Lun 13.01.2014

EL PAíS  › OPINIóN

Los de abajo

› Por Roberto Follari *

Sucios, feos y malos. Así describió Ettore Scola en el título de su film memorable, cómo vemos desde las clases medias y altas a los más pobres, a los excluidos, a los condenados de la tierra.

El imperativo cristiano plantea amarlos como a nosotros mismos, pero decirse cristiano no implica siempre coherencia con el Evangelio. Ahora, a poco tiempo de pasada la Navidad, recordamos que Cristo nació en un pesebre. Pero claro, la memoria histórica y lejana nos hace pensar en pesebres artificiales, en sitios iluminados, en caracterizaciones semiteatrales de lo que es un pesebre. Pero un pesebre no es eso: es un sitio lleno de estiércol y lodo, maloliente y miserable. Y es ése un signo nada menor en el testimonio de quien muriera crucificado.

Muchos los perciben –a los pobres– como la amenaza social, como lo que cierta sociología de comienzos del siglo XX llamaba “las clases peligrosas”. Y es verdad, desde allí viene parte no pequeña de los delitos violentos; no así, en cambio, de los delitos que más nos quitan a todos. En un solo negociado, en formas del comercio adulteradas o en evasión de impuestos, personajes asociados a empresas o al comercio pueden robarnos 100 o 1000 veces más que lo que ocurre en una rapiña callejera. Es cierto: no nos encañona el que hace el negociado, no nos violenta directamente. Pero indirectamente es el que lleva a que no haya recursos para los de abajo, es el responsable elegante y remoto de que otros se vean orillados a la cultura del delito violento. Son los que pueden robar con estilo, porque están en los lugares sociales desde los que hay posibilidad de hacerlo (obviamente, lo que digo no implica dejar de lado la existencia de sectores empresariales que operan acorde con las normas establecidas). Pero, para dar un ejemplo al paso, ¿cuántos comerciantes nos dan la boleta como corresponde?

Por cierto, también, que la mayoría de los sectores pobres no están asociados al ejercicio del delito; por el contrario, lo padecen más de cerca que las clases medias, en su barrio donde, por ejemplo, por esa causa no quieren entrar los choferes de micros o los taxis (cuando pueden pagarlos) los dejan a seis u ocho cuadras de su destino.

Muchas personas de los sectores sociales más altos los maldicen; creen que la diferencia con ellos está dada por una supuesta superioridad moral de su parte, porque ellos sí quisieron estudiar o esforzarse. Desconocen que, de haber nacido en el hogar de esos pobres, hubieran sido ellos, hubieran sido iguales a ellos. En casas sin padre, en hogares sin trabajo fijo, en espacios donde rondan la angustia, el hambre y el alcohol, ninguna posibilidad moral cabe para ser abanderados escolares o paladines de la catadura ética.

No es que sea fácil la relación con ellos. Conllevan mucha bronca, mucho resentimiento, al ver cómo una sociedad consumista y exitista motiva para toda clase de compras y posibilidades, pero luego –sólo a ellos– les impide conseguirlos. “A todos les dieron y menos a mí”, decía alguna vieja y triste canción infantil. Y para ellos es así todo el tiempo, una y otra vez, todos los días.

De modo que no es que haya que asumir que con los pobres la vida es rosa. Si se quiere mejorar su situación es porque ésta precisamente no es buena, ni para ellos ni para toda la sociedad. Pero por eso mismo es torpe rechazarlos y atacarlos, porque de lo que se trata es de mejorar las condiciones sociales para que dejen de estar en situación de carencia. Y, paralelamente, que por ello las mejores condiciones impliquen una mejora segura –a largo plazo– en la cuestión seguridad e integración colectiva para toda la población.

Nada fácil es esto mientras se siga estigmatizando a estos sectores como “los negros” a excluir del espacio social legitimado. Cuanto más se los desprecia y excluye, más se crean las condiciones para el odio social y el espiral de la violencia. Como explicó Hegel, quizás el mayor filósofo de toda la historia, lo primero que se desea como ser humano es el “reconocimiento”. Que el otro me considere como alguien digno de respeto; que me considere alguien, entonces. “A Gatica se lo respeta”, proclamaba el personaje de Favio, personaje que existió en la realidad, boxeador de origen pobre que murió vendiendo muñequitos en las canchas de fútbol y aplastado por un autobús urbano.

Ojalá en estos augures festivos de comienzos de año podamos abrir en algo la mente y el corazón a aquellos que rara vez pueden hacer de la vida una fiesta. Como sugería Borges, sólo por azar ellos son ellos, y nosotros somos nosotros. Somos los otros para esos otros; además de que sin “otro”, como bien muestra el psicoanálisis, no existimos, no podemos constituirnos como sujetos.

Son parte inescindible de la sociedad en que vivimos y de aquello que nos define, siquiera por oposición o por negación. Ojalá podamos dejar de excluirlos de toda consideración lanzándolos cada día a los bordes de la desesperación y del rechazo.

* Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Nacional de Cuyo.

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