EL PAíS › OPINION
› Por Mempo Giardinelli
Aunque este verano es ya una de las mejores temporadas en muchos años para miles de comerciantes, hoteleros y prestadores de servicios turísticos –al menos en los lugares donde veranean los porteños–, es curioso observar cómo los ataques a la economía no cesan. El pequeño y poderoso mercado ilegal llamado dizque románticamente “blue” se lanzó a subir el dólar hasta los 11 pesos por unidad, y por supuesto lo logró, para solaz de la caterva de economistas que siempre anuncian el horror que luego no sucede.
Es curioso el papel de esa docena y pico de siempre consultados economistas del así llamado establishment porteño. Cada uno de ellos alguna vez fracasó rotundamente como funcionario de algún gobierno de los últimos veinte años, y no faltan los que fueron y ahora mismo están siendo procesados, como el Sr. Sturzenegger.
Sin embargo, cual grotesco pelotón de mala película de guerra, todos son convocados a diario a programas de tele y/o escriben en diarios y revistas como augures del desastre económico-financiero que jamás se produce y como anunciadores –tan luego ellos– de fórmulas “para superar la crisis”.
Uno de los problemas centrales de la economía argentina son esos tipos. Y otro es la inflación, desde luego. Nadie lo niega, o acaso solamente el Gobierno, que elude reconocerla y la sobrelleva en silencio enfrentándola con medidas no siempre eficaces, como los acuerdos de precios y las amenazas de importación de productos. Estrategias, cabe recordarlo, que jamás han funcionado en la Argentina por una sencilla razón que nuestros políticos no quieren ver: para que funcione cualquier medida y sea mínimamente exitosa, hay que tener eficaces mecanismos de control. Y eso no existe en este país. En ningún campo, en ninguna actividad oficial.
Alguna vez los que gobiernan y los que quieren ser gobierno se darán cuenta de que toda buena gestión estatal depende en gran medida del desarrollo y aplicación de consistentes y permanentes mecanismos de control, que a su vez conlleven rigurosos y eficaces sistemas de sanción. Nada de eso se practica aquí. En ninguno de los tres poderes de la República y en ninguna de las 24 entidades federadas.
Entonces la inflación resulta el karma del actual Gobierno, como lo fue de cada gobierno de otros tiempos, cuando la inflación era híper y el descontrol que dejaron los militares ya era absoluto. Cada administración debió lidiar con el mismo tenaz enemigo: la especulación con el dólar. Y sobre todo con la obsesión de las clases medias por acumular ganancias y ahorros en esa divisa, lo que ha desatado también algunas bromas, como la que circula y dice que la inflación en la Argentina ya no es un problema económico, sino psiquiátrico.
Desde luego que la temporada de verano es la mejor en muchos años, décadas incluso, y acaso por eso apenas sobresalió el cruce de opiniones entre Capitanich, Echegaray y Kicillof respecto del régimen fiscal de Bienes Personales. Pero como en estos días todo se diluye como arena entre los dedos y hay una ostensible falta de temas dominantes, los grandes diarios compensaron la poca información con saturación de notas rojas o deportivas. Un rayo asesino en Villa Gesell, asaltos a familias acomodadas o madres que torturan y matan a sus hijos ocupan los mayores espacios. Es curioso cómo cierta prensa otrora respetable ha asumido el color de quienes sufren de hepatitis crónica. Y en cuanto a intrascendencias deportivas, dan gracia los zarandeos en Boca, River, Racing o San Lorenzo tratados como asuntos importantes, mientras sigue la locura del Rally Dakar, que no se corre en Africa sino acá y produce varias muertes absurdas cada año.
Se dirá que es poco para entusiasmarse en términos de la vida política de una nación, y es verdad, pero qué bueno que así sea. Parecerían síntomas de un país normal que vacaciona masivamente, que tiene niveles de consumo asombrosos como se ve a diario en casi todas las capitales de provincias, y que gracias a pequeños grupos de cretinos se presta a recalentamientos semanales con el dólar y otras menudencias, como para demostrarse a sí mismo que sabe muy bien cómo autoinfligirse daños.
En ese contexto, esta semana apareció una idea: Julián Domínguez propuso reabrir la vieja causa de la mudanza de la Capital al interior del país. Desde los tiempos en que Raúl Alfonsín y el radicalismo todo fracasaron con el sueño de Viedma, la idea vuelve a florecer. Como cada dos o tres décadas en la historia argentina de los últimos 130 años, desde que la hoy CABA fue declarada capital nacional en 1880 se han propuesto, sobre todo, ciudades de Santa Fe y de Córdoba más de una vez, por razones geográficas.
Los argumentos, aunque conocidos, abren debate. Domínguez sostiene que “los países que tienen proyectos grandes no tienen sus capitales en los puertos”, olvidando que Londres, Lisboa, Amsterdam, Hamburgo, Washington y Tokio, todos imperios en su momento, fueron capitales-puertos. Pero también acierta al proponer que la Capital no sea pensada “desde la lógica de esta ciudad, que es maravillosa y cautivante, pero que tiene la lógica de lo que sucede en la ciudad, no lo que sucede en el país”. Todo un tema que, si continuara, airearía el debate político tan tóxico de este país en el que sobran, por ejemplo, tontos, necios y cobardes en Twitter y otros feudos del anonimato que algunos tienen por “libre expresión”.
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