia de Brasil, en el país hay fuerzas políticas y sociales organizadas que podrían respaldar el compromiso con la deuda social interna. Son centenares las organizaciones no gubernamentales que trabajan en la asistencia a los pobres y hambrientos y hay que contar en centenares de miles los hombres y mujeres, con gran presencia de jóvenes, militando en la solidaridad. Las cacerolas de la clase media, aunque se acallaron, siguen latentes, dispuestas a enfrentar a quienes los decepcionen. Todas estas fuerzas, y las que se puedan sumar, podrían estar al lado de un gobierno que defienda los intereses nacionales, pero es preciso que sea el mismo gobierno el que busque los caminos para la convocatoria y el diálogo. Si, por el contrario, los funcionarios esperan zafar con las dotes personales o, lo que sería otro error, esperan que la espontaneidad llene la plaza, en una repetición imposible del 17 de octubre, la frustración puede estar a la vuelta de la esquina. Estos son los momentos en que un gobernante puede devenir un estadista y un caudillo en un auténtico líder.

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