Dom 12.01.2014

EL PAíS  › OPINION

La edad dorada y el barrio

Avirán miente. Evocaciones de los tiempos en que convivía con el menemismo. Los nostálgicos de una era dorada que por ahí no existió. Relaciones carnales. De cuando el país era un aguantadero de genocidas. Otro paradigma desde 2003, audacia y sensatez. La dialéctica, que siempre existe. Y algunos apuntes más.

› Por Mario Wainfeld

Las declaraciones del ex embajador israelí en Argentina Itzhak Avirán no tienen desperdicio ni redención posible. El hombre afirmó, ahora y recién ahora, que el Estado israelí se encargó de mandar al otro mundo a la mayoría de los responsables del atentado a la AMIA. Se desató el escándalo, el gobierno de su país lo desmintió y lo descalificó, difícilmente Avirán agregue más datos.

Para empezar solamente, el ex embajador mintió alguna vez. O lo hace hoy día, al revelar tamaña primicia, o lo hizo en su momento cuando afectaba interesarse con las investigaciones judiciales locales y cooperar con ellas.

La versión es extraña aunque no se formula por primera vez, no “cierra” del todo. Pero tendría una virtud residual que sería explicar por qué Israel cooperó y se comprometió tan poco con la pesquisa.

Porque, entrando a lo que interesa a los fines de esta nota, el entonces embajador fue plenamente armonioso con la política del gobierno menemista, con el que se llevó de parabienes. Otro tanto sucedía con la mayor parte de las autoridades de la AMIA y de la DAIA, en particular el presidente de ésta, Rubén Beraja. Lo que les valió en el acto conmemorativo del atentado a la AMIA de 1997 que la mayoría de los asistentes le dieran la espalda a Beraja durante un discurso que encubría al gobierno que, manifiestamente, trababa las investigaciones. Desde la designación del juez federal Juan José Galeano en adelante, ésa fue su praxis.

Suele ligarse a la política exterior del menemismo y a la de Alianza con la sumisión a Estados Unidos y a los organismos internacionales de crédito. En trazo grueso está bien, a condición de asumir que en muchos otros aspectos también era penosa, en consonancia.

El buen trato con Avirán era, bien mirado, un modo de complicidad respecto del más brutal atentado terrorista internacional padecido por nuestra sociedad. Más o menos por la misma época, el presidente Carlos Menem vivía a partir un confite con el embajador norteamericano James Cheek. Este era un personaje pintoresco, más dicharachero que el hosco Avirán, un menemista avant la page: amaba el fútbol, era hincha de San Lorenzo, bromeaba con más onda que gracia. Lobbista avispado de las empresas de su país, se movía como pez en el agua y pescaba de lo lindo. Una anécdota lo hizo célebre: su tortuga se extravió en el verdor de una estancia argentina. Se contó que la buscaron la SIDE, la CIA y el FBI. El quelonio apareció y el embajador le otorgó el crédito a la SIDE, que comandaba Hugo Anzorreguy. Era un mimo poco verosímil, una nimia prueba de amor: el rol del Señor Cinco era armar el fuero federal, encubrir delitos varios, fraternizar ecuménicamente con cuadros setentistas y con líderes corporativos foráneos. El mérito de la tortuga prófuga fue inspirar una de tantas frases geniales de Diego Maradona.

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De carne éramos: La Argentina había entrado al mundo, se decía. El Canciller Guido Di Tella acuñó una frase precisa e inolvidable para definir el modo: relaciones carnales. “Guido” era un peronista peculiar, como suele pasar en su familia. Su sucesor, el radical Adalberto Rodríguez Giavarini, resultó menos histriónico y humanista, más espartano en el estilo pero compartían el credo esencial.

Cuando se critica al kirchnerismo, una postura válida entre tantas, se suele caer en la evocación de una supuesta edad dorada que lo precedió. Atravesamos, se porfía, el peor trance de la historia reciente, mucho se ha retrocedido. El autor de esta columna, supone, se perdió un tramo de ese relato: esa etapa superior y previa. Tal parece que antaño se discutía a fondo la Coparticipación, el Congreso era un Agora participativo donde primaban los proyectos presentados por la oposición, “la Justicia” funcionaba de rechupete. Los presupuestos nacionales se debatían profundamente y se aprobaban en tiempo y forma con las enmiendas sugeridas por los adversarios del gobierno. Las jubilaciones eran fastuosas. Las convenciones colectivas de trabajo llegaban a acuerdos que batían a la inflación. Y así.

La memoria del cronista sugiere otro contexto, que no redime los errores y carencias del gobierno actual, pero que es necesario para no caer en anacronismos banales.

Lo que antecedió al kirchnerismo no fue, “apenas”, la crisis del 2001. Fue una larga década de neoliberalismo, relaciones carnales, sujeción al Fondo Monetario Internacional (FMI). Y que tampoco resaltó tanto en materia institucional.

La convertibilidad fue una decisión autóctona que dejó al Estado sin política monetaria para maniatar rápidamente a la política económica y luego a la política en general. El presidente Carlos Menem y el ministro Domingo Cavallo lo hicieron, los partidos dominantes se plegaron.

Era un disparate (¿un cepo?) suicida desde el vamos, que tenía un costado fatuo. Exacerbada la dependencia se fantaseaba que un peso podría equivaler a un dólar, de acá a la eternidad. En su formidable libro Dudoso Noriega, Juan Sasturain se permite una ironía garbosa: era enamorarse de un empate. No hay modo más piadoso de decirlo.

En el mismo lodo, toda manoseada, caía la política de derechos humanos, sobre todo desde que irrumpió el juez español Baltasar Garzón.

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La celeste y blanca: Faltaba sentido nacional en todas las políticas macro, pero el surgimiento de un juez pionero suscitó ataques de chauvinismo berreta o compensatorio. Los gobiernos de la década noventista se envolvieron en la bandera celeste y blanca para defender su tosca versión de la soberanía: las leyes de la impunidad y los indultos. Como Garzón avanzó con las causas y comenzó a pedir extradiciones, un raído patriotismo se los negaba.

Desde cuando el magistrado detuvo al dictador y por entonces senador vitalicio chileno Augusto Pinochet y al represor argentino Adolfo Scilingo, el territorio nacional se transformó en el aguantadero de los terroristas de Estado. No podían salir de sus fronteras, por temor a ser pillados por el juez inclaudicable. Todo en nombre de nobles principios del derecho internacional que por aquel entonces eran innovaciones, aunque tomadas de las mejores tradiciones jurídicas internacionales. Hoy día son moneda corriente en el mundo. Administraciones nativas plenas de abogados se opusieron a esa vertiente del progreso mientras seguían felices endeudándose y malvendiendo el patrimonio público.

La política exterior era también regresiva en ese aspecto, menos evocado que el económico, aunque no menos deplorable.

El presidente Néstor Kirchner cortó un nudo gordiano cuando recibió el primer pedido de extradición de Garzón. Estaba en el avión presidencial y proclamó que lo concedería, si los sospechosos de crímenes de lesa humanidad no eran juzgados acá. Tomó de sorpresa a los integrantes de su mismo Gabinete. Cumplió, según se pudo ver. Ahora dicen que esa movida era sencilla, que estaba al alcance de la mano. Ni el gobierno conservador popular de Menem ni el sedicente “progresista” de Fernando de la Rúa se percataron de la oportunidad.

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Cuba libre y sorpresismo: De la Rúa y Rodríguez Giavarini resolvieron votar contra Cuba en las Naciones Unidas, contrariando la tradición radical que había honrado Raúl Alfonsín, siendo presidente. Anoticiaron al Gabinete en una reunión, varios ministros cuestionaron, entre ellos Federico Storani y Ricardo Gil Lavedra. El canciller defendió la movida mientras el presidente, fiel a sí mismo, callaba. En algún momento debió bancar a su ministro: no conformó a los críticos. Rodríguez Giavarini, contra las cuerdas, se valió de un argumento difícil de rechazar: “eso se está votando”. La información llegó tarde, así funcionaban las reuniones de gabinete en la era dorada.

Alfonsín, que ahora está merecidamente en el bronce, ni siquiera había sido informado con antelación: se quejó ácidamente ante ministros de su confianza pero no se expidió en público. Eran los tiempos de la república. Poco menos de un año después, los correligionarios se enterarían por tevé del plan económico del flamante ministro Ricardo López Murphy: tampoco hubo palique previo en plenario. Nobleza obliga: algunos de los soslayados renunciaron porque no bancaban los ajustes, en especial los que recortaban ingresos al sistema educativo en general y a las universidades en particular. En aquel entonces se achicaban las partidas, lo que (cabe imaginar) redundaba en la mejora de la calidad educativa.

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Mirar al vecindario: El abandono de belicistas “hipótesis de conflicto” con países limítrofes es un logro secuencial de todos los gobiernos populares ulteriores a 1983. Alfonsín marcó hitos en ese sentido, incluyendo a la consulta por el Canal de Beagle. Menem, uno de los contados peronistas que adhirió a la valorable iniciativa, reformuló al Mercosur como un acuerdo de mercaderes, obrando a tono con las tendencias de la época pero fue también pacifista. En el siglo XXI la integración de América del Sur pega un salto cualitativo aunque insuficiente: es instrumento y objetivo compartido.

El comercio internacional de la Argentina es el más diversificado de su zigzagueante historia. Se podrá aducir que está impuesto por las circunstancias, en buena medida podrá ser real. Pero hubo muchas decisiones políticas durante los gobiernos kirchneristas. Verosímilmente muchos de sus adversarios hubieran optado por otro rumbo.

En la reunión que citamos en el párrafo anterior, Rodríguez Giavarini alertaba contra el alineamiento incondicional con (detrás de) Brasil mientras no le hacía ascos al seguidismo respecto de Estados Unidos y los organismos internacionales. Cuando De la Rúa renunció, consideró adecuado llamar al titular del FMI, Horst Köhler, para avisarle y disculparse. El gesto no se repitió con los manifestantes que eran apaleados y baleados en las cercanías de la Plaza de Mayo.

Otro, por designio y por suerte, fue el criterio que primó desde 2003. La alianza estratégica con Brasil no tiene precedentes históricos. El rechazo al ALCA en la Cumbre de Mar del Plata, el desendeudamiento simultáneo con el FMI, acciones conjuntas para facilitar procesos democráticos o preservar a gobiernos legítimos frente a intentonas golpistas se hicieron moneda corriente. Venezuela, Ecuador y Bolivia fueron movidas exitosas en las que Argentina y Brasil actuaron de consuno. Los mandatarios a quienes se quiso cerrar el paso o derrocar siguen vigentes. En Paraguay y Honduras la presión de los países hermanos la acción colectiva no bastó.

La “diplomacia presidencial” es dinámica y bastante eficaz. Depende, claro, del consenso entre mandatarios porque su armazón institucional (en especial la Unasur) es muy precaria, casi inexistente. La clave es la relativa armonía entre presidentes de países diversos con ideologías variopintas pero en general más progresistas que sus alternativas más votadas. No son idénticos, como no lo son sus “patrias chicas”, pero se reconocen como los mejores interlocutores posibles dentro de lo que hay. Esa fuerza puede incubar un riesgo que es padecer al vaivén de eventuales alternancias políticas. El interregno de la derecha de Sebastián Piñera en Chile no movió el tablero, tal vez porque ese país está entre los menos comprometidos en la integración. De cualquier modo, las afinidades pesan. El cronista supone que no habrá mejor sintonía para el conflicto entre Chile y Bolivia que la presencia conjunta de los presidentes Michelle Bachelet y Evo Morales. Ella fue reelecta, él es favorito para lograrlo en octubre. En todo caso, lo que no arrimen ellos no lo hará nadie.

Otro tanto puede decirse, en términos más nostálgicos, del conflicto entre Argentina y Uruguay por las papeleras. La coincidencia en el poder de los presidentes Cristina Fernández de Kirchner y José Mujica fue un bálsamo para el peor entripado de la política internacional argentina en la década. Ambos se retirarán tras las próximas elecciones, habrá que ver cómo se suplen.

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Acá y en otras comarcas: La gobernabilidad, la coexistencia de gobiernos populares y relativamente exitosos, la paz son bastiones de América del Sur. La política es, en estos pagos, más rica que en el resto del mundo. No se ha acabado con las dificultades, la desigualdad sigue siendo una característica dominante. La cohabitación entre sistemas democráticos y capitalismo es una charada siempre, una contradicción permanente: lo explica lujosamente una columna de Boaventura de Sousa Santos publicada en este medio días atrás.

Los gobiernos revalidan en promedio sus títulos, mientras en Europa caen en el descrédito con velocidad, excepción hecha de Alemania, la locomotora que sigue al frente. Todos los de este Sur, aún los plebiscitados, deben hacerse cargo de viejos reclamos insatisfechos o de nuevas demandas. Un factor común, entre tantos, es el reclamo masivo por mejores servicios públicos. En Chile, la juventud colmó las calles pidiendo reformas sustanciales en el sistema educativo. Bachelet reingresará a La Moneda con una nueva coalición y promesas de reformas constitucionales, sociales, fiscales y políticas. En buena medida, es poner fin a las normas “amarradas” desde la dictadura.

En Brasil las protestas por el transporte y el manejo de los recursos públicos pusieron en vilo a la presidenta Dilma Rousseff que parece haber recobrado la hegemonía política.

En Argentina el transporte, la educación, la inseguridad, la inflación son reclamos recurrentes a un gobierno que ha subido mucho el piso compartido pero que enfrenta amesetamiento y “fatiga” de las principales variables del “modelo”.

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Varas para medir: La comparación con el centro del mundo, estancado en general, debe usarse con prudencia. A excepción de los eslabones más débiles de la cadena (Grecia, por ejemplo), las naciones de la Unión Europea están en decadencia... pero caen de muy alto en términos relativos. Todavía hay lazos intrafamiliares, seguros de desempleo, jubilaciones muy extendidas y no patéticas para poblaciones muy avejentadas. El PBI per cápita y el tejido de servicios públicos de varios países en crisis serían avances para muchos de los de este Sur.

También hay que valorar lo que se construye y a menudo se ignora o subestima. La Argentina, en simetría con su mejor tradición, no sólo pontifica sobre la integración: es asimismo un país de acogida para los ciudadanos de países vecinos. Hay discriminaciones en la vida cotidiana y hasta racismo enquistado pero la legislación es amigable al máximo y tutela a la inmigración.

En el ideario público (no aceptado por toda la sociedad civil y, por ende, más avanzado que ella) y en las normas, la migración es un derecho humano básico, que no debe ser restringido. En el Viejo Mundo, es muy otro el criterio imperante. Se trata de un derecho relativo, sujeto a intensas y crecientes regulaciones o prohibiciones. Se distingue, con severidad impiadosa, entre migraciones legales e ilegales... se corre casi cotidianamente la frontera entre ambas, adivinen para qué lado. Lampedusa es un ejemplo extremo de la política europea pero no una consecuencia exótica o contra natura.

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Sensatez y sentimientos: Acá cerca y hace tiempo, cuando Avirán convivía gozosamente con Menem, la causa AMIA daba vergüenza. Un sector hegemónico del Poder Judicial, empezando por la Corte Suprema, daba vergüenza. Eso sí, no existía un agrupamiento como Justicia Legítima que discutía a cielo abierto las carencias de ese estamento del Estado. Su surgimiento es una consecuencia cultural de la etapa, como tantas otras. Los entreveros pueden subir de tono, son mejores que el silencio o las reyertas palaciegas.

Volvamos al principio de este artículo y a su núcleo. El memorando con Irán, que suscitó la “confesión” del ex embajador israelí, es polémico y su futuro es incierto. Tal vez el Gobierno peca de voluntarismo en querer revelar una verdad que se tapó en el momento oportuno. Pero nadie puede decir que se desactivó una causa que iba a develar algo: los mamotretos languidecían, más cercanos a la telaraña que a una sentencia acertada.

En cuanto a la política exterior, en general: el kirchnerismo “leyó” un estadio histórico propicio y decidió construirla con eje en el barrio propio. Ahí donde las economías crecen, la redistribución del ingreso avanza, los presidentes relegitimados son la regla. Acá donde, como consecuencia de los reformistas vaivenes del voto y no de la pólvora, coexisten tres mujeres con mandato popular, un presidente indígena, un gran líder regional que era obrero metalúrgico y no había terminado la primaria. Entre ellos mismos hay dos militantes de izquierda que tomaron las armas contra las dictaduras de sus países.

Argentina es pilar del incipiente sistema de relaciones de esa región, que es la propia y donde da gusto vivir. Es una opción que combina audacia y sentido común (algo que las derechas nativas no les reconocen a los oficialismos populares).

En nuestro país, la estabilidad y la persistencia han trazado un surco, que el mainstream mediático ni siquiera nota. Los debates son más rigurosos, la agenda más sofisticada. Los números, en promedio, son más afinados que apenas ayer. Eso hace aún más imperdonable el desquicio que un gobierno estatista cometió en el Indec. Todo tiene sus contradicciones, sus claroscuros, sus retrocesos a reparar.

De eso se trata, creemos. Alfredo Zaiat apunta en su nota de ayer en Página/12 que en economía no existen situaciones de equilibrio prolongado. En política tampoco, añade este escriba. Todo estadio genera desequilibrios, tensiones dialécticas, problemas nuevos, situaciones de-safiantes. De cualquier forma hay mejores y peores tránsitos, estadios más propicios que otros. Los retos siempre llegan, estancarse es peligroso. La política es así, muy distinta a la calma de los cementerios o la tersura de los sistemas teóricos. El cronista, que ya tiene sus años, intuye que algo similar pasa con la vida.

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