› Por Dardo Scavino *
Que Juan Gelman haya sido un poeta político, no cabe la menor duda. Pero no todos los poetas políticos escriben como Juan Gelman. En unos aforismos publicados hace unos años, con el título “Nota al pie”, el poeta sostenía que la palabra poética y la utopía política se vinculan con un paraíso que nunca se llegó a tener y que siempre está adelante, y no atrás: un objeto de deseo que sólo conocemos, ahora, bajo la forma de su ausencia: “marca de una ausencia que no cesa de no escribirse”, escribía en 2005: algo que no tiene nombre –un enigmático “no sé qué” lo llamaban místicos y trovadores–, pero a lo cual todos los nombres, si se los entiende poéticamente, están haciendo alusión: “Yo quisiera saber qué misterio había entre nosotros/ compañeros/combatientes/maravillas al sol/ sol ellos mismos/ofertados a la vida/a la muerte/ al misterio del tiempo que vendrá”. Utopía, no sé qué, misterio poético: “lo que la poesía trae o persigue”, explicó Gelman alguna vez, “es esa cosa indefinible”, y eso es también lo que persiguen amantes y militantes (que para él eran lo mismo). Hay quienes creen saber qué es ese goce innombrable y lo vinculan con lo obsceno, es decir, con todas aquellas prácticas que la sociedad condena, y excluye, pero sobre las cuales sienta, por decirlo así, sus reales, de modo que la escritura debería desenmascarar el secreto inconfesable y abyecto de las primorosas sublimaciones poéticas. Gelman, no. Para él, la poesía no se vinculaba con el Mal –aquello que las sociedades proscriben pero practican– sino con el Bien –aquello que las sociedades prescriben pero no practican–. En resumidas cuentas, para Gelman aquello que la poesía, “como un niño”, “busca nombrar” sin lograrlo no era el Mal sino el Bien. Y porque el Bien era, a su entender, innombrable, se interesó durante años en la mística cristiana y el mesianismo judío.
El judío errante, esa figura que los antisemitas convirtieron en una anomalía humana, en el hombre sin patria y sin arraigo, era para Gelman el símbolo de la humanidad por excelencia. Porque, a diferencia de las otras bestias que pueblan este planeta, los humanos no están nunca en su lugar. “Ese animal que vuela”, escribía en Bajo la lluvia ajena, “se rehace negándose”: negando que cualquier organización social sea la organización social humana. La condición humana es el exilio perpetuo, porque los humanos fueron expulsados de algo que nunca tuvieron: esa tierra prometida, esa justicia, ese Bien.
Los poetas del Mal no van muy lejos. Giran, por decirlo así, en círculo. Los poetas del Bien, en cambio, prosiguen. El 14 de enero de 2013, Juan Gelman nos legó el misterio de su poesía: un misterio que, a mi entender, vamos a seguir persiguiendo por lo que resta del tiempo.
* Profesor de literatura y cultura latinoamericana en la Universidad de Pau (Francia).
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