EL PAíS › OPINION
› Por Washington Uranga
No se cumplieron todavía dos meses de la asunción de Jorge Capitanich y ‘con ello’ de la instalación de una nueva estrategia de comunicación del Gobierno, y ya las voces opositoras mediáticas –las mismas que reclamaban más “diálogo” y más “comunicación”– salen a desacreditar la forma y la calidad de lo actuado por el jefe de Gabinete. Pocos días después de inaugurado este nuevo estilo sostuvimos (Página/12, 27/11/2013) que “la gobernabilidad democrática se juega también en la comunicación” para subrayar la importancia de los pasos dados.
Estaba claro entonces –para los analistas pero sobre todo para el equipo de gobierno– que el ajuste en la orientación de la estrategia comunicacional oficial no serviría para hacer de-saparecer –ni siquiera para aminorar– las críticas que se formulan desde la oposición mediática. Uno de los riesgos previsibles eran las reales, presuntas o inventadas (para algunos no hay diferencia entre todas esas posibilidades) contradicciones entre los dichos de un mismo funcionario o, eventualmente, entre las manifestaciones públicas de quienes hablan en nombre del Gobierno. “Quien hace y quien tiene boca se equivoca.”
Desde la teoría comunicacional habría que decir que el interlocutor de la comunicación de gobierno es, en primer lugar, la ciudadanía y no los medios y los periodistas. Como bien lo afirma Josep Rota, “la comunicación abierta, horizontal y libre es esencial para la existencia y el funcionamiento de una sociedad democrática” (Rev. Diálogos de la Comunicación Nº 63, 2012, p. 87). Lo importante es hablar con los ciudadanos, ofrecerles a éstos información para su propio análisis y toma de decisiones. Por supuesto que, en medio de ese proceso, están los medios y los periodistas, con distintos grados de profesionalidad, orientaciones políticas y criterios éticos. Correspondería a estos profesionales ofrecer con la mayor veracidad –dejemos de lado la inexistente pretensión de “objetividad”– las informaciones para el ejercicio legítimo del derecho a la comunicación de los ciudadanos. La Argentina es un buen ejemplo de que ello no ocurre en gran parte de los casos: las informaciones no sólo son tergiversadas, sino que muchas veces son facciosamente manipuladas. Esta situación constituye un grave daño para la democracia por más que quienes así actúan lo hagan, curiosa y contradictoriamente, enarbolando permanentemente la bandera de la propia democracia y de la “libertad de expresión”.
Frente a la comunicación cotidiana del jefe de Gabinete y a las manifestaciones de distintos ministros, hoy ya se escuchan voces que, por un lado, pretenden quitarle valor a sus dichos, buscar contradicciones en sus propias palabras y diferencias entre los distintos voceros. Era un riesgo, ciertamente muy previsible. Lo cierto es que, al margen de estas manifestaciones, es un riesgo que sigue valiendo la pena correr. Por la ciudadanía y la riqueza de la comunicación democrática.
Pero además ¿hay contradicciones?, ¿hay diferencias? La respuesta es sí. ¿Y cuál es el problema de que las haya? O acaso hay que recordar que muchos de los mismos que hoy señalan esto como un defecto antes criticaron la unicidad del discurso oficial. Entonces ¿por qué antes era malo que no aparecieran voces diferentes y por qué lo es ahora que esas diferencias se pongan en evidencia en un proceso en el que se analizan posibles alternativas en cuanto a medidas de gobierno? Lo mismo podría decirse respecto de la autoridad presidencial antes “férrea”, cuando no “autoritaria” y hoy, por el contrario, “desdibujada” hasta el punto de afirmar que “no hay conducción”.
Está claro que, para quienes así proceden, la preocupación no está centrada en los aportes de la comunicación a la construcción democrática. El único objetivo a la vista es, a cualquier precio y así sea con argumentos absurdos, apuntar al desprestigio de la gestión. Si revisaran honestamente sus archivos, sus propias argumentaciones, podrían por lo menos darse cuenta de las contradicciones e incoherencias en las que incurren.
Pero es necesario mirar más allá. La democracia necesita de una comunicación que también cuente con el atributo democrático. Es una condición esencial. Y para ello el Estado, como lo ha hecho a través de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, tiene que seguir dando pasos para multiplicar las voces, para que los diferentes actores sociales encuentren un lugar adecuado, permanente y potente de expresión en el sistema de medios. Es importante la voz oficial, pero no lo es menos la polifonía de las voces democráticas. Opositoras, oficialistas, alternativas, todas. Con unas y otras se seguirá enriqueciendo y fortaleciendo la democracia. Por eso también “... el mantenimiento de un sistema democrático de comunicación dependerá de la existencia de un conjunto efectivo y vigente de leyes y reglas que mantengan en equilibrio el acceso a los medios de comunicación por parte de diversos grupos sociales” dadas “las diferencias de poder económico y político que existen entre distintos sectores de todas las sociedades actuales” (Rota, op. cit.).
Las acciones en este sentido provocarán sin duda, en el marco de libertad en que el que vivimos, que se escuchen nuevas acusaciones de que “el Gobierno fomenta medios adictos”. Ese también un riesgo que vale la pena correr. Por el bien de la democracia.
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